La laicidad se presenta como un mecanismo contramayoritario, que permite proteger y garantizar los derechos de los más vulnerables y de los sectores históricamente discriminados y marginados.
La laicidad -y su avatar institucional, el Estado laico- parece ser un principio ampliamente aceptado por los mexicanos. Es decir, nadie en el país se decantaría públicamente por un regreso al Estado confesional como el que dominó hasta 1860, y en el cual la única religión admitida en el territorio era la católica, apostólica y romana. Hoy en día, todos –tanto progresistas como conservadores- nos presentamos como laicos. Buen ejemplo de ello fue la reforma en 2012 del artículo 40 de nuestra Constitución, que tuvo un enorme respaldo de los diputados y senadores, respectivamente 98 % y 96 % de los presentes. Esta enmienda agregó el carácter laico a los elementos definitorios de la República mexicana, la cual ahora se presenta como “representativa, democrática, laica y federal (…)”.
Sin embargo, si se ahonda un poco más, se vislumbra rápidamente que no todos tenemos lo mismo en mente cuando invocamos la laicidad. Prueba de ello es la tendencia a adjetivizar la laicidad: laicidad positiva, abierta, tolerante, sana laicidad, o sus contrarios, laicidad intolerante, negativa, de combate, agresivo laicismo, etc. ¿Será que hay algo más atrás de la definición clásica basada en la separación Estado-iglesias, la defensa de la libertad de conciencia y de la igualdad y no discriminación?
La “sana laicidad” versus el laicismo fue una dicotomía promovida por Pío XII en 1958 para defender la existencia de un modo ‘correcto’ y ‘maduro’ de relacionar la religión con el ámbito político. Al contrario del laicismo, presentado como la doctrina que busca eliminar la religión de cualquier ámbito político y social, la sana laicidad, en cambio, se basaba en una autonomía entre las instituciones, pero a la vez por la “subordinación del Estado a una ética superior” y una estrecha colaboración entre ambas. En palabras del Sumo Pontífice, un “esfuerzo continuo para tener separados y al mismo tiempo unidos los dos Poderes”. Un enfoque similar, muy controvertido, fue la “laicidad positiva” defendida por el presidente francés Nicolás Sarkozy en su visita al Vaticano en 2008, cuando afirmó que privarse de lo religioso era “una locura” y que Francia asumía sus raíces cristianas. Por otro lado, se desarrolló en Canadá el concepto de “laicidad abierta” o “de reconocimiento”, que valoriza la diversidad cultural y religiosa, y que busca garantizar una igualdad sustantiva entre creyentes de diferentes religiones.
Si existen diferentes formas de pensar la laicidad, entonces, ¿qué laicidad queremos para México? En primer lugar, es importante recordar que disponemos en el país de un marco jurídico robusto en la materia, que se apoya en el “principio histórico de separación del Estado y de las iglesias” y en el carácter laico de la educación. Sin embargo, al lado de esta dimensión jurídica existe un componente filosófico o ideológico, que impacta en cómo se aplican las normas, especialmente, en un país como México, donde existe un desajuste importante entre la ley y su aplicación. En donde los servidores públicos se amparan detrás del principio de laicidad y de libertad religiosa para expresar públicamente sus convicciones religiosas y entregar sus estados o municipios a una divinidad. En el cual los médicos del sistema público de salud se disculpan de realizar ciertos procedimientos, al considerarlos contrarios a su religión. Y en donde la Iglesia católica y nuevas denominaciones evangélicas influyen de manera importante en la cotidianidad de los mexicanos y en sus percepciones sobre lo lícito y lo ilícito.
Pero también México es un país que se ha vuelto cada vez más plural, y que ha entrado de manera decidida en la edad de los derechos humanos, en particular, a partir de la importante reforma de 2011. La laicidad de combate, antirreligiosa e intolerante, que dominó en el país tras la Revolución Mexicana, ha quedado obsoleta. Ciertamente, fue necesaria en su momento para consolidar las conquistas de la Reforma y afianzar los ideales laicos ante una Iglesia que no había renunciado a su poder temporal. Hoy el mundo ha cambiado profundamente, y ni siquiera los laicos más fogosos volverían a cerrar los conventos, quitarles la personalidad jurídica a las iglesias o limitar el número de sacerdotes en cada entidad federativa.
