Como siempre que el Estado interfiere en asuntos morales, el terreno es resbaloso.
Me parece aplicable a la realidad francesa y su Estado pretendidamente laico.
Persiste el reflejo pavloviano de censurar, de prohibir lo que está mal, de denigrarlo en plaza pública
Me instalé en Francia en 2002 para realizar estudios de doctorado, pero frecuentaba el país desde el año 1999. Como tantos otros, llegué aquí con un imaginario social donde Francia representaba el Siglo de las luces, el Enciclopedismo, los derechos humanos, aquella frase, falsamente atribuida a Voltaire, quien desde la Ilustración nos prometía que aunque no estuviese de acuerdo con lo que dijéramos, defendería nuestro derecho a decirlo. Tarde supe que la frase es probablemente el refrito de una opinión de Voltaire sobre Helvétius, escrita en su Dictionnaire philosophique. Menos tarde, sin embargo, comencé a comprender hasta qué punto es difícil respirar en Francia en términos de libertad de expresión. Y el aire no deja de contaminarse.
La libertad de expresión es un principio. Como la monogamia, la laicidad, la integridad personal, es un principio al que se adhiere o no. Es imposible, desde un punto de vista estrictamente lógico, adherir parcialmente a un principio. Si nos declaramos contrarios a la pena de muerte por consider que un Estado no es legítimo para tomar la vida de cualquier individuo, el simple hecho de insinuar que en el caso de Husein, Ceaușescu o Mussolini está justificado significa que no se está contra la pena de muerte sino contra la pena de muerte aplicada a ciertos casos. No se trata de que esté bien o mal adherir a un principio, pero la claridad siempre es preferible a una falsa bandera, a una contradicción que suele ser también una forma de engañarse a sí mismo.
Francia, como cualquier país, está lleno de contradicciones. Dos, en particular, golpean cuando se vive aquí: el convencimiento absoluto de una buena cantidad de franceses de que son el país de los derechos humanos, y la certeza de que la libertad de expresión es un derecho adquirido que se ejerce sin mayores inconvenientes. De lo primero se puede decir mucho: bastaría recordar la guerra de Argelia o cualquier otro pasado o presente colonial, sin mencionar cómo funciona el derecho penal francés (1) . De lo segundo, desafortunadamente, se puede decir demasiado.
La resaca de Mayo del 68 trajo la ley Pleven. En 1972 el parlamento introdujo por unanimidad los delitos de provocación pública (y no pública) al odio, a la discriminación y a la violencia racial. Como la ambigüedad no les bastaba –¿qué es exactamente una provocación al odio racial?–, se decidió que, además de una persona física, cualquier asociación que se declarase antirracista podía constituirse en parte civil, es decir considerarse como parte perjudicada en un proceso penal. Esta ley plena de buenas intenciones institucionalizó los procesos de intención –¿qué es el odio, en definitiva?– y abrió un bulevar florido a los Torquemada de salón. No se privaron: exigieron, entre otras cosas, la prohibición de libros malos, lo que, por supuesto, no logra nada en términos de disminución del racismo pero permite a los justos trazar la línea divisoria que separa el bien del mal. Años más tarde llegó la ley Gayssot a poblar los huecos dejados por Pleven: en 1990 se creó en Francia el delito de negación de los crímenes contra la humanidad definidos en el estatuto del Tribunal de Nuremberg, es decir el Holocausto. Luego, puesto que cada pasado admite un sufrimiento, llegaron leyes sobre el reconocimiento (aunque no contra la negación) de la esclavitud y el genocidio armenio.
La ambigüedad es peligrosa –de nuevo: ¿qué constituye una negación?– y genera un efecto que la clase política no puede no haber previsto: la utilización de estas leyes como instrumento político. Se trata, además, de leyes contraproductivas e injustas: ¿por qué no una ley sobre las dictaduras latinoamericanas o sobre la negación de la tortura en Argelia? ¿Por qué se censura en 2012 la ley Boyer, que prevé crear el delito de negación de cualquier genocidio reconocido por el Estado –censurada por anticonstitucional, lo que parece un colmo– pero se mantiene el delito de negación del Holocausto? Esto no es un ejercicio abstracto: hay gente en Francia, hoy, presa por delito de opinión. Uno puede intentar consolarse, decirse que, en última instancia, la sociedad francesa es jacobina; uno puede recordar el Terror que tanto guillotinó; el caso es que en la Francia actual la libertad de expresión por principio resulta inconcebible. Libertad de expresión siempre y cuando no se expresen ideas malas. Je suis Charlie, bien sûr, mientras procure que mis opiniones vayan por la buena senda.
Como siempre que el Estado interfiere en asuntos morales, el terreno es resbaloso. En su ensayo Los medios justifican los fines (2) , Jorge Majfud ilustra una simplificación que se repite a lo largo de la Historia:
Según la mentalidad religiosa judeocristianomusulmana (…) no caben tonos grises, uno es ángel o demonio, está en el cielo o en el infierno.
Me parece aplicable a la realidad francesa y su Estado pretendidamente laico. Cómo, partiendo del Prohibido prohibir de Mayo del 68, encallamos en una izquierda fofa y moralista, de rictus indignado y eterno índice en alto, es un misterio para mí (3) . Lo que es una realidad es que esa actitud tiene un correlato en la sociedad que se ha ido desgastando y la fractura ya es visible (basta ver la emergencia de la extrema derecha).
Persiste sin embargo el reflejo pavloviano de censurar, de prohibir lo que está mal, de denigrarlo en plaza pública, y entonces se censuran libros, espectáculos, emisiones televisivas, se crean listas de personas infrecuentables a las que está bien visto linchar mediáticamente sin darles la palabra; entonces podemos asistir al triste teatro donde un Primer Ministro afirma saber lo que es humor y lo que no, donde se arroga el derecho de indicarnos que tal o cual libro no merece ser leído. Para Jung, el arquetipo de la Sombra es la parte inconsciente de la personalidad que es rechazada por el Yo consciente: reconocer la propia Sombra, reconocer lo que nos genera un profundo rechazo de nosotros mismos, significa un gran avance personal. En Francia, sin embargo, se prefiere condenar a la Sombra a olvido, como si la operación fuese posible: una sociedad que prefiere no ver sus problemas a abordarlos está condenada a no resolverlos nunca.
No es difícil comprender que en este ambiente de maniqueísmo infantil generado por la clase política (incapaz de proponer soluciones reales a problemas realmente importantes) y apoyado por los medios de prensa (que están en ruinas y son subvencionados por el Estado), el nivel de debate no es muy alto. Basta desviarse un ápice de los límites consensuales y la censura llega bajo forma de juicio penal, de despido, de exclusión. Y como sucede con las drogas duras, nunca es suficiente: desde hace años se percibe el ansia que tiene la clase política francesa por controlar Internet. Es comprensible: en la mentalidad represiva reinante, el dinamismo de Internet los saca de quicio. ¿Un juez censura un video porque incita al odio racial? YouTube lo quita, por supuesto, pero el video es subido a un servidor ruso y la propia censura genera el efecto contrario: hasta el francés más indiferente quiere saber de qué se trata ese video. Ayer, François Hollande, en un discurso digno del medioevo dijo lo siguiente:
Si, realmente, los grandes grupos de Internet no quieren ser los cómplices del mal, deben participar en el proceso de regulación digital.
El subrayado de la palabra mal es mío, porque todavía no logro convencerme de que Hollande haya planteado un razonamiento que no es otra cosa que el consabido estás con nosotros o en contra nuestra, porque se busca descaradamente restringir aún más la libertad de expresión empleando argumentos morales, y porque todavía me pregunto si llegará el momento en que la sociedad francesa se decidirá a enfrentar su propia Sombra, consciente de que es una operación dolorosa pero necesaria si quiere volver algún día a respirar un aire un poco más puro.
Notas
1.- En 2010, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a Francia por no permitir que, desde el comienzo de una detención preventiva, al detenido se le garantice el derecho de ser asistido por un abogado durante los interrogatorios. A regañadientes, en 2011, el parlamento francés votó una ley para conformarse a la jurisprudencia europea.
2.- Cyborgs, Jorge Majfud, izana editores, 2012.
3.- En su ensayo La république des censeurs (éditions de L’Herne, 2014), Jean Bricmont postula que el nacimiento de la izquierda moralista francesa se produce por su impotencia para aportar modificaciones estructurales en el plano económico. Es cierto que en 1983 François Mitterrand cambió radicalmente de política económica y procedió a aplicar una política de austeridad. Es interesante trazar un paralelismo con lo realizado por François Hollande, quien pasó de autodeclararse un ferviente enemigo del mundo financiero a nombrar dos años más tarde un liberal, ex banquero de inversiones de Rothschild & Cie, como ministro de Economía.