Desde el movimiento cristero en el México revolucionario, no se había producido en la América Latina una reacción tan virulenta de la Iglesia católica contra reformas sociales largamente anheladas, como la desatada en la Cuba de 1960. Cierto es que hubo zafarranchos menores durante aquel movimiento animado por Juan Marinello, Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring y otros, para luchar –contra el intento de introducir en la Constitución de 1940 la educación católica en las escuelas públicas– por una escuela laica y democrática, por la escuela cubana en Cuba libre. Durante aquella campaña cívica y cultural, llevada a cabo a inicios de los años 40, habían tenido lugar agudas confrontaciones del catolicismo más reaccionario con la intelectualidad cubana más avanzada. Algo similar había ocurrido en Venezuela durante la discusión de la Constituyente convocada luego del golpe cívico militar de 1945. Pero ninguna de esas reacciones, salvo la guerra cristera, se puede comparar con las reacciones atrabiliarias de la mayoría del clero radicado en Cuba ante el desarrollo del proceso revolucionario cubano. Digo radicado en Cuba, porque en su mayoría no eran nativos del país, sino extranjeros y entre ellos predominaban los de origen español, muy identificados con el régimen totalitario nacido del derrocamiento de la República española a raíz del golpe fascista y la guerra civil.
Cuba difiere con la mayoría de los países de América Latina y el Caribe en lo que respecta a la influencia del clero católico. Para quienes hemos revisado durante años los anales de nuestra breve historia patria no ha sido raro tropezar varias veces con datos reveladores del menor arraigo y autoridad de la Iglesia romana –judeocristiana– sobre el pueblo cubano. Mejor dicho, sobre las mayorías populares que se caracterizan por su adhesión a una policromía de creencias sincréticas. A pesar de variados y serios esfuerzos de adaptación sintetizadora, hay nítidos contrastes en cuanto adhesión, fervor y sumisiones, entre lo observable en México, Nicaragua, Colombia, por citar algunos ejemplos. Salvo el 17 de diciembre, día del San Lázaro reconocido a regañadientes, no recuerdo otra devoción pública tan masivamente demostrada. Y ojo, ese San Lázaro, como la Santa Bárbara, tiene más filiaciones con la Regla de Ocha, mal conocida como santería, que con el cristianismo.
Cuando decidí abordar el delicado tema de las relaciones de la Iglesia católica con la sociedad y el Estado cubanos, lo hice por lo bastante tergiversado del tema. Según se ha presentado la cuestión por los panfletistas del anticastrismo, la Iglesia católica cubana parece la víctima pasiva e inocente de una feroz persecución que la condujo a sumergirse en las catacumbas como en los tiempos romanos. A pesar de lo espinoso, sensible y mitificado del tema y de las previsibles repercusiones de lo que voy a decir, he decidido evocar los acontecimientos que condujeron a una cierta tensión y que hoy día parece superada por ambas partes. Creo imprescindible mencionar ligeramente algunos precedentes históricos a favor de mi interpretación de los hechos.
Allá por los siglos de la colonización antillana y por supuesto de la evangelización forzada (Lewis Hanke se hizo eco de un documento respecto de que los indígenas antillanos, al salir de aquellos improvisados templos de palos y paja, se arrancaban la ropa que les habían obligado a ponerse), el clero que sobrevivió a la estampida aurívora no parece haber desempeñado con éxito sus tareas pastorales. Una comunicación del obispo Bernardino de Villalpando a Felipe II en 1561 reconocía la existencia de sólo cinco clérigos. Cuando llegó Pedro de Valdés a la gobernación de la isla, a principios del siglo XVII, halló que dos tercios de la población eran cristianos nuevos (vulgo, marranos). Hacia 1620 se contabilizaban sólo ocho iglesias. José Rivero Muñiz me mostró un documento de aquella época en que denunciaba que conventos de monjas habían servido de prostíbulos a la marinería de la Carrera de Indias. Entre 1680 y 1790 se formó un clero criollo del cual brotó una elite ilustrada, pero se eclipsó con la crisis colonial de 1810. Manuel Moreno Fraginals señaló en su tiempo la despreocupación clerical por las dotaciones de esclavos traídos del África. De manera que no debe extrañarnos que una perspicaz y devota observadora como la sueca Federica Bremer dejara notas de asombro como ésta: “Rezando en la iglesia casi no vi a nadie. Los curas caminaban de aquí para allá, balanceando incensarios humeantes y encendiendo bujías, y ocupándose en diversas ceremonias sin devoción alguna”. Y esta otra perla: “Se cuenta que el clero es bastante poco religioso, que la mayoría vive en opuesta contradicción con sus votos, y se asegura que la religión… ha muerto” (sic). Quizás la escritora fue la primera en destacar el carácter social de la asistencia al templo desarrollado por las clases dominantes criollas: “Vengo de asistir a misa en la iglesia de Matanzas (…) He visto el gran desfile de los que ocupaban la nave central de la iglesia: había damas hincadas de rodillas sobre decorativas alfombras; muchas eran bellas y todas venían en gran toilette de seda y terciopelo, con joyas y flores, y tenían los brazos y el cuello al aire; todas con ligeros velos negros o blancos sobre los rostros, y vestidas como para un baile, estaban claramente más preocupadas por su apariencia que por los misales. En torno a ellas, filas de señores bien vestidos, de pie, claramente más preocupados por mirar a las damas que por otra cosa”.