Más bien, la laicidad que queremos es un proyecto donde quepan todas las convicciones y las morales particulares, una laicidad incluyente, orientada a la defensa y protección de los derechos fundamentales de todos, creyentes, agnósticos y ateos. Es una laicidad fiel a sus orígenes, que entiende que solo puede existir una convivencia pacífica genuina si se reconoce la diversidad y libertad plena de las personas en condición de igualdad. Esta diversidad no se limita a la cuestión confesional. Si bien es cierto que México se caracteriza por una creciente pluralidad de creencias, tanto religiosas, como filosóficas y éticas, debemos adoptar un enfoque laico interseccional que tome en cuenta la diversidad de género, la orientación sexual, la condición socioeconómica, las diferencias geográficas, las capacidades, las condiciones de salud, el idioma, y una larga lista de etcétera. La laicidad que defendemos busca limitar la influencia del Estado y de los grupos religiosos en la determinación de las convicciones fundamentales, principios y valores de las personas, así como de sus objetivos, planes de vida, y medios para alcanzarlos. Asimismo, el principio constitucional de laicidad no solamente se limita a una mera separación institucional entre el Estado y las iglesias, sino que debe asegurar que las leyes civiles y las políticas públicas sean libres de sesgo religioso y/o filosóficos particulares.
Ello tiene consecuencias prácticas fundamentales en nuestras vidas, por ejemplo, en materia de libertades y salud sexuales y reproductivas. Si nos enfocamos a la problemática del aborto, su marco regulatorio debe dejar un amplio espacio de decisión a las mujeres y asegurar que si optan por terminar el embarazo, dicho procedimiento se realice en condiciones óptimas de salud. No obstante, lo que prevalece en el país, con excepción de Ciudad de México, es un marco legal punitivo que castiga, incluso con penas de cárceles, a mujeres que tomaron la decisión de terminar con un embarazo no deseado. En este sentido, la reforma a dieciocho constitucionales locales para proteger la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, y asimismo, bloquear la posibilidad de avances en la materia, contraviene al pacto laico federal, al obedecer a un esquema religioso que equipara el óvulo fecundado a una persona nacida, dotada de la plenitud de sus derechos humanos, entre ellos, el derecho a la vida.
No es un asunto trivial: Costa Rica, en nombre de la protección a la vida desde el momento de la concepción, prohibió en 2010 las técnicas de reproducción asistida, al considerar que exponían a los embriones creados in vitro a un riesgo desproporcionado de muerte. Esta situación, que dejó en desamparo a miles de parejas infértiles en el país, fue examinada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el famoso caso Artavia Murillo y otros vs. Costa Rica. En esta sentencia, el juez puso de relieve que establecer el inicio de la vida en el momento de la fusión entre el óvulo y el espermatozoide era una visión particular que no encontraba sustento suficiente a nivel científico, y por lo tanto no se podía imponer razonablemente a toda la sociedad. Consideró que la protección de la vida prenatal ha de ponderarse necesariamente con los derechos a la libertad y salud reproductiva de las mujeres; en otras palabras, que el derecho a la vida del feto es gradual e incremental, y no puede justificar prohibiciones absolutas al respecto.
En México, la plasmación a nivel local del principio de protección de la vida desde el momento de la concepción no modificó la normatividad en materia de aborto. En particular, la posibilidad de terminar un embarazo resultante de una violación sexual es una excluyente de responsabilidad en todas las entidades federativas del país. Sin embargo, disposiciones de este tipo contribuyen a nublar el panorama y crear incertidumbre tanto para las mujeres como para los profesionales de la salud, los cuales temen comprometer su responsabilidad profesional. Otro obstáculo constante en la materia es la multiplicación de las objeciones de conciencia en materia sanitaria, a tal grado de que se habla de más de 80% de médicos en México que se niegan a realizar interrupciones de embarazo, al advertirlas en colisión con sus convicciones religiosas.
En un mismo sentido, una laicidad incluyente es garante de una protección robusta de los derechos de la comunidad LGBTI. A nivel nacional, se generó una intensa discusión respecto al acceso de las parejas homoafectivas a la institución del matrimonio civil, en torno a dos modelos distintos de familia: el canónico, basado en la finalidad procreativa del matrimonio, y el secular, que desvela el sesgo religioso de la heteronormatividad y desplaza el cursor hacia los lazos de afecto y solidaridad. Tanto nuestra Suprema Corte como el juez regional se inclinaron hacia el segundo, al entender la familia no como prototipo estático, sino como una realidad social dinámica y diversa. En su Opinión consultiva 24/17, con relación a los derechos patrimoniales de las parejas homoafectivas, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha empezado a pensar el principio de laicidad más allá de una simple separación orgánica, como un principio jurídico que se impone a los Estados americanos sin importar su peculiar modelo de relación entre el Estado y las iglesias, y que les obliga a proteger los derechos de todas y de todos, sin que importen las percepciones religiosas mayoritarias en la sociedad.
Así las cosas, la laicidad se presenta como un mecanismo contramayoritario, que permite proteger y garantizar los derechos de los más vulnerables y de los sectores históricamente discriminados y marginados. La laicidad que queremos consiste en un proyecto de libertad e inclusión, que garantiza los derechos humanos y promueve la diversidad.
Pauline Capdevielle