Francia debate sobre su propia identidad, con su modelo laico y republicano como una referencia de partida necesitada de reformulación en un mundo globalizado e intercultural.
Suiza decide, en un gesto que solo puede ser interpretado como un error, recortar la altura de los minaretes en las mezquitas construidas en su suelo. Mientras tanto, los demás países europeos siguen dando bandazos similares, en busca de un modelo que les permita compaginar su discurso sobre los beneficios de la diversidad cultural con su apego a tradiciones que consideran inamovibles, en un contexto que algunos interpretan como amenazante contra las esencias más íntimas de la identidad occidental. En ese marco, aún por definir, la islamofobia se extiende por doquier, en una tendencia que se alimenta de lo peor de nuestros temores al “otro”, sin querer asumir ni nuestra historia, ni nuestro presente y nuestro futuro.
A favor de la corriente que Samuel Huntington impulsó en el verano de 1993- con su visión de un supuesto choque inevitable entre la civilización islámica y la occidental- y con el añadido de una contraproducente “guerra contra el terror”- liderada desde el nefasto 11-S por una administración estadounidense ideológicamente fundamentalista-, se ha ido consolidando un escenario internacional que define al islam como el nuevo enemigo a batir. Así, se ha procurado revestir a ese concepto con todos los ropajes de la peor especie- desde antidemocrático hasta directamente terrorista, pasando por machista, violento y retrogrado-, con el fin de identificarlo como una amenaza de orden global que pondría en peligro nuestra propia supervivencia como civilización.
Interesa recordar en este punto que la historia reciente nos vuelve a demostrar que las civilizaciones no son actores homogéneos en ningún caso- ahí está el alineamiento en 1991 de países árabo-musulmanes con Washington, en su oposición armada a la invasión iraquí de Kuwait-, sino que cada país se mueve por intereses y entra en diálogo o colisión con otros en función de ellos, al margen de otras consideraciones culturales o religiosas. También conviene destacar la interesada confusión de quienes promueven que islamismo político y terrorismo internacional- que algunos denominan impropiamente “terrorismo islámico”- son la misma cosa. Quienes así actúan buscan generar la impresión de que los más de 1.500 millones de musulmanes que hay en el planeta (de los cuales solo unos 280 millones son árabes) son, en una visión tan simplista como interesada, terroristas en potencia y deben ser, por tanto, controlados cuando no directamente señalados como enemigos.
Para el conjunto de Europa, y aún más en casos como España, este tipo de aproximaciones a una realidad mucho más compleja debería ser interpretado como mínimo como un insulto a la memoria histórica. Si la identidad europea es todavía algo con sentido, solo puede entenderse como el resultado de la conjunción de señas cristianas, judías e islámicas, sin que estas últimas sean de menor importancia que las anteriores. Sin el reconocimiento a la labor estos últimos realizaron, tanto en el terreno de las ciencias como de las artes y las humanidades, estaríamos sencillamente incompletos como europeos.
Si miramos al presente, los datos conocidos tampoco validan el temor que se respira cada vez con más fuerza en ciertos círculos de opinión. Por una parte, de los casi 500 millones de habitantes europeos solo unos 18 millones de personas se identifican a sí mismas como islámicas o musulmanas. Aunque a éstos haya que sumar una indefinida cantidad de personas en situación irregular- que podría llegar hasta los cinco millones- resulta muy forzado identificarlos directamente como una amenaza a nuestras vidas.
No solo varias generaciones de ellos han nacido ya en territorio europeo y han sido formados en nuestros sistemas educativos, sino que además contribuyen de forma muy positiva al mantenimiento de nuestros sistemas productivos y nuestras redes de asistencia y protección social. Dicho de manera muy clara- y, si se quiere, en términos estrictamente contables- son, hoy por hoy, un buen negocio en la medida en que reportan a cada uno de los Estados en los que residen mucho más de lo que reciben de éstos.
Finalmente, si miramos al futuro la conclusión no puede ser más obvia: el problema no es que vengan, como algunos nos quieren hacer ver, sino que el verdadero riesgo es que no vengan. En el contexto de acusado envejecimiento de las poblaciones autóctonas europeas, si esto último ocurriera nuestros alabados modelos de Estado de bienestar sencillamente colapsarían mucho antes de que lleguemos a mitad de siglo. Visto así, y sin jugar al alarmismo y a la confrontación como vía de escape a problemas internos en un marco de crisis económica como la que actualmente sufrimos, el esfuerzo a realizar debería ser el de crear marcos de convivencia que sirvan para integrar a todos los que coinciden en un mismo territorio. Integración no es asimilación, sino que obliga a las dos partes a moverse de sus referencias iniciales para construir un espacio común que solo puede estar fundamentado en la aplicación plena de los derechos humanos, y no en las costumbres o tradiciones por muy simpáticas que algunas nos puedan parecer.
Significa, también, eliminar cualquier intento por consolidar limbos o espacios al margen del Estado de derecho y reconocer los mismos derechos y deberes para el conjunto de los ciudadanos de cada territorio. Ésa es la única vara de medida que deberíamos emplear para juzgar el comportamiento de todos los que conformamos las distintas sociedades europeas. Y ni esos derechos humanos ni ese Estado de derecho dicen nada contra la altura que deben tener los minaretes o contra la celebración fiestas de honda raigambre en determinadas colectividades tan europeas como los descendientes directos del mismo Carlomagno.
Jesús A. Núñez Villaverde – Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria