Por razones evidentes, últimamente cada vez que hay que hablar de la Iglesia católica no tenemos más remedio que referirnos a los aspectos más sórdidos de su particular ideología. Se trata, por supuesto, de todo aquello que gira en torno al sexo. La obsesión de la jerarquía eclesiástica por la vertiente genital del ser humano alcanza aspectos grotescos, tanto desde el punto de vista teórico (ahí están sus abstrusas disquisiciones sobre el aborto o el uso de los anticonceptivos) como desde el práctico (la pederastia).
De quedarnos sólo con esto, claro, seríamos poco objetivos. El reciente fallecimiento del ex jesuita y cooperante Vicente Ferrer, sin embargo, nos proporciona un buen motivo para acordarnos de esa otra Iglesia, la que mira las condiciones de vida de las persones y no los avatares de sus óvulos y sus espermatozoides, la que renuncia a la riqueza para ayudar a achicar la pobreza, la que se enfrenta a los poderosos y no les rocía el lomo con agua bendita.
Aunque creo firmemente que el espacio de la religión no debe ser la vida pública (y, por supuesto, nunca la escuela) y que la auténtica fe debería ser humilde y modesta, sería injusto si no reconociera que, por cada obispo arrogante y ultramontano (Reig Pla, Cañizares y tantos otros), he conocido cristianos de base profundamente comprometidos con su tiempo y con el auténtico evangelio.
Si existe un Dios, no cabe duda de que gente como Vicente Ferrer estará a su lado. Y los demás, esos jerarcas obsesos con el dedo índice deformado de tanto amenazar a sus semejantes, sólo son un motivo para Su inmensa vergüenza.