Decía en mis dos comentarios previos que los hechos son tercos. Pero más tercos son los seres humanos. Los éxitos electorales de las derechas en Latinoamérica tienen más que ver con la reacción de una sociedad estamentaria en contra del discurso de expansión de derechos que propugna la izquierda. Pero, si la dimensión religiosa es la más relevante, como pretenden advertirnos Blancarte y Barranco en su libro, Brasil y Guatemala son buenos ejemplos del supuesto peligro pentecostal que ambos denuncian. En la república chapina hay 42% de protestantes y el éxito del discurso religioso evangélico en la política es evidente. Chiapas, al otro lado de la frontera, es la entidad mexicana adonde más han crecido las feligresías protestantes. Hoy día sólo 58% de los pobladores se reconocen católicos. Pero, detalle relevante, ello no significa que sea protestante el 42% que resta. En Chiapas hay alrededor de 12% de personas que declaran no tener religión.
Los antropólogos nos aclaran esto. En Chiapas tienen religión quienes se han convertido a credos religiosos diversos de la tradición comunitaria. Quienes permanecen en la tradición, por tanto, no tienen religión. Sí tienen religión evangélicos, católicos renovados por la pastoral post-conciliar católica (indianista) y musulmanes. No tienen religión quienes practican el conjunto de rituales sincréticos, anclados en cada comunidad, que las y los antropólogos han descrito exhaustivamente durante las últimas décadas.
Lo impresionante es que el Inegi no haya caído en cuenta de que su categorización está ocultando un fenómeno relevante: que en Chiapas hay otra u otras religiones fuera del canon clasificatorio occidental. La categoría “no-religión” del censo mexicano se diseñó para quienes se denominan “librepensadores”, pero está llena –al menos en Chiapas– de gente muy religiosa que cree en cosas que la mente occidental “moderna” ni siquiera reconoce como religión. Recordemos que en la clasificación censal brasileña, al parecer, sí existe un rubro para “religiones afro-brasileñas”.
Veamos cómo aborda Barranco este tema. En su ensayo “AMLO: homo religiosus o animal político” (pp. 119-134) del libro AMLO y la religión (2019), nos dice que “el sábado 1 de diciembre de 2018, … los mexicanos presenciamos dos ceremonias de naturaleza diferente: una secular y otra simbólicamente religiosa. Por un lado, [AMLO] asumió constitucionalmente el poder republicano, y por la otra [recibió] el ‘bastón de mando’, así como el ritual de purificación desde la cosmovisión de los pueblos indígenas, que no distinguen la separación entre el poder político, el militar y el religioso” (pp. 128-129).
Sobre el evento, el juicio de Barranco es enfático: “¿En el Zócalo se violó la reglamentación en materia religiosa y el carácter laico del Estado? Sin duda, pero a nadie le importó.” (p. 133). Lo mismo concluye Blancarte, quien critica que el Presidente Constitucional haya portado la banda presidencial en una ceremonia en la que se le entregó un Cristo y se aludió a Ometéotl, y donde se invocó a la Virgen de Guadalupe y a Tonantzin. Señala que el mandatario “acudió a la ceremonia new age, a sabiendas de que se estaban violando varias leyes, entre ellas la de Asociaciones Religiosas y Culto Público” (p. 72).
Barranco no se saca de la manga su duro juicio. Antes de llegar al mismo, nos explicó cómo AMLO sacralizó su candidatura no sólo usando “alegorías cristianas sino también… rituales mesoamericanos y chamánicos” (p. 124). Señaló que “siendo el pueblo mexicano mayoritariamente creyente, … maniobró lo religioso como vehículo eficaz de identificación sobre todo con los estratos más pobres de la población” (p. 122). Interpretó que el éxito obradorista fue presentarse como el “saneador de la historia, un purificador de las almas políticas retorcidas de este país” lo que tuvo un gran éxito en el ambiente de hartazgo y fastidio populares frente a la corrupción generalizada (p. 123).
Podríamos coincidir sin problema en todo lo anterior, porque lo que Blancarte & Barranco afirman ocurrió efectivamente. Pero la pregunta relevante, aunque parezca una obviedad, es si estamos realmente frente a actos religiosos en el sentido al que se refieren las prohibiciones de las leyes laicas del Estado mexicano. Blancarte & Barranco piensan que sí y por ello concluyen que la ceremonia del 1 de diciembre de 2018 es una violación al Estado laico.
Pero esa no es la única conclusión posible. El 9 de enero de 2020, en el local de Morena Coyoacán, Barranco coincidió con Enrique Dussel hablando de estos temas. Esa tarde, Dussel hizo el elogio del “vehículo eficaz de identificación” que mencionó Barranco. Recordó a la audiencia que el lenguaje social de los fenómenos políticos y religiosos siempre ha coincidido. Dussel no veía malo, en este sentido, que la política se “sacralizara”, puesto que cualquier acto político para ser efectivo, históricamente relevante y socialmente representativo debe afianzarse en los sentimientos populares. La audiencia –liderada por militantes laicos formados en un viejo juarismo más bien formalista– tendió a darle la razón a Barranco, aunque no hubo un debate claro y abierto. Don Enrique y don Bernardo se quieren demasiado para reconocer que sus ideas están confrontadas. Cosa interesante, cuando terminó y salió la gente, se pudo ver la esquina donde despacha la secretaria-recepcionista del partido, abajo de una escalera. En la pared detrás de un escritorio estaba colocada propaganda de Morena 2018 junto a una imagen de bulto de la Virgen de Guadalupe. Decía un republicano español: “La escuadra la mandan los cabos”.
Ahora bien, los filósofos de la liberación preguntaban, en los años setenta desde dónde se emiten las opiniones, ¿cuál es la posición epistemológica desde la que se observa la realidad?
Blancarte no es muy claro en este punto, aunque su referencia constante a las normas jurídicas que AMLO ha violado en la materia lo ubican, acaso, en mismo campo social que ocupan los formalistas kelsenianos. Ayuda ver cómo describió el evento del 1 de diciembre en el Zócalo: “La ceremonia, bautizada como Xochitlalli, es una magnífica representación de lo que está detrás de las formas de creer del presidente y de sus asesores en la materia: una concepción nativista que remite a fuerzas cósmicas y paraísos perdidos de los pueblos indígenas, remodelada por mestizos y blancos, donde se mezclan símbolos católicos y prehispánicos para generar una cosmogonía de tipo new age” (p. 72). Blancarte no dice qué le gusta pero sí qué le disgusta. Blancarte no es nativista (¿es cosmopolita y/o universalista?); no cree en fuerzas cósmicas (¿confía en la ciencia empírica solamente?); no le gusta hablar de los paraísos perdidos (¿es un realista y/o practicante de la Realpolitik?); desconfía de lo que creen los pueblos indígenas, porque esa creencia es “remodelada” (¿adulterada, manipulada?) por mestizos y blancos (¿los indios no serían capaces de tal complejidad?); no le convence la mezcla de símbolos y la califica de “tipo new age” (¿al igual que los conservadores católicos y evangélicos que denuncian el new age como parte de la conspiración para destruir la religión cristiana tradicional?).
Barranco, que es un expositor más claro, nos explica mejor su posicionamiento epistemológico. Luego de describir la ceremonia Xochitlalli, concluye: “Cargada de símbolos fue la ceremonia de sanación en medio de los colores, aromas a copal y sonidos de caracoles en el mismo espacio físico dominado hace 500 años por los rituales náhuatles [sic]. También allí la imponente catedral metropolitana, espectadora de los rituales que consideró paganos, majestuosa testigo, silenciosa, temiendo quizá la pérdida de centralidad que tuvo en otras épocas” (pp. 132-133). Bastante claro: la ceremonia es interpretada en clave de resurgimiento de lo indio y lo pagano, un evento que hace perder la centralidad a la iglesia católica que ha condenado lo indio y lo pagano a la marginalidad desde el siglo XVI. Barranco se duele con la majestuosa y silenciosa testigo. Barranco se asume parte de la centralidad católica mexicana.
Federico Anaya Gallardo