“La libertad de no creer es la primera libertaddel ser humano”
(Paul Kurtz, Free Inquiry)
El mundo de los siglos futuros, basado en la libertad y la igualdad de los humanos, verá la historia de las religiones como una anécdota sangrienta en la evolución de las creencias. Será una dura batalla incruenta, pero, al fin, se impondrá el laicismo o la laicidad como la suprema ley de la convivencia. La fragmentación de los diferentes credos hará imposible la unidad religiosa, tan largamente perseguida por los medios más inconfesables, casi todos ellos violentos e incompatibles con la dignidad humana. En especial utilizados por la Iglesia Católica, cuyos métodos criminales han sido analizados al detalle en los diez primeros siglos de su historia por Karl Deschner en los tomos ya publicados en español de su Historia criminal del cristianismo (Martínez Roca, tomo 9 en 1998). La “unidad espiritual de la humanidad”, tan deseada por Mircea Eliade, sólo será posible si triunfa la visión laica de la religión, es decir, la absoluta libertad de pensamiento y de creencias, con el máximo respeto a la conciencia libre.
Admitiendo que “la experiencia religiosa es la experiencia esencial del hombre”, como afirma el teólogo Julien Ries, incansable estudioso del ‘homo religiosus’(Lo sagrado en la historia de la humanidad, 1988), hay que insistir en la índole personal e íntima de la fe religiosa, a pesar de las manifestaciones más recientes de los teólogos más progresistas, como Leonardo Boff, quien declara que “las verdades de fe son un resultado histórico, no cayeron ya maduras del cielo”; o el español Juan José Tamayo, profesor de la Escuela Bíblica de Madrid, para quien “la luz de la fe no es individual sino comunitaria, y sirve para ‘desarrrollar’ el dogma(…) porque los dogmas tienen que ser interpretados(…) son afirmaciones humanas sobre la palabra de Dios” (“Dogma”, en Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, 1993). Pero se olvidan de que la salvación del hombre, objetivo final de la fe y del dogma, es un premio que ha de ganarse cada ser humano, personalmente, como afirma la ortodoxia católica tradicional y respalda el sentido común. No puede existir la salvación colectiva, como tampoco la condenación eterna sin discriminación individual. Como enseña el catecismo, el Juicio post-mortem ha de ser particular, sin apelación posible a las creencias de la colectividad. La única esperanza es que el Supremo Juez dicte su sentencia sobre los actos derivados de la conciencia libre, responsable último de la racionalidad de los seres humanos.
I Fe y ciencia
Aseguran los interesados que Dios goza de buena salud. O, dicho más dramáticamente, que “se resiste a morir”. Cada vez más investigadores, según afirma el antropólogo español Pablo Jáuregui, están enterrando el hacha de guerra que durante siglos ha enfrentado a la ciencia con la religión, y sugieren que la investigación científica no tiene por qué estar reñida con la fe religiosa. Idea que repite, insensatamente, un científico español, Antonio Fernández Rañada, al escribir que “El pensamiento científico y la fe religiosa no se contradicen” (Los científicos y Dios, 1994, página 285). Desde luego, esta idea no pasa de ser un whisful thinking de alguien creyente, si nos atenemos a la realidad de las estadísticas. Una de ellas, publicada en la revista Nature el año 1996, indica que no llega al cuarenta por ciento la proporción de científicos que piensan que todo lo existente ha nacido por un acto creador. Un 45,3% se declaran ateos y otro 14,5 % tienen serias dudas. Pero lo más llamativo es que un 38% no creen en la inmortalidad del alma, y un 64,2 % ni siquiera desean que exista una vida ultraterrena. Históricamente, nadie puede negar el antagonismo, la rivalidad y la desconfianza mutuas entre la ciencia y la fe, como ha mostrado con exhaustividad J.W. Draper (Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, 1987).
El deseo de conciliación entre religión y ciencia, sin embargo, ha fructificado en varias cátedras de prestigiosas universidades americanas, como Princeton y Cambridge, dedicadas exclusivamente a estudiar la reconciliación, a pesar de que la Academia Nacional de Ciencias en EE.UU. declaraba en 1981 que “la religión y la ciencia son esferas desligadas e incompatibles del pensamiento humano”. El cambio de actitud es puramente pragmático, por la utilidad social que reportaría compatibilizar la fe en dogmas religiosos con los avances de la ciencia. Pero este pragmatismo, tan americano, desvirtúa los fundamentos de la fe religiosa, tanto como los descubrimientos científicos y las ‘revelaciones’ de la naturaleza.
La religión nace de la emoción del miedo, sentimiento involuntario de angustia ante el incierto futuro, para proporcionar al individuo alguna esperanza en su ansiosa búsqueda de felicidad duradera. La ciencia, por el contrario, se basa en la razón deductiva, sin hacer caso de las emociones, busca la verdad no por el camino irracional de la ‘revelación’ sobrenatural, sino por el de la experimentación y la deducción lógica, paso a paso, lentamente, al margen de mitos y supersticiones. Ni la metafísica ni la teología son capaces de dar una respuesta racional a la pregunta básica: por qué hay algo en lugar de no haber nada. En cambio, el espectacular avance de la ciencia moderna nos va revelando que resulta innecesario acudir a ningún dios creador para justificar el origen de la materia, según la teoría del Universo Inflacionario, que propugna un universo sin principio ni fin. (Algunos pensadores, incluso, llegan a plantear la posibilidad de la existencia de universos infinitos, sin conexión conocida entre sí). Divididos, como todos los humanos, los científicos buscan la verdad de la naturaleza y de la vida en este planeta, pero algunos dudan en lo más íntimo de la conciencia, creyendo quizás que esas dudas pueden ser compatibles con la fe religiosa. Pero la duda es incansable y corroe las entrañas de la mente, dando origen a un gran sufrimiento moral y psíquico. Aunque este dolor racional es quizás lo más noblemente digno que puede soportar un ser humano dotado de una conciencia libre.
Por el camino de la investigación neurológica, tan reciente y tan esperanzadora, la ciencia podrá aportar datos impensables para quienes nos precedieron, cuyas ideas sobre el origen de la vida y de la conciencia no tenían más apoyo que la superstición religiosa. Las neurociencias, estudiosas del cerebro y sus complicadísimas funciones, harán innecesaria la fe y sus imaginadas verdades para explicar el misterio insondable de la naturaleza humana. Así lo expone el conocido fisiólogo de la Universidad Complutense de Madrid, profesor Francisco Mora, en sus últimas publicaciones sobre los secretos del cerebro, la mente y la conciencia, el arraigo de la fe religiosa y sus conexiones con la ética y la conducta humana. Porque es ahí, en el cerebro del hombre, donde nace la íntima desesperanza ante su inevitable desaparición. Las preguntas que se hace el doctor Mora, y que intenta responder con sus investigaciones, son las de cualquier mortal preocupado por su suerte: ¿Cómo funciona mi cerebro? ¿Somos yo y mi maquinaria neuronal una misma cosa? ¿Qué códigos se han impreso en mi cerebro, producto de más de 500 millones de años de evolución, que me hacen concebir la realidad que nos rodea? ¿De dónde nacen la emoción y los sentimientos que encienden lo más básico de la así llamada naturaleza humana? ¿Ha aparecido el cerebro humano con el fin de adquirir conocimiento o sólo para mantener la supervivencia? ¿Qué códigos hay en lo más profundo de nuestro cerebro que nos empujan, no sólo a seguir vivos, sino a querer trascender nuestra propia historia biológica? Sus respuestas no pueden ser más nítidas: “De todo ello, en la Neurociencia actual no parece haber duda alguna de que ‘todo’ lo que es el mundo que nos rodea y en el que vivimos, lo que nos incluye a nosotros mismos, es filtrado y en muy buena medida ‘creado’ por nuestro propio cerebro…Y con ello se llega a la conclusión de que no hay verdades ‘reveladas’ que no hayan pasado ‘por’ y se hayan elaborado ‘en’ el cerebro del hombre”.
