Aunque no se puede hablar, realmente, de convivencia idílica entre cristianos y judíos durante gran parte de la Edad Media, no cabe duda de que, si comparamos con lo que ocurrió en la crisis bajomedieval, se puede considerar que durante los siglos XI y XIII los judíos vivieron en relativa paz en la reinos cristianos peninsulares. La mayoría de los judíos habitaban en las ciudades en juderías o call. Tenían la condición de servi regis, es decir, dependientes de los reyes, los cuales tenían la obligación de protegerlos. Los judíos gozaban de autonomía administrativa y religiosa. Aunque sus actividades abarcaron el abanico de las que se daban en el Medievo, es cierto que destacaron en las ocupaciones artesanales y comerciales, así como en las de tipo intelectual y en la medicina. Algunos judíos se dedicaron a servir a los monarcas en sus cortes e instituciones. En el campo cultural su aportación a la denominada Escuela de Traductores de Toledo y al entorno del rey Alfonso X está considerada como muy importante. Judá Mosca fue un intelectual reconocido de aquel momento histórico.
Pero, a pesar de estos aspectos señalados sobre la convivencia pacífica entre cristianos y judíos, siempre hubo una larvada corriente popular antijudía. Esta mentalidad tenía su origen en la consideración de los judíos como el pueblo deicida, así como en el recelo que muchos cristianos sentían por el enriquecimiento de un sector de los mismos, considerados como usureros. En Al-Andalus, por su parte, los judíos disfrutaron de una situación de relativa calma hasta la llegada de los almorávides y almogávares, procedentes del Norte de África y defensores de una visión muy rigurosa del Islam. Se produjeron persecuciones que provocaron emigraciones hacia los reinos cristianos
El estallido de la persecución contra los judíos en los reinos cristianos estuvo en íntima relación con la crisis bajomedieval, convirtiéndose en verdaderos chivos expiatorios de muchos de los males que aquejaron a las sociedades medievales. Motines y levantamientos de campesinos, y de grupos populares urbanos derivaron, en muchas ocasiones, en asaltos a juderías y asesinatos de judíos. Pero, tampoco se puede obviar en el estudio de las causas de estas persecuciones la presión ejercida por el fanatismo de un conjunto de clérigos que enardecieron y empujaron a masas de cristianos contra sinagogas, haciendas y vidas.
En las primeras décadas del siglo XIV comenzó la violencia contra las juderías en el reino de Navarra, aumentando la tensión con la llegada de la Peste Negra, a mediados de siglo. Fue el momento en el que se asaltaron muchas juderías de la Corona de Aragón. En Castilla, la persecución con los judíos se agudizó como consecuencia del enfrentamiento dinástico entre Pedro I y Enrique de Trastámara, ya que, éste lanzó duras soflamas contra los judíos en su estrategia para ganarse el apoyo popular para destronar al rey.
Los ataques contra los judíos llegaron al paroxismo en el año 1391 cuando la violencia se desató en Sevilla. Para los historiadores es el momento clave que marca un punto de inflexión en la historia de la comunidad judía en España. El clérigo Fernán Martínez –arcediano de Écija- venía predicando de forma virulenta contra los judíos desde el año 1378, aunque la jerarquía eclesiástica intentó frenarle. El propio arzobispo de Toledo llamó la atención de Juan I sobre los excesos oratorios del clérigo, lo que motivó varias advertencias del rey. Pero el arcediano no se amilanó y siguió con su furibunda campaña contra los judíos, a pesar de que pesaba sobre él la amenaza de la excomunión. La suerte favoreció a Fernán Martínez porque al morir el arzobispo se convirtió en la máxima autoridad eclesiástica de Sevilla. Mandó derribar sinagogas y confiscar los libros de oración, además de seguir predicando contra los judíos. La primera furia popular estalló en enero de 1391 aunque las autoridades la reprimieron con decisión. Pero el Consejo de Regencia destituyó a estas autoridades y Fernán Martínez se sintió ya todopoderoso: el día 6 de junio lanzó a sus hombres contra la judería, se quemaron dos sinagogas, otras dos fueron convertidas en iglesias y fueron asesinadas unas cuatrocientas personas, aunque no es fácil determinar el número exacto de víctimas. Es evidente que el vacío de poder civil facilitó esta catástrofe.
La chispa encendida en Sevilla se propagó por todo el Valle del Guadalquivir y parte de la Meseta, así como amplias zonas de Aragón. Se calcula que pudieron morir unas cuatro mil personas, aproximadamente, además de los cuantiosos daños que sufrieron las juderías; algunas de ellas quedaron completamente arrasadas. La tercera consecuencia fue el gran número de conversiones para intentar salvar vidas y haciendas, mucho más que por convicción religiosa. Eran los conversos. Si nos atenemos a los números, y siempre con estimaciones, en 1390 habría unos 200.000 judíos en los reinos cristianos peninsulares. Pues bien, después de las persecuciones de finales de esa centuria, el número de judíos descendió a la mitad. El fenómeno de la conversión siguió produciéndose y, no cabe duda, que uno de los protagonistas en fomentarlo fue el dominico San Francisco Ferrer con sus predicaciones. Tanto las autoridades civiles como las eclesiásticas, aunque condenaron la violencia, vieron en esta situación una oportunidad para reducir el número de judíos y no pusieron objeciones a las conversiones. Los conversos pasaron a convertirse ser un problema político, social y religioso que tendrá mucho que ver con el establecimiento posterior de la Inquisición, y que se agudizaría en la época moderna.
Cuando la violencia física desapareció fue sustituida por la violencia legal. En 1405 se prohibió la usura judía. Las leyes de Ayllón de 1412, en las que influyó Ferrer, supusieron un hecho decisivo en relación con la discriminación de los judíos. Se estableció que, tanto moros como judíos, debían estar estrictamente encerrados, se abolió la autonomía judicial de las aljamas, se estipuló una lista de oficios cuyo ejercicio quedaba prohibido para los judíos (médicos, boticarios, herradores, tundidores, carniceros, peleteros, zapateros), se prohibió el uso del tratamiento de “don” y se les obligó a lucir barba y pelo largo para ser fácilmente identificados, así como llevar una rodela roja cosida en su ropa que, además, debía ser modesta, sin lujos. El objetivo de esta política no era otro que el hacer la vida muy difícil a los judíos para que se convirtieran.
Por otro lado, desde la Iglesia se organizaron debates teológicos para combatir la religión judía. La más famosa de estas controversias fue la conocida como Disputa de Tortosa, debate público que se celebró entre 1413 y 1414 en dicha ciudad catalana, con el objetivo de intentar convencer a los judíos de sus supuestos errores. Fue promovida por un converso, Jerónimo de Santa Fe, médico del papa Benedicto XIII, que participó en la misma. No fue un debate libre porque los rabinos participantes tenían que tener mucho cuidado en sus alegatos si no querían caer en la acusación de injuria y se les pusieron muchas trabas. Aún así, los rabinos intentaron defender sus posiciones, pero el papa decidió suspender las sesiones porque, realmente, lo que se pretendía era que los judíos admitiesen y confesasen públicamente sus errores.