Pasaron los años, enterraron al Caudillo de la “Cruzada de Liberación” – que así era como había titulado el Papa Pío XI a nuestra guerra fratricida, bendiciéndola con abundantes indulgencias para sus “cruzados” – y llegó la larga Transición. La posibilista Constitución de 1978 detuvo el tránsito sin restricciones a una auténtica democracia federativa y laica, salvando “el trono y el altar” que Franco había consolidado, con determinadas matizaciones ya políticamente inevitables. Y en eso estamos, aunque algunos pretendan ignorarlo: en una larga Transición…
El presente marco constitucional, que afirma la aconfesionalidad del Estado español, rechaza abiertamente la laicidad estatal al obligar a los poderes públicos a “tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y a mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”, según determina el ambiguo artículo 16, que no se preocupa de definir en qué pueden consistir esas “consiguientes relaciones de cooperación” que, por otra parte, dependerán de las “creencias religiosas de la sociedad española”. Sería interesante comprobar qué creencias religiosas reales tiene la ciudadanía española hoy día, aparte del apego a ciertas tradiciones folclóricas hispanas o mediterráneas cuya relación con el judeo-cristianismo evangélico resulta a menudo difícilmente admisible.
¿Hay que entender que nuestros poderes públicos deben cooperar en la difusión de la dogmática católica, de la musulmana, etc.? ¿Y cómo?: ¿Facilitando fondos y medios materiales para las labores de los respectivos apostolados? ¿Respetando dogmas religiosos a la hora de redactar y promulgar leyes, como de hecho pretenden algunas jerarquías de creyentes, por encima de las mayorías parlamentarias democráticas?
La aconfesionalidad, tal como aparece recogida en el artículo 16 de nuestra actual Constitución, es sólo una de las premisas de la laicidad. La laicidad estatal de nuestro tiempo sólo puede pretender que ciertos principios éticos formen parte de una educación generalizada, de una cultura no comprometida con dogmáticas estáticas, respetando la libertad de conciencia y no privilegiando ninguna opción religiosa en particular, sino proponiendo la custodia del bien común y de la justicia como única vía lógica de conseguir que la sociedad mejore. El Estado de Derecho sólo puede existir dentro de esas coordenadas éticas y no es concebible como confesional ni como anticonfesional.
Por otra parte, lo que algunos llaman “laicidad abierta” tan sólo reconoce al Estado una función pasiva (de no intervención en asuntos religiosos), desconociendo la función activa que le corresponde en defensa de los intereses y libertades de todos los ciudadanos, incluídos los de los practicantes de religiones, llegado el caso, frente a las propias organizaciones eclesiales en las que se hallen inscritos, haciendo que primen los derechos humanos universales sobre cualquier interés particular. Y ejemplos de esa necesidad no faltan últimamente en España.
Visita España estos días Joseph-Alois Ratzinger, monarca del Estado de la Ciudad del Vaticano y Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, como Papa Benedicto XVI. Se trata de alguien que reúne dos condiciones desde el punto de vista del derecho y la diplomacia internacionales, aunque sea su representatividad religiosa la que prime habitualmente, dada la casi virtualidad del llamado “Estado de la Ciudad del Vaticano”, creado en 1929 – con 44 hectáreas de terreno romano – por el acuerdo de Letrán entre el dictador Benito Mussolini y Aquiles Ratti, Papa Pio XI, en compensación por la pérdida de los Estados Pontificios, ocurrida 59 años antes, tras cruentas batallas entre el ejército papal (ayudado por Napoleón III) y el italiano. No se llevó a cabo ninguna consulta o plebiscito previo a aquel “acuerdo”, que incluía compensaciones económicas como el pago de salarios a todo el clero católico italiano. Se supone que lo que dijera Mussolini iría a misa…
El Estado de la Ciudad del Vaticano es una monarquía teocrática, regida por un monarca elegido de por vida y únicamente por los miembros del Colegio cardenalicio, inspirados por el Espíritu Santo. Utiliza oficialmente varios idiomas: el italiano como lengua administrativa, el latín como lengua jurídica de la Santa Sede, el alemán para comandar la llamada “Guardia Suiza” del Papa y el francés como lengua diplomática (está registrado internacionalmente dentro del grupo de estados francófonos). No existe una nacionalidad vaticana. La ciudadanía vaticana se ostenta durante el tiempo que cada interesado ejerza funciones eclesiásticas (o al servicio directo de la administración de la Santa Sede) en alguno de los edificios vaticanos. En total, unas 900 personas, contando a ciertos familiares dependientes de ese funcionariado oficial. Quienes prestan servicios de mantenimiento, limpieza, etc. (en torno a 3000) no son ciudadanos vaticanos, ni pueden pernoctar en los inmuebles del Estado, evidentemente.
Es la Santa Sede de la religión católica – y no el Estado de la Ciudad del Vaticano – quien se halla representada internacionalmente a través de sus nunciaturas (embajadas) en los diversos países. Quien nos visita estos días, preside una labor de “apostolado” para captar esas vocaciones jóvenes que cada vez escasean más entre los católicos europeos. No se trata de una misión diplomática.
Lo paradójico es que nuestros políticos social-demócratas del siglo XXI se declaren tan complacidos como los de la derecha nacional-católica de toda la vida, contemplando cómo se ponen a disposición de una confesión religiosa el orden del día de la vida del país y los medios correspondientes y cómo se trata de acallar o amortiguar las opiniones en contra….
¿Será ésa la interpretación que haya que dar al artículo 16 de nuestra Constitución?
¿Y hasta cuándo?
Amando Hurtado es escritor y licenciado en Derecho