Recientemente, he asistido en Francia a una jornada sobre la laicidad titulada “Derechos y deberes republicanos” (Droits et devoirs républicains). Se trataba del IV Encuentro que organiza el Comité Laïcité République, un grupo de reflexión del partido socialista francés sobre el tema de la laicidad al que acuden expertos como Martine Cerf y conocidos políticos socialistas como Robert Badinter, Jean Glavany, Patrice Prat y el mismo Ministro del Interior del actual gobierno, Manuel Valls.
El título de la jornada es muy sugerente porque pone énfasis en la disyuntiva entre derechos y deberes que, a menudo, como el bifronte Jano, presenta dos caras en la misma moneda, interesante objeto de reflexión en el campo teórico de la ciencia política contemporánea. Me recuerda la polémica frase de René de Chateaubriand que decía que es el deber el que crea el derecho y no el derecho el que crea el deber ( “C’est le devoir qui crée le droit et non le droit qui crée le devoir”). Gran debate propio de la teoría política es éste, que resumo de la siguiente forma: los deberes y derechos siempre van juntos, formando una unidad aunque sus contenidos sean diferentes. Si a este debate le añadimos la variable “República” en su dimensión laica (si es que cabe otra, cosa que dudo), entonces el debate es apasionante. Así es como transcurrió el coloquio, interesante, por supuesto, tanto por la temática, como por la notoriedad de los ponentes y la calidad del contenido de sus discursos.
La laicidad, ¿es un derecho, un deber, las dos cosas o ninguna de ellas? En este asunto de la separación iglesias-Estado, es decir, de la laicidad (laïcité en francés), es ésta la que posibilita y garantiza la libertad de conciencia (artículo 1º de la ley de 1905). De este modo, podemos considerar que la laicidad es el principio y el dispositivo jurídico que permite el derecho a un marco de convivencia de libertad(es) e implica el deber de respetarla; de lo contrario, se vulneran derechos y libertades. Al ser la laicidad un imperativo democrático, ya lo decía Jean Jaurès al equiparar laicidad con democracia en su discurso de Castres de 1904, la laicidad y la democracia son dos términos identicos ( «Démocratie et laïcité sont deux termes identiques») se convierte ésta entonces en un deber para la salvaguarda de la democracia y de los derechos y libertades. Ésta es, por lo menos, mi opinión sobre este asunto.
Martine Cerf, una de las ponentes del coloquio y conocida experta francesa en cuestiones de separación iglesias-Estado, corroboró esta tesis reflejada en el título de uno de sus libros: «Ma liberté; c’est la laïcité». La laicidad como garantía de la libertad: derecho y deber. Amplió su ponencia con un concepto analítico de la laicidad del Estado, que es aquel marco de convivencia donde la neutralidad, el no reconocimiento de una religión de Estado y la separación entre iglesias y Estado se convierten en los requisitos fundamentales para garantizar la libertad de conciencia y la igualdad.
Por consiguiente, la laicidad es derecho, es deber y sobre todo, en mi opinión, un pilar sobre el que se sustenta la República francesa; de ahí que considere que la llamada “trilogía republicana” –“Liberté, Égalité, Fraternité”– se haya quedado corta y sea también un deber, para el bien común de la República (valga la redundancia), añadir tarde o temprano la laicidad o “laïcité” al sacro-laico espíritu republicano. Después de todo, no hay “Liberté, Égalité, Fraternité” sin “Laïcité”.
Más allá de los debates filosóficos (o, si se quiere, teórico-políticos propios de las Ciencia Política, como los que puede sugerir el interesante título sobre el binomio derecho-deber en asuntos de laicidad), el coloquio versó principalmente sobre el papel central que ocupa la laicidad en la República francesa y que he destacado anteriormente, porque la laicidad está íntimamente ligada a la République, y Francia es, a mi modo de entender, el paradigma de la laicidad, de la separación entre iglesias y Estado. Si hay caso en la Ciencia Política, cuyo estudio permita inducir una teoría (política) del Estado laico, ése es el de la República francesa, por lo menos desde la Tercera, que comienza con la derrota de Napoleón en Sedán y que, curiosamente, no nace laica, pero acabará por serlo, convirtiendo la laicidad en la esencia de los sucesivos regímenes republicanos hasta hoy.