Ni la filosofía, ni por supuesto la teología, meramente especulativas, podrán ya dar una razón válida de lo que es y puede llegar a ser la vida del hombre sobre la Tierra. Hay que denunciar también la irrelevancia y en muchas ocasiones el fraude de la historia humana escrita en los ‘Libros sagrados’. Esta historia está grabada solamente en los códigos profundos de nuestro cerebro, todavía ignorados, pero cuyos secretos nos irán desvelando las futuras investigaciones biológicas y psicológicas. Será la Ciencia, sin duda, la que proporcionará las respuestas adecuadas a las angustiosas preguntas del ser humano, que las religiones no han podido ofrecer más que por medio de irracionales ‘revelaciones’. La única verdad evidente a mis ojos es la de mi finitud y mi muerte. La fe religiosa en un dios me puede ayudar a sobrellevar mi angustia hasta ese momento, pero sin olvidar que su existencia y sus atributos son mera imaginación, creados en mi propia mente. Seré mucho más feliz si acepto mi destino, sin falsas esperanzas de supervivencia. Buscar y llegar a la verdad, aunque sea a través de la reflexión científica, es el único camino cierto de felicidad para el ser humano que, sin sometimiento religioso, acepta las conclusiones de la Ciencia como la gran meta alcanzada por la razón, madre de la conciencia crítica y libre. Bertrand Russell consideraba la fe religiosa como una forma de cobardía intelectual, propia de los que no se atreven a ver el mundo tal como es, en su descarnada realidad (La nueva concepción del mundo, 1988).
II Distinciones semánticas
Como en toda posible discusión, lo que se hace necesario, en primer lugar, es el deslinde semántico de la palabra discutida. ¿Cuántos significados distintos tiene la palabra fe? ¿Cuáles son los límites del contenido religioso de la fe? ¿Qué parentesco existe entre el sustantivo (fe) y el verbo (creer)? ¿Son sinónimos fe y creencia?
Según la etimología, la fe se basa en la confianza (fides), como todos sus derivados: fidelidad, fiduciario, fideicomiso, fidedigno. Esto supone que la fe se presta a alguien, como indica el verbo fiar, fiarse (me fío de (..) porque le conozco y me merece confianza). Este acto de fe es libre y voluntario, en tanto que fe profana, sin salir del ámbito de las relaciones humanas. No sucede lo mismo con la fe religiosa, que depende de una ‘revelación’ divina, a cuyo invisible beneficiario no conocemos más que por la propia fe. Y si de la ortodoxia católica se trata, esta fe en la palabra revelada no depende de la razón, ni está fundada en la credibilidad de un Ser Superior, a quien no conozco más que por esa misma palabra supuestamente revelada. Es un don gratuito que no depende de la voluntad humana, como queda dicho en los escritos joánicos: “nadie puede venir a mí si el Padre no lo trajere” (Jn, 6:44) y repiten teólogos modernos como Evangelista Vilanova, profesor en una Facultad de Teología de Cataluña (Cap. “Fe” en Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, 1993) y filósofos de la talla de Gustavo Bueno, para quien, siguiendo la doctrina ortodoxa, “la fe es un don, que Dios concede a quien quiere” (Cuestiones quodlibetales sobre Dios y la Religión, Mondadori, 1989). Como sé por propia y dolorosa experiencia, la fe se puede perder, y es imposible recuperarla por más que lo decida la voluntad. ¿Quién puede asegurar que ‘cree’ porque ‘quiere creer’? Es un error teológico, por tanto, afirmar que la fe es una virtud, si no tiene la condición de acto voluntario. Tener fe carece de mérito y de responsabilidad, ya que depende del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo.
El verbo creer, que es el comúnmente usado para dar vida activa a la fe, tiene de hecho significaciones múltiples en español, que conviene deslindar para acercarnos con más acierto a la fe de tipo religioso. La creencia expresa el objeto del verbo, y queda modificada por el complemento proposicional. No es lo mismocreer a (acto de confianza en alguien), creer que (suposición) o creer en (certeza moral). Para creer a “alguien” es preciso un cierto grado de confianza en la persona que habla. Sin este sentimiento previo, es muy difícil aceptar el contenido de la creencia. Puedo creer a mis padres, a mis amigos, a las personas que me hablan con autoridad. Pero si falla esta confianza, se pierde la fe en esa persona. Con la expresión “creo que” puedo significar una opinión (“creo que esta novela es muy buena”), un deseo (“creo que mañana lloverá”), una suposición (“creo que mi mujer me engaña”). Por el contrario, si afirmo que “creo en” algo estoy expresando una certeza moral (“creo en la bondad del ser humano”), física (“creo en la teoría de la relatividad”), psíquica o parapsíquica (“creo en los fantasmas”), religiosa (“creo en Dios”).
La tres acepciones tienen sus derivaciones semánticas en la credulidad del sujeto, como componente de su singular temperamento y de su formación intelectual, y en la credibilidad que tal sujeto merece al conjunto de la sociedad. El crédulo es aquel que cree con excesiva facilidad, sin comprobación crítica. Por el contrario, el creyente es el que cree sin dudar. Llamamos credo al conjunto de doctrinas, religiosas o profanas, que son aceptadas como ciertas por una colectividad y que se profesan por cada creyente, de forma individual. En el caso de la fe católica, el credo es el símbolo de esta fe, predicado y transmitido por la Iglesia de Roma. En el origen semántico está el verbo latino credere, del que proceden también el adjetivo creíble y el sustantivo credencial, que se alejan ya de nuestro intento.
En cualquier caso, la creencia puede tener un contenido sagrado y otro profano. Al convivir en sociedad hemos de usar constantemente de la fe profana, porque de otro modo no sería posible la convivencia. Puedo creer a pies juntillas la confidencia de un amigo, el contenido de un libro, lo que me pronostican las cartas del tarot o la enseñanza de un profesor, pero lo haré aceptando como válida la palabra de quien me lo comunica, porque considero que merece mi confianza. Creo porque me fío de quien habla. En este sentido, la fe necesita de la confianza, como queda dicho. Por otra parte, decir “creo que me curaré de esta enfermedad”, “creo que con mi conducta agradaré a mis padres”, “creo que mañana saldrá el sol lo mismo que hoy” son aserciones de fe en un futuro, basadas en que se cumplirán las leyes naturales, éticas y psíquicas, alimentadas por la esperanza de su cumplimiento.
Pero esta fe, que llamo profana, no tiene relación alguna con la espiritualidad. Está fundamentada en la experiencia sensible, en el conocimiento científico, en el raciocinio lógico, en la deducción analógica, en la solidaridad o en el amor. No es esta la fe que aquí interesa, sino aquella que, cerrando los ojos a la realidad y a la propia razón, cree firmemente, con absoluta confianza y sin la más leve impresión de duda, en una verdad supuestamente ‘revelada’ por un Ser Divino, infalible y todopoderoso. Por un imperativo ético, no se deben usar las dos acepciones indiscriminadamente. Quien trate de la fe religiosa no debe olvidar que está hablando de una fe ‘revelada’, misteriosamente comunicada a los humanos, sin depender de un acto racional y libre.
III Revelación y fe
La fe religiosa, según san Pablo, es ”un medio de conocer las cosas que no se ven”( Heb. 11:1). En otras palabras, hay que desligarla de toda experiencia sensible. Por otra parte, desaparecerá, por innecesaria, al recibir el premio ultramundano de la visión beatífica (I Cor. 13:12). La fe religiosa, por tanto, lo mismo que la esperanza, son ‘virtudes gratuitas’, que sólo se dan en la vida terrena, cuando el hombre somete su inteligencia y su voluntad a la creencia ciega en las promesas de un dios inventado, como Jahvé para los judíos, Alá para los musulmanes o la Santísima Trinidad para los cristianos. Ninguno de ellos tiene existencia real, pero sus creyentes se cuentan por miles de millones en todo el mundo. Si la Biblia es el conjunto de libros sagrados, y por tanto verdaderos, para el judaísmo y el cristianismo, el Corán constituye la revelación última y definitiva de Dios.
La fe en Cristo no necesita de milagros ni de más testimonios que la propia palabra de Cristo: “Bienaventurados los que no ven y creen” (Jn. 20:29). Con esta sola frase evangélica se destruye la intención del invocado Creador, que dota a los humanos de razón y de libre albedrío para después pedirle, como a Abraham, el sacrificio de esas dos propiedades que los distinguen de la simple animalidad. La fe en la palabra de un Ente desconocido, sin más testimonio que los escritos de las llamadas ‘Sagradas Escrituras ’ y de unos interesados comentaristas, cuya hermenéutica se basa, a su vez, en las enseñanzas de esas Escrituras, es, con toda evidencia, el suicidio de la razón humana y la negación de su libertad. Confianza, sumisión y obediencia, tanto a la divinidad como a sus intermediarios. Sobre estas premisas se han levantado gigantescos y frágiles edificios de espiritualidad a lo largo de la historia del hombre. ¿Cómo es posible tanta credulidad en unos textos ajenos a la razón, que han seducido a millones de humanos, sin el menor viso de verosimilitud? ¿No es suficiente como demostración de su falsedad la dispersión de la fe cristiana o musulmana en cientos de sectas, todas diferentes y rivales entre sí?
La clave del arco, que sostiene todo el entramado teológico, está en la palabra revelación o manifestación de los misterios sagrados, es decir, comunicación de la divinidad creadora con la criatura mortal. Esa comunicación ha quedado registrada no hace mucho (la más antigua no llega a tener cuatro mil años) en los conocidos como “Libros sagrados”, cuya primera expresión pudiera ser el Libro de los muertos del pueblo egipcio, pero sin influencia en la vida posterior del mundo occidental, que divide sus creencias religiosas en los tres monoteísmos rivales: el judío, con el Antiguo Testamento y la Torah; el islamita o musulmán, con el Corán; y el cristiano, basado en las enseñanzas del Nuevo Testamento.
Para la criatura racional se plantea una primera dificultad, de carácter metafísico: ¿Cómo es posible la “comunicación” entre dos seres tan diferentes como el creador y su criatura? Para ello hay que admitir, con anterioridad, la existencia de un sujeto creador y de un acto creador, con lo que hemos entrado en un círculo vicioso, en un laberinto del que no podemos salir, porque la entrada y la salida conducen al mismo sitio. Creo en la existencia de Dios, porque me lo dice el mismo Dios, a través de su palabra “revelada”. Para unas mentes escasamente críticas puede ser ‘razonable’ que exista un Ser Superior, creador omnipotente. Pero este juicio, por muy extendido que esté, no conduce a la fe religiosa, que implica la creencia firme en una serie de dogmas, que, como la propia revelación, se basan en la palabra de otras ‘autoridades’ proféticas, cuyas ‘palabras’ se predican como ciertas por una supuesta ‘inspiración’ divina, que nadie puede contrastar. Si, como creo, la existencia de un Dios es meramente simbólica, difícilmente podrá comunicarse con el ser creado, ni por sí ni por sus intermediarios.
Además, como expone Gonzalo Puente Ojea (Elogio del ateísmo), la revelación, “cuya definición es imposible tanto conceptual como históricamente, permite modificar, corregir o ampliar el conjunto de enunciados que constituyen su objeto, en función de circunstancias contingentes y cambiantes”. Así se llega a la idea absurda de la “revelación abierta”, admitiendo una fe que puede evolucionar, dejando inerme al pobre creyente, cuyas más firmes creencias religiosas puede ver modificadas de la noche a la mañana. Si hoy la fe me advierte de la existencia de verdades irrefutables, mañana la ortodoxia teológica puede decirme algo distinto, dejando mi fe al albur de la cambiante circunstancia. A menos que alguien asuma que su fe es sencillamente seguir la senda marcada por el pastor, es decir, confundir la fe con la obediencia ciega, porque sólo el pastor conoce el camino del aprisco.
La revelación no es más que un subterfugio para hacer prosélitos sumisos y fieles. No es pensable que un Dios, sabio y amante de sus criaturas, haya optado por comunicarse con ellas a trasvés de intermediarios, a menudo de tan escasa talla moral y de textos tan contradictorios, que bendicen la violencia al mismo tiempo que el amor al prójimo, la pobreza en medio del lujo de sus jerarcas, la sumisión al poder despótico tanto civil como eclesiástico. ¿No han sido las guerras de religión las que más sangre de humanos han regado la tierra? ¿Cómo es posible que la Iglesia Católica nos proponga como idénticos modelos de santidad a dos antagónicos religiosos del siglo XIII, San Francisco de Asís, amante de todas las criaturas, con el español Santo Domingo de Guzmán, martillo de herejes, paladín de la sangrienta Inquisición? Del dios infinito tenemos derecho a esperar otro tipo de literatura, otros modelos de santidad y otra clase de intérpretes, más cercanos a la pureza ideal que predican.
Si ese supuesto Dios omnipotente y misericordioso pudiera ‘comunicarse’, en forma de inspiración personal, como la simbólica musa inspira al poeta, ¿hubiera tardado tanto en fijar la doctrina de la salvación, que ni aún hoy conocemos en todos sus detalles, que mañana pueden variar? Realmente, si no fuese tan trágico, sería cosa de burlarse despiadadamente de tantos crédulos, incapaces de liberar a su propia razón de las ataduras de la fe impuesta. Por más que se empeñen los teólogos modernos, la doctrina cristiana no puede ignorar las contradicciones y vesanias que ensombrecen los textos bíblicos. La palabra de Dios, por muy ‘revelada’ que sea, no puede incitar al error, al odio, a la venganza y al crimen, como ocurre en esa especie de ‘novela negra’ que es la Biblia. Para un comentarista libre de prejuicios, no sería posible resumir aquí la serie de disparates que expone como verdades demostradas el profesor de Filosofía de la Religión en la Universidad de Santiago de Compostela, Andrés Torres Queiruga, en las breves páginas que dedica a la ‘Revelación’ en la voluminosa obra colectiva que tiene por título Conceptos fundamentales del cristianismo (Trotta, 1993).
IV La imposición de la fe
Esta clase de creencia, que vive íntima y exclusivamente en la conciencia individual, es un asentimiento intelectual que excluye la menor sombra de duda. Este asentimiento, opuesto, tanto a la simple opinión como al saber racional, es fuente de conocimiento suprasensible, no experimental, basado en un supuesto testimonio de autoridad ‘divina’. Es el sometimiento voluntario de la mente humana a un poder que se cree sobrenatural, insinuado desde la niñez y alimentado en la edad adulta por los ‘administradores’ de la fe religiosa. Los educadores de la fe se lanzan, en feroz competencia, a la conquista del alma infantil o primitiva, no para educar la razón sino para imponer una fe. Sin embargo, una vez superada la etapa de la dependencia intelectual, todo ser humano ha de aprender a pensar por sí mismo, a defender su libertad y a someter a juicio todas las creencias recibidas. A medida que la razón va madurando, ha de ir disminuyendo la confianza en el otro, en detrimento de la fe como fuente de conocimiento. Y si esa fe es de carácter espiritual, basada en una palabra ‘divina’, habrá de analizar con cuidado cuál es el contenido de esa fe, su origen, su posibilidad y su aceptación intelectual.
No hay religión que no predique una fe. Ni fe religiosa que no necesite de unas ‘verdades’ supuestamente ‘reveladas’ por un Dios ajeno al hombre y al mundo en que vive, repetidas y predicadas por unos ‘intermediarios’ entre la humanidad y la divinidad. Para un creyente católico la oración del credo encierra en unas breves líneas el contenido fundamental y dogmático de su fe. Aprendida en la niñez, pocos se han parado a meditar sobre su origen y significado. Origen que en vano buscaré en los evangelios, puesto que no se redacta hasta el Concilio de Nicea (325 d.C.), sin que se generalice su enseñanza como dogma hasta la Edad Media. Su doctrina sobre la divinidad de Jesús de Nazareth fue el resultado escrito de la victoria teológica sobre el arrianismo. Es decir, hasta el siglo IV no quedó formulada expresamente la ortodoxia doctrinal del cristianismo, movimiento religioso que ha tenido que batallar férreamente desde sus orígenes con opiniones y creencias adversas para ir dibujando durante varios siglos la doctrina que hoy se considera ortodoxa.
La teología dogmática posterior pretendió imponer a la razón humana el misterio de Dios, pero lo único que consiguió fue enemistar cada vez más a la razón con la fe. El credo quia absurdum, a pesar de su irracionalidad, llegó a presentarse como la verdad suprema, el único medio de vencer, muy cómodamente, cualquier clase de duda. El sacerdocio cristiano ha predicado, generación tras generación, con sumisión intelectual a la jerarquía, las conclusiones siempre cambiantes y acomodaticias, de los intérpretes más conspicuos de la palabra divina, sean la tradición apostólica, los conocidos como Padres de la Iglesia, definidas como verdades necesarias por los Concilios y los Papas. Para evitar cualquier desviación doctrinal, la Iglesia ha inventado la infalibilidad de la Biblia como “palabra de Dios” y del Sumo Pontífice, como Vicario de Cristo, que, por solo este título, no puede engañarse ni engañarnos.
Gonzalo Puente Ojea, en su última publicación (La andadura del saber, Siglo XXI, 2003) ha resumido admirablemente la trayectoria eclesiástica que va de la ‘inspiración’ a la ‘inerrancia’ bíblicas. Comienza por indicar que la autoría de la Sagrada Escritura pertenece, según la Iglesia, al mismísimo Dios que predica. En el siglo XI (Carta de León XI, que incluye el “Símbolo de la fe”, año 1053) se afirma que el “Dios y Señor omnipotente es el único autor del Nuevo y del Antiguo Testamento”. Profesión de fe que se reitera en 1208, en 1267 y en 1274 por diversos Papas, indicando a los historiadores las duras batallas teológicas libradas en el siglo XIII. Pero “la primera definición dogmática de que la Sagrada Escritura no contiene mentira o error” se encuentra en la Constitución papal Cum inter nonnullos de Juan XXII (1323) y después en la carta Superquibusdam de Clemente VI (1351), donde ya se dice expresamente que “el Nuevo y Antiguo Testamento, en todos los libros que nos ha transmitido la autoridad de la Iglesia Romana, contienen en todo la verdad indubitable” (la cursiva es de Puente Ojea). La Bula de Eugenio IV (1442) Cantate Domino insiste en que “por inspiración del mismo Espíritu Santo han hablado los santos de uno y otro Testamento”.
Pero ha de llegar el Concilio de Trento (1546) para que la Iglesia de Roma declare que el Evangelio cristiano es la fuente de la verdad, y asuma la veneración de todos los libros canónicos, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, comoquiera que un solo Dios es autor de ambos, y las tradiciones apostólicas, “por continua sucesión conservada en la Iglesia Católica”, declarando anatema a quien no recibiere como sagrados los libros mismos íntegros con todas sus partes, y se contienen en la antigua edición de la Vulgata latina. Pasados los siglos, el Concilio Vaticano I (1870) aprobó la “Constitución dogmática sobre la fe católica”, en la que se defendían los libros bíblicos no sólo porque “contengan la revelación sin error, sino porque, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor”. Tesis repetida por otros Papas (1907, 1915, 1920, 1950) hasta llegar al Concilio Vaticano II (1965) en el que se insiste en la verdad de la Escritura: “los Libros Sagrados enseñan sólidamente y fielmente y sin errar la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación”.
Como señala el mismo autor, “La Iglesia es quien define sus fronteras. Pero, además, es también la Iglesia quien establece soberanamente su interpretación”. Parapetada en el misterio de la ‘revelación’ y en la sucesión jerárquica apostólica, desde el mismo Pedro, la Iglesia Católica puede permitirse el lujo de ser juez y parte en toda posible discusión dogmática. Por lo visto, ni el propio Jesús de Nazareth, ni los apologetas de la religión después, tuvieron claro el contenido total del canon católico, ya que la Iglesia jerárquica ha ido añadiendo, en el correr de los siglos, nuevos dogmas y creencias al primitivo (siglo IV, al menos) depositum fidei. Así ha ocurrido, por ejemplo, con los dogmas referidos a la madre de Cristo, la Inmaculada Concepción y la Asunción a los cielos, o más recientemente, con la infalibilidad pontificia.
V La salvación por la fe
Si las religiones primitivas se basaron en los cultos y ritos sacrifícales para calmar la ira de los dioses creados simbólicamente, la constitución de las Iglesias como comunidades de creyentes, entregados a la obediencia por la fe, supuso el montaje de una estructura teológica, en cuyo vértice aparecía, como objetivo consolador, la palabra mágica: salvación. Ya no se trataba de calmar o adorar a los dioses simbólicos, sino de presentar al pobre ser humano, hijo del dolor, sometido a su desgraciada condición, impotente en su desnudez ante los misterios de la naturaleza, como destinatario de un mundo mejor, más allá de esta vida, desesperadamente corta. El ofrecimiento de un ‘paraíso’ de felicidad explica el éxito de las religiones, sobre todo de las monoteístas. Con este falso estandarte han conseguido reclutar a sus fieles, ansiosos de vencer a la muerte, pero crédulos que no dudan en sacrificar su razón y su espíritu crítico.
En los últimos dos mil años las diversas doctrinas religiosas, predicadas por líderes con gran capacidad de convicción, han ido conformando el mapa de la religiosidad humana, con desigual reparto geográfico. Que la religión no depende de la voluntad se puede probar, además de la filosofía, con argumentos simplemente geográficos. Un nacido en Oriente crecerá en el seno de una familia y una religión muy distintas de otro nacido en Occidente. Si el inevitable destino quiso que abriera los ojos en una familia y en una sociedad confesionalmente católica, así será su educación y su fe, hasta que, con el desarrollo de su propio criterio, pueda juzgar esas creencias y aceptarlas o rechazarlas, esta vez voluntariamente. Lo cual no será nada fácil si nos atenemos a las ‘circunstancias’ vitales, como diría Ortega y Gasset, que van formando su personalidad. ¡Qué difícil resulta rebelarse contra las ideas recibidas de las personas que se aman y respetan, de quienes se han recibido el amor, la instrucción y la fe religiosa!
Además, está el entorno y la propia experiencia. En todos los pueblos, por pequeños que sean, un templo domina siempre el caserío. Acá y acullá, en las grandes ciudades encontramos catedrales, iglesias y conventos que nos hablan de la religión aprendida; monasterios de paz y de soledad envidiables en los más retirados y bellos rincones naturales. Por todo el mundo, iglesias, mezquitas, sinagogas, pagodas, templos de las más variadas confesiones, las más de las veces lujosos hasta la extenuación. La historia, escrita siempre por los vencedores, no hace más que justificar todas las crueldades en nombre del Dios de la Victoria, sin hablar del Dios de la Misericordia. Se magnifican las obras misioneras, siempre admirables en su labor altruista, pero muy equivocadas al predicar dioses tan diferentes. El idioma en que nos entendemos, por su parte, recoge el uso constante de términos religiosos, entre los que predomina la palabra Dios, enquistada en lo más profundo de la conciencia lingüística, en modismos y expresiones habituales. El arte, sufragado en todos los siglos por el dinero eclesiástico, en una sabia política seductora, ha conseguido sus obras maestras al tratar los temas religiosos. Pintura, escultura, orfebrería, música y arquitectura, que engloban el espíritu creador del hombre, la cultura que ha ido construyendo a lo largo de su breve historia, no pueden entenderse sin la fe religiosa.
Todo a mi alrededor me habla, pues, de salvación, de otra vida más allá de la muerte, de paraíso eterno, de felicidad conseguida al fin, después de una vida terrena de sufrimiento y miseria. Pero mi razón no se lo cree. Porque, si hago uso de mi pobre juicio crítico, no veo más que grietas en el edificio de la fe, presuntamente imbatible. Por eso, hago mías las palabras del ex-jesuita Salvador Freixedo: “Gracias a Dios he perdido la fe. Mi infantil fe en el absurdo dogma cristiano” (Interpelación a Jesús de Nazareth). Y apoyándome en el filósofo protestante Baruc Spinoza, que creía en Dios pero no en la revelación, diré con él que “no sólo la razón tiene prioridad sobre cualquier forma de revelación, sino que es precisamente la auténtica revelación emancipadora y no esclavizadora” (Tratado teológico-político).
A nadie puede caber duda de la sinceridad de la fe y la bondad de tantos y tantos millones de seguidores de Jesús que han defendido como verdadera la doctrina católica. Pero esto no excluye la intencionalidad fraudulenta de los ilusos exégetas que pusieron en pie ese gigantesco edificio doctrinal del cristianismo, que, al final, se ha resquebrajado por la arenosa inconsistencia de sus cimientos. Porque ellos, y sólo ellos, son los responsables de las interpolaciones, mutilaciones y tergiversaciones científicamente demostradas en la selección y ‘arreglo’ de los textos para fundamentar la fe en un esquema coherente con la doctrina de Pablo de Tarso y posteriormente con la doctrina política de Occidente. ¿Cómo admitir que la ‘mano de Dios’ guiaba su pluma cuando se deslizaban en sus páginas fallos de interpretación y errores doctrinales que después hubieron de rectificar sin el más mínimo pudor?
La pretendida salvación no es más que un señuelo para atraer a los incautos. Ni con obras ni sin obras, la fe no nos puede salvar de nada, puesto que no hay más vida que la terrena, ni más felicidad que la que aquí se puede alcanzar con el amor y el respeto, sin hacer daño a nadie, que es el único mandamiento que nos ordena la Naturaleza, cuyos secretos nos hablan de un misterio insondable, en cuya búsqueda se hace digno el ser humano, mediante la razón y el juicio, cualidades no compartidas con los animales, y que nos convierten en seres superiores capaces de reflexionar y dominar la tiranía de los dioses simbólicos. Frente a la multitud de los crédulos, quien así afronte la vida, habrá conseguido la única salvación posible.
Creadas por el superconsciente personal, las imágenes metafísicas de los mitos religiosos como el alma espiritual, un Dios creador y omnipotente, el paraíso celestial, el pecado original, el infierno eterno, y tantos otros, constituyen símbolos de un sentido profundamente humano, pero que, tomados por realidades, se convierten en falsedades que sólo se pueden combatir con sentido crítico y conciencia libre. Esta es la única y posible “libertad de los hijos de Dios”.