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Como todos los españoles, yo también fui católico. Me bautizaron, hice la primera comunión con el miedo en el cuerpo para que mis dientes no tocasen la sagrada forma, me negué a la confirmación porque me parecía ridículo, me casé por la iglesia por distintas cuestiones que no vienen al caso pero siendo ateo desde los quince o dieciséis años. Entonces, cuando era un chaval, apenas había diferencias entre una escuela pública y un colegio privado, en ambas instituciones lo más importante eran las oraciones, saber rezar como Dios manda, pero tan importante como los rezos era el miedo. Recuerdo con tristeza el tiempo que dedicaban maestros y curas, siempre presentes en mi escuela pública, a explicarnos lo que ocurría en el infierno, las torturas interminables, el fuego que no se consumía, la imposibilidad de salir de él dado que Dios ya había mostrado su generosidad dándote la oportunidad de arrepentirte en el último momento. El infierno era el castigo eterno, el miedo que atenazaba las vidas aquí, que nos convertía en sumisos, que execraba de la libertad. Era un crío con una imaginación loca y esas truculentas descripciones de lo que iba a ser de nosotros en el futuro me provocaron muchas noches de insomnio, pensando en si me moría de repente, sin darme tiempo a arrepentirme de mis inmensos pecados, entre otros el de haber nacido. No puede haber algo más perverso.
Las enseñanzas religiosas de maestros, curas y frailes me dejaron limpio de toda fe. Luego vino lo que vi, cuando ya éramos adolescentes, ese inmenso amor de los frailes por los púberes y el egoísmo que yacía en el fondo de la mayoría de los representantes y acólitos de la Iglesia Católica española, que es la que conozco. Me preguntaba con frecuencia por qué los clérigos sentían tanta predilección por los ricos y poderosos, por la gente con títulos nobiliarios, por los nuevos ricos, por los que mandaban gracias a la dictadura. Estaba claro, como institución contraria a lo predicado por Jesucristo, compendio de doctrinas orientales recicladas, la Iglesia Católica española vivió durante la dictadura franquista uno de los periodos más felices de su existencia, no había acto, celebración o inauguración de pantano sin le presencia de un cura, no había banquete que se considerase tal si en la presidencia no se sentaba un fraile, no había fiesta sin que el párroco o su superior diesen la bendición a los festeros, tampoco libro que saliese de la imprenta sin su visto bueno, ni conducta bien valorada sin su preclara información.
Pasado el tiempo, me vine a preguntar qué movía a los católicos para creerse con derecho a tener otra vida después de la terrenal, esa vida que viene después de la muerte material y que nos llevaría a vivir a la derecha del padre siempre que hubiésemos sido buenos católicos. Claro, yo veía a los buenos católicos, asistí tantas veces a sus liturgias que aún podría recitar una misa de corrido dejándome muy pocas cosas. Veía lo que hacían los representantes de Dios en la tierra, sus amistades, sus costumbres, el desprecio que sentían hacia más de la mitad del país, a las mujeres, que ni podían ordenarse, ni participar en la decisiones de la empresa ni siquiera decidir sobre su propio futuro, condenadas como estaban a ser fieles servidoras del Señor y de los hombres, a cuidar del rebaño en el seno de la familia, a limpiar la iglesia y la morada del profesional, a vivir sin vivir en ellas, esclavizadas por una religión que les daba un rango de inferioridad manifiestamente despreciable. Claro, ese orden de cosas, ese refinamiento en la maldad, esa defensa del perverso orden instituido por la violencia y la represión, daba a predicadores y seguidores la oportunidad de vivir otra vida después de morir, pero no como la de los musulmanes, llena de gozo y alegría, sobre todo para los machos, sino contemplativa, alejada de lo mundano, espiritual la llaman ellos. Sin embargo, yo que no deseo más vida que la que tengo, que aspiro a que los seres humanos vivan libres e iguales, a que la justicia sea igual para todos, a que nadie pase necesidad, a que la guerra y la violencia desparezcan de la historia, a que se respete a la Naturaleza, soy un puñetero materialista.
La rapacidad para acumular bienes muebles e inmuebles sin aportar ni un céntimo al Erario, iguala al de las corporaciones transnacionales más depredadoras
En los últimos años, gracias a una ley puesta en vigor por el Sr. Aznar, la Iglesia Católica española ha puesto a su nombre más de treinta mil inmuebles, que van desde la Mezquita de Córdoba hasta el Hogar Social de Topares, Almería. Decía el jefe de la multinacional que su reino no era de este mundo, pero parece ser que el de sus delegados sí que lo es. La rapacidad para acumular bienes muebles e inmuebles sin aportar ni un céntimo al Erario, iguala al de las corporaciones transnacionales más depredadoras. Por otra parte, muchos creen que la Iglesia Católica ha perdido poder en los últimos años ante los avances en la secularización de la sociedad, pero esa afirmación se desvanece en cuanto se valoran datos tan incontestables como que es la primera propietaria del país después del Estado, que adoctrina en los colegios concertados pagados con dinero de todos a casi la mitad de los niños y adolescentes del país, que preside la inmensa mayoría de los festejos y fiestas de los pueblos y ciudades de España, que tiene a su servicio al principal partido de la oposición y que controla una parte muy considerable del Patrimonio Histórico-Artístico español aunque el mantenimiento corra a cargo del los Presupuestos Generales del Estado.
Hace unos días, la jerarquía eclesiástica española eligió como nuevo jefe a Luis Argüello, arzobispo de Valladolid, un hombre mucho más preocupado por lo que pasa en la tierra, sobre todo en España, que por lo que sucede en el reino de los cielos. De ideas muy próximas a las postuladas por el Partido Popular y Vox, defiende el sacerdocio estrictamente varonil, reservando para la mujer el papel sumiso y secundario que siempre ha tenido en su empresa; da una importancia mínima a los abusos sexuales perpetrados por miembros de su empresa durante décadas y no muestra el más mínimo interés por la creciente desigualdad que impide vivir con dignidad a la mayoría de los habitantes del planeta. Está claro que la Iglesia Católica española ha optado una vez más por las posiciones más conservadoras, por mantener sus privilegios y el control que ejerce sobre la vida de los españoles. No hay en su trayectoria ni un gesto renovador, sino una ambición desmedida por volver al pasado, a la tradición, a los patrones más conservadores, a dejar todo como está en la seguridad de que los buenos creyentes sabrán valorar lo que tienen prometido para el día después de la Extremaunción. Y es que, así es la generosidad católica. Esta vida son cuatro días mal contados, y lo bueno viene después.