Durante el coloquio que me ocupa se plantearon una serie de cuestiones de actualidad, sobre todo a raíz de los conflictos políticos surgidos con la ley del matrimonio de personas del mismo sexo en Francia o el muy mediatizado caso Baby Loup. ¿Cuál es, pues, el estado de la cuestión de la laicidad en Francia tanto teórica como empíricamente? ¿Existen conflictos que permitan hablar de «una laicidad en peligro»? ¿Está Francia aislada en este tema frente a sus vecinos europeos, los cuales, a pesar de ser formalmente laicos, son –prácticamente todos– Estados que privilegian a una iglesia institucionaliza y, por tanto, no son, en honor a la verdad histórica y teórica, Estados laicos? ¿Se trata sólo de una inquietud francesa o es también europea?
Por lo que respecta a la confusión conceptual, la laicidad (francesa) es, en mi opinión, la única laicidad digna de este nombre y, por tanto, el único punto de partida teórico legítimo. El debate conceptual en torno a esta cuestión empieza a ser ridículo y, francamente, una pérdida de tiempo. En el fondo, cualquiera que pone objeciones al modelo de laicidad francés es porque lo rechaza y casi siempre por motivos religiosos. Durante el coloquio se habló de este problema porque, al no existir unanimidad (filosófica, teórica, política etc.) –incluso en Francia– sobre lo que es o no es laicidad, siempre sale a relucir un avispado que cambia el sentido de las cosas para destacar en el mundo académico o político. Hay, sin lugar a dudas, un problema teórico o, si se quiere, mucha ambigüedad conceptual. Mi criterio coincide con los ponentes del coloquio: todo lo que se aparta del espíritu de la laicidad originaria de 1905 –es decir, de la ley francesa de separación– es, en mi opinión, un intento de anular la laicidad sea ésta conceptual, jurídica o práctica. El contexto ha cambiado, naturalmente, pero el objetivo que consiste en separar y, por tanto, hacer que la política sea autónoma, es el mismo. Todo lo demás –como el concepto de laicidad positiva, laicidad abierta, «nueva laicidad» o incluso «la laicidad del reconocimiento» de la que habla el profesor Baubérot (hacia quien tengo gran estima pero con quien discrepo sobre este punto)– no son más que formas de deformar la laicidad como principio teórico y en su aplicación práctica y dar así un lugar destacado a la libertad de religión (que no es lo mismo que libertad de conciencia).
La laicidad de la que hablan los jerarcas católicos no es laicidad: es libertad de religión para permitir que su religión esté presente en todas partes. La laicidad abierta o positiva de Nicolas Sarkozy no es laicidad: es libertad religiosa y voluntad de refundar la República sobre unas supuestas raíces cristianas y volver hacer de Francia la hija primogénita de la iglesia de los católicos. Jean Baubérot tiene razón cuando habla de «laicidad falsificada» en su libro La laïcité falsifiée para referirse a estos ejercicios o intentos de la derecha de desviar la laicidad de su sentido originario, aunque yo hubiese hablado del mismo modo pero en plural es decir de falsas laicidades. Por ejemplo, la laicidad de la que habla Marine Le Pen no es laicidad o, mejor dicho, es «laicidad vergonzante» –“la laïcité honteuse”– como señaló Martine Cerf, porque instrumentaliza el principio republicano para convertirlo en un debate identitario (como también hizo Nicolas Sarkozy) para luchar contra el Islam y fomentar la islamofobia. Incluso hablar de «laicidad a la francesa» –como lo hago a veces en mis escritos, porque es como la entiendo yo y como lo expresaron los ponentes del coloquio– acaba siendo, se mire como se mire, una redundancia: aunque la laicidad no es francesa ni tampoco una excepción francesa, el concepto contemporáneo y liberal de laicidad –que es un neologismo francés que parte del término eclesisástico “laico” – y el modelo de Estado son, ambos, franceses, al igual que el parlamentarismo es de inspiración inglesa, el presidencialismo americano, el semi-presidencialismo francés y el nacionalcatolicismo español. Por tanto, cuando se habla de laicidad no debería ser necesario tener que precisar su sentido francés, pero es mejor dejar las cosas claras.
El modelo o tipo de Estado laico paradigmático es, sin lugar a dudas, el francés y así lo indicó Robert Badinter cuando se refirió a la laicidad francesa como la concepción única de laicidad («la conception unique et rassembleuse de la laïcité»). Hizo naturalmente mención del modelo de separación norteamericano, pero señalando que éste y el francés son dos cosas diferentes; de ahí que cuando hablo, en mis conferencias, de separación iglesias-Estado en Estados Unidos de América, lo hago en términos de secularism o de «Wall of separation» (Thomas Jefferson) y no de laicidad, ya que ni siquiera existe la palabra en inglés. En conclusión, he regresado de Francia con la satisfacción de ver que, al contrario de muchos españoles (que llaman laicidad a libertad religiosa), yo siempre he entendido la laicidad como hay que entenderla, a saber: como la separación estricta entre las iglesias y el Estado.
Una vez aclarada esta primera cuestión de “guerra semántica” entre expertos, la intervención de Badinter –ensayista y político francés, que como ministro de Justicia trabajó por la supresión de las disposiciones legales penalizadoras de las relaciones homosexuales y la supresión de la pena de muerte en Francia– giró en torno a la inquietud por la laicidad tanto a nivel francés como europeo. «La sociedad francesa está presenciando corrientes que ya no tienen el fervor republicano» insistió el antiguo miembro del gabinete de François Mitterrand en referencia a la laicidad. Tras constatar, como Martine Cerf –que hizo una rigurosa ponencia en clave comparativista para demostrar que la mayoría de los Estados de la UE se pretenden laicos, pero en la práctica no lo son, como España (privilegios a las iglesias, competencias en materia de educación, presencia en las instituciones)– Robert Badinter concluyó que Francia está aislada en términos de laicidad y eso en el siglo XXI es preocupante. Badinter advirtió que en la Unión Europea los vientos no son favorables a la laicidad. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos –llamado en Francia Cour Européenne des Droits de l’homme– no está guiado, al menos en este momento, por el principio de laicidad, sino por el de libertad de religión que, como he dicho, no es sinónimo de libertad de conciencia. En conclusión, la filosofía, la teoría y el concepto de la laicidad no están siendo compartidos en el seno de la Unión Europea –que es el marco supranacional en el que convivimos– y, por lo tanto, la inquietud que se expresó durante el coloquio no sólo es nacional (francesa) sino también europea porque la variable europea puede ser un problema para Francia, que es el único Estado que sigue defendiendo la laicidad a capa y espada como lo hacían los mosqueteros del reino. Yo diría incluso, como laicista y estudioso del tema, que la preocupación por la laicidad es planetaria o, mejor dicho, global, porque hay una resistencia mundial a separar lo religioso de lo político.
Ante estos peligros internos (nacional-francés) y externos (europeo y mundial), la laicidad requiere ser defendida y por tanto sigue siendo una misión, una lucha, un combate, como reiteró Jean Glavany, diputado socialista y autor del libro en el que expone su tesis según la cual la laicidad es una misión de paz («La laïcité est un combat pour la paix») y, como consecuencia de ello, se convierte en un deber de cualquier ciudadano. A ello hizo también referencia el franco-catalán Manuel Valls, ministro del Interior del actual gobierno, cuya destacada intervención fue significativa porque demuestra que, ante los conflictos políticos de características político-religiosos y la confusión e incertidumbre que generan, la política es el instrumento legítimo para la gestión de los mismos y es en la política donde radica parte de la solución. En Francia hay conflictos que ponen de manifiesto que la laicidad está siendo atacada. Los hechos están a la vista y el caso Baby Loup –al que ha tenido que hacer frente el propio ministro– lo ha demostrado: un problema relacionado con el velo en el marco de una guardería se politizó en exceso debido a las posiciones divergentes de los tribunales franceses. «Hay un problema de laicidad en Francia» señaló el ministro Valls aludiendo al mencionado caso, un problema, entre otros, que no deja de reflejar una realidad conflictiva propia de la política y que emana del cleavage Iglesia-Estado. El Estado laico es aquel que permite en ciertos casos prevenir y en otros gestionar los conflictos de esta naturaleza. Aun así, el Estado laico no es una construcción acabada sino en permanente construcción. Valls concluyó con sentido común y práctico: «hay que retomar el combate», lo que no deja de tener resonancias kantianas porque si la laicidad, como dice Glavany, es «un combate por la paz» entonces es, como decía el filósofo de Konigsberg, Inmanuel Kant, un proyecto de paz perpetua.
Y como se mencionó a los padres de la laicidad (Buisson, Briand, Combes) y del socialismo francés (Jaurès), quiero citar a éste último para resumir el espíritu que creo es constitutivo de este combate que hay que retomar (como bien dijo el ministro Valls), el espíritu que debe guiar toda lucha por la laicidad y la libertad: «defender los derechos humanos, decía Jaurès, es ante todo desmontar pieza tras pieza los mecanismos por los cuales estos derechos han sido vulnerados y los argumentos en los que se sustentan estas violaciones» ( « Défendre les droits de l’homme c’est d’abord démonter pièce à pièce les mécanismes selon lesquels ils ont été violés et les arguments qui en dissimulent la violation »). En ello consistió esta jornada: en diagnosticar y analizar que hay más de un problema en torno a la laicidad y proponer respuestas. Sobre este último punto, el coloquio fue tímido, tal vez por falta de tiempo, de modo que me tomo la libertad en este artículo de hacer algún apunte sobre lo que se quedó en el tintero.
Con las constituciones de la IV y la V República se constitucionalizó el principio de laicidad. Las leyes de 2004 y de 2010 demuestran que hay una voluntad de mantenerse en el espíritu de la separación consagrada en 1905 pero anterior a ella (leyes de Jules Ferry). Con la presidencia Hollande –injustamente muy criticada– se ha puesto en marcha un Observatorio de la laicidad. Por tanto, se han dado unos pasos políticos, jurídicos e institucionales importantes en materia de laicidad, necesarios además ante los retrocesos que pretendió acometer Nicolas Sarkozy. Asimismo, la reciente Carta de la laicidad llamada “Charte de la laïcité” ha representado una magnífica oportunidad de recordar que hay una moral laica (pública) por encima de las convicciones religiosas (privadas). Igualmente, las posiciones del ministro del Interior francés ante el conflicto Baby Loup o el caso Dieudonné demuestran una firmeza ejemplar en materia de laicidad. Pero, ante las vicisitudes que tal vez se pueden plantear de nuevo entre jueces y magistrados, ¿no sería necesario integrar la ley de 1905 en el famoso Bloque de Constitucionalidad francés? Sería, creo, la forma de dar a la laicidad el blindaje jurídico necesario ante el constante peligro de ser atacada, deformada o falsificada por quienes persisten en imponer una visión religiosa del bien y del mal, porque como decía André Comte-Sponville el Derecho, es decir, «la ley no está para decir lo que está bien o lo que está mal sino sólo para señalar lo que está permitido y lo que está prohibido» (« une loi n’est pas là pour dire le bien ou le mal, mais seulement le permis et le défendu. »).
La imagen es una foto de Aurélien Barbé, con su autorización para la publicación en mi blog. De la izquierda a la derecha están Manuel Valls, Jean Glavany y Robert Badinter.
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