Tres meses fueron suficientes para aquilatar las peculiaridades de la filiación religiosa cubana. Textos de Manuel de la Cruz y Juan Gualberto Gómez han corroborado el epidérmico cristianismo imperante en la isla durante el siglo XIX. Indiferencia fue el término acuñado. Eso tiene dos lecturas en una región bajo el dominio de la España ultramontana.
Hay que recordar además que después de la emancipación americana, en donde tantos sacerdotes mostraron sus inclinaciones independentistas, como el cura Hidalgo, Morelos, Cortés Madariaga, Varela, por dar algunos ejemplos, comenzó un fuerte predominio de ensotanados hispanos sobre los criollos. Lo cual explica nítidamente que durante las guerras independentistas cubanas la Iglesia católica estuviese totalmente del lado colonialista. Esto dio pábulo a una obra de Emilio Roig de Leuchsenring que alimentó aún más el anticlericalismo existente. Puntos menos e irrecuperables. Y esta composición extranjerizante perduró durante la República. La institución católica llegó a la República identificada como adversa a la independencia y, por ende, a la naciente nación cubana. No lo destacamos para estigmatizar, porque siempre pueden hallarse excepciones y explicaciones, sino para comprender la tónica hispanizante y la fragilidad de las autoridades católicas. Vulnerabilidad que se acentúa a raíz de la asonada franquista y la caída de la República española que tantas simpatías despertó en Cuba y particularmente en la intelectualidad. Sólo el Diario de la Marina, que no se había desprendido del todo de su imagen pro colonialista en el siglo XIX, se pronunció por el falangismo que asesinó a la República española.
Dos cosas más, así de elementales, pueden añadirse: la crónica vinculación solidaria de las altas jerarquías con los gobiernos autoritarios y dictatoriales, primero de Gerardo Machado y, luego, el de Fulgencio Batista. Y no menos relevante, la ausencia de interés por compartir los dolores, padecimientos y anhelos sociales de las mayorías en razón del permanente contubernio con los sectores sociales opulentos y poderosos. En la muestra de una encuesta practicada en 1954 por la Agrupación Católica Universitaria, sobre 4 mil personas mayores de 18 años, a la pregunta acerca de la preocupación del clero católico por los pobres sólo 31 por ciento contestó a favor.
Cuando Batista dio el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, el cardenal Manuel Arteaga se apresuró a presentarle sus respetos como nuevo mandatario, lo cual fue percibido, obviamente, como un reconocimiento y condonación al quebranto del orden constitucional. La excepción tuvo lugar a raíz del 26 de julio de 1953, cuando el arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes, levantó su voz para decir públicamente: “Nuestro deber sagrado de velar por los intereses morales del pueblo que nos lo ha confiado, nos obliga a terciar en esta contienda hasta donde es posible, ayudando a encontrar los caminos de la comprensión, de la fraternidad y de la paz”. Luego el silencio. No fue hasta fines de 1958 cuando la crisis del régimen dictatorial se venía encima, como en el caso de la tiranía trujillista, que el episcopado trató de presentarse como instrumento de mediación. Mismo año en que Roig de Leuchsenring daba a conocer la obra que venía elaborando hacía años, La Iglesia católica y la Independencia de Cuba, auspiciada por La Gran Logia de Cuba.
Con esa carga negativa acumulada en su haber las jerarquías católicas llegaban al gran desafío que presentaba una revolución depositaria de las tradiciones revolucionarias más radicales de los movimientos independentistas de 1868, 1895 y 1933. Movimientos frustrados por las coyundas de poderes a los cuales no habían sido ajenos los jerarcas católicos. Revolución que traía en su agenda un amplio programa que afectaría en lo material y espiritual a las estructuras en donde malamente se había enquistado esta institución religiosa durante los siglos constitutivos de un pueblo nuevo enfrentado a numerosos obstáculos para cristalizar como comunidad humana con rasgos propios en el concierto universal.