La parroquia barcelonesa de Santa Ana ha decidido rechazar dos subvenciones municipales por un importe conjunto de 5.000 euros. Dice su párroco, Peio Sánchez, que le parece poco y, para eso, mejor nada. La parroquia, explica, no depende del consistorio para su supervivencia, de modo que puede seguir con sus labores sin esa cantidad. Vaya por delante que esta iglesia es de las que tiene fama de atender a personas con problemas de subsistencia. Es decir, que el dinero no iba destinado a pagar las lujos de cardenal ni a financiar la compra de cálices de oro, elementos suntuarios que caracterizan a la mayoría de las iglesias con el argumento de que para dios, nada es suficiente. Es una gran ventaja eso de servir a dios porque, como decía Gaudí cuando se le hacía notar la lentitud de las obras de la Sagrada Família, es un cliente que se queja poco. Eso sí, cuando se enfada y pese a su infinita bondad, llena el mundo de plagas. Sus representantes, en cambio, se quejan un montón. Un día porque les critican y otro porque las leyes no se ajustan a su voluntad. Incluso, como en el caso del rector de Santa Ana, lamentan que les den poco dinero. A la hora de pedir, se diría que les ha hecho la boca un fraile.
Peio Sánchez no miente cuando dice que no dependen del Ayuntamiento de Barcelona para sus actividades caritativas. No miente, pero no dice toda la verdad. Su principal fuente de financiación, incluido el sueldo de los sacerdotes, procede del erario público. Recuérdese además que la Iglesia católica, a la que pertenece la parroquia de Santa Ana, no paga IBI, pese a que en los evangelios se narra una anécdota muy clara al respecto. En Mateo 20, 17 y siguientes unos fariseos preguntan a Jesús de Nazaret si hay que pagar impuestos y éste responde que hay que dar al César lo que es del César. La Iglesia católica ha preferido pasar por alto el cumplimiento de este mandato de quien reconocen como su fundador.
Desde Santa Ana se practica la caridad, un paliativo de la falta de justicia social. Una justicia social que dispondría de muchos más recursos si la entidad que agrupa a los católicos pagara impuestos y no hubiera que mantener a sus sacerdotes. Europa Laica estima el coste en 11.000 millones de euros anuales. Un dinero que en manos de los organismos públicos correspondientes daría para mucho. Ahora, además de para ayudar a algunos pobres, ese dinero se emplea también en mantener emisoras de radio y un canal de televisión que se caracterizan por su escasa caridad (se descalifica muy poco cristianamente a los no creyentes, gobierno incluido) y cierta tendencia a lo rancio. También se financia la compra de vestiduras lujosas para obispos (sedas moradas) y cardenales (púrpura), además de los “anillos de pescador”, que no son nunca de hojalata, y la indumentaria que utilizan en los festivales internos (misas y otros oficios), casullas, albas, dalmáticas y mitras, entre otros complementos. Ninguna de estas piezas utiliza tela de saco.
Cuando la Iglesia Católica presume de practicar la caridad pasa siempre por alto añadir que la practica con dinero de los demás. Algunos de sus dirigentes han tenido, además, la desfachatez de amenazar con reducir las aportaciones del episcopado a Cáritas si se disminuían los ingresos públicos o se les obligaba a pagar impuestos, sin añadir que representan menos de un 3% de su presupuesto.
El dinero público sirve también para mantener en Madrid el lujoso piso en el que vive el obispo Antonio María Rouco Varela, valorado en 1,2 millones de euros y que, por supuesto, exento de impuestos ya que se supone que se dedica a labores de culto, aunque cueste un poco identificar de qué culto se trata. Tal vez el culto a la personalidad que se rendía a dirigentes de otras organizaciones. O tal vez a la exaltación de la pobreza.
Sólo con vender el piso y pagar los impuestos correspondientes se podrían financiar muchas de las obras de caridad de la parroquia de Santa Ana.
Y no es sólo Rouco Varela; el que fuera obispo de Barcelona, Ricard María Carles, también se instaló en un palacete con una superficie de 745 metros cuadrados, distribuidos entre planta baja y dos pisos, además de disponer de chófer para un Audi 6 y personal de servicio. Más o menos como Jesús.
La verdad es que, visto lo visto, las quejas del párroco de Santa Ana parecen verdaderas jeremiadas. Y eso que él, el dinero, no lo invierte en lujos, aunque ya se verá si llega a obispo.