Es apabullante la impunidad de los profesionales de la palabra evangélica. ¿Por qué callan los católicos?
El modo cómo las autoridades eclesiásticas y la propia sociedad tratan los casos de pederastia y abusos sexuales perpetrados por sacerdotes demuestra que este país mantiene todavía una relación insana con una religión acostumbrada a operar en posición de monopolio oficial.
Sorprende el extraño temor de Dios (o de la Iglesia que es un poder más real y concreto) que opera sobre las conciencias, a pesar de los progresos de la laicidad. Tener conflictos con los curas da miedo. Que las víctimas oculten los hechos o se resistan a denunciarlos tiene su lógica: una mezcla de temor a las represalias de los agresores, de vergüenza y de culpa. Pero que muchos padres prefieran pasar página y tratar de olvidar antes que ayudar a sus hijos a denunciar los abusos, da cuenta de la influencia que ciertos tabús y la capacidad de coacción de la Iglesia mantienen sobre las personas. La sombra de los años del franquismo es alargada. La Iglesia era entonces un brazo ideológico y represivo del poder y de un conflicto con ella sólo se podía salir perdedor. Hoy la Iglesia tiene mucho menos peso. Ha perdido todas las batallas que ha dado contra las reformas legislativas en materia de derechos y libertades. Y, sin embargo, sigue asustando. Desde la propia política y desde algunos medios no se tratan los abusos de eclesiásticos con la misma exigencia que se aplica a crímenes parecidos sin curas implicados.
Resulta espeluznante que el criterio que rige la respuesta de los dirigentes eclesiásticos sea ocultar los hechos en nombre de la defensa de la imagen de la Institución. Para los funcionarios de Dios la reputación prevalece sobre el crimen. Ellos que disfrutan tronando contra comportamientos socialmente aceptados y legalmente reconocidos, de la homosexualidad al divorcio, del aborto a la libertad sexual, pero contrarios a su restrictiva moral, protegen a unos criminales que han utilizado su poder y autoridad para violar y humillar a personas indefensas. Sólo cuando los escándalos toman ya dimensión pública, aplican alguna sanción interna. Raramente denuncian a los culpables ante la Justicia. Y, a menudo, mantienen en sus cargos a personas conocidas como corruptores.
En fin, es apabullante la impunidad de los profesionales de la palabra evangélica. La sensación de que todo está permitido es directamente proporcional al poder del que se dispone. Supongo que hablar en nombre de Dios todopoderoso puede confundir a cualquiera. Pero cuando un obispo utiliza como coartada que la justicia divina está por encima de la humana y que Dios será el que dé el verdadero veredicto y el que perdone a los pecadores, no sólo estamos ante un enorme desprecio a las víctimas. Se está asumiendo doctrinalmente la impunidad del criminal. El papa Francisco ha abierto alguna rendija para sacar los abusos a la luz, pero se nota como empujan los suyos para mantener las puertas y las ventanas bien cerradas. ¿Por qué callan los católicos?