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Hace pocos meses y en una página de Internet, un salesiano, Miguel Gambín Gallego, subrayaba muy oportunamente la necesidad de educar en el pensamiento crítico, valiosísima fortaleza que se nos muestra inexcusable en la actualidad; sin duda, un modo deseable de pensar que se ha de poner en valor. Cabría desde luego saludar esta emergente apuesta de la congregación salesiana que, en su proclamada defensa de valores como la vida o la familia, acaso no venía enfocando suficientemente el pensamiento crítico. Apuntaba Miguel Gambín esta necesidad en un breve texto (https://salesianos.info/blog/la-republica-de-los-idiotas/) que él titulaba “La república de los idiotas”.
El título puede llamar la atención, pero conectaba con el uso de las redes sociales, en las que el autor situaba el origen de un “deterioro progresivo de la capacidad de concentración y de comprensión lectora”. Desplegando sus argumentos, Gambín venía a sugerir que nuestra sociedad, la de la información/desinformación, interfiere la deseable educación y genera votantes de modesto raciocinio (“idiotas”). Sea lo que fuere lo que merme nuestra cogitación, se habría de convenir, sí, en la necesidad de educar en el pensamiento crítico; bienvenida sea la inquietud.
Podría tratarse, empero y a mi modo de ver —que esto es lo que yo planteaba atrevidamente en un comentario al texto—, de una educación que quizá cueste hacer convivir con el tradicional adoctrinamiento religioso. De este asunto, del binomio fe y pensamiento crítico, se ha escrito ya mucho (sobre todo, diríase, desde el ámbito religioso), pero sigue pareciendo conveniente saber a qué nos referimos al utilizar la etiqueta “pensamiento crítico”. Seguro que el autor, director de la Casa Salesiana de Badajoz, cultiva una precisa idea del concepto, pero en verdad parecen hacerse lecturas sesgadas en diferentes ámbitos de nuestra sociedad.
Sí, a veces se desdibuja el pensamiento crítico y hasta se le funde/confunde con la crítica negativa, el método científico o el mero escepticismo; quizá proceda por ello detenerse aquí brevemente en este concepto/constructo, tal como parece desplegarlo el critical thinking movement. Dícese del pensador crítico que no busca fallos o errores, sino verdades; que no presenta una actitud negativa, sino que abre su mente y explora; que no cree poseer buen juicio, sino que aspira a él; que no se precipita en las inferencias, sino que las lentifica en beneficio del rigor; que no tiende a formular reproches, sino dudas; que es consciente de sus prejuicios y capaz de dejarlos en suspensión; que no da por buena la información sino que la contrasta; que piensa sobre su propio pensamiento y salvaguarda, desde luego, su autonomía en el pensar.
Aun siendo consciente de la legítima pluralidad de puntos de vista al respecto, uno diría que el pensador crítico no rechaza el relato religioso, aunque muy probablemente lo modula, lo acomoda, lo adapta, lo filtra; o sea, que puede ser creyente, pero no crédulo. Esta actitud supone un sensible grado de autonomía intelectual, dispuesta a neutralizar adoctrinamientos ambiciosos e invasivos (religiosos o no). En suma y si el lector asiente, tal vez convendría que hubiera un cierto consenso al programar el desarrollo del pensamiento crítico en los centros escolares.
En realidad estamos hablando de educar la inteligencia, y esta invita a dudar, a no dar enseguida por buena cualquier información. Un perfil acrítico, amenista, crédulo, intelectualmente sometido, no se correspondería con la idea de una inteligencia desarrollada. Por todo esto y en modo asíncrono, planteaba yo (debo relatarlo así, en primera persona) a Miguel Gambín que acaso supondría un cierto desafío educativo compatibilizar, en los centros religiosos, la evangelización con el pensamiento crítico.
A su muy argumentada réplica reaccioné sin remedio cuando la vi semanas después. Es que aludía él a la física cuántica, al Big Bang, a la teoría de la relatividad, al cientifismo positivista y a la realidad empírica, y uno (algo intimidado, sí) se perdía. Decía Gambín que “la fe religiosa es un intento de respuesta a la complejidad de un universo lleno de misterios”… Claro, así planteado, recordaba yo enseguida a Stephen Hawking por aquello de que el universo puede explicarse sin la necesidad de Dios.
La verdad es que la opción de Dios, caramba, puede resultar más fácil de entender; pero yo opté por una argumentación muy elemental, de agua y vino… No, no por contraponer claridad y concreción al despliegue científico del religioso salesiano, sino para aludir concretamente a lo difícil de creer que me resultaba el milagro de las bodas de Caná (no tanto por imposible, sino más bien por impropio). Quiero decir que uno podría superar la duda y asumir la existencia de un Creador, pero acaso no sería propiamente la del Dios que se nos dibuja.
La cuestión, sin perdernos en la dialéctica, es si en un raciocinio de calidad caben fácilmente mensajes tales como los de la Trinidad, la virginