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La “laicidad” sana de Benedicto XVI

Desde la aprobación de la Constitución ha habido largas discusiones doctrinales sobre si España es y debe ser aconfesional o laica, y la distinción entre ambos conceptos. El artículo 16 de la Carta Magna dice que "ninguna confesión tendrá carácter estatal", para, a continuación, afirmar que "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones". Es decir, el Estado no se adhiere a una religión determinada -no es confesional- pero tampoco es ajeno al hecho religioso y tendrá que cooperar con las confesiones, una de las cuales, la católica, se menciona singularmente.

Benedicto XVI explicaba en un discurso de diciembre de 2006 su visión sobre las distintas concepciones de laicidad. "Hoy se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual", afirmó. "La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.". En esta última parte, la ley que prepara el Gobierno cumpliría uno de los requisitos del mal Estado laico de los que habla el Papa.

Frente a esta concepción, el jefe de la Iglesia católica reclama una "sana laicidad" católica que "implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual". "Al contrario", continúa, "la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública".

La futura ley de Libertad Religiosa recoge distintos ámbitos de cooperación con las confesiones y no deroga ninguno de los privilegios de la Iglesia católica, especialmente en materia de financiación. Seguiría sin ser una laicidad a la francesa, que tampoco es absoluta pero que tiene una separación mucho mayor entre el Estado y las confesiones.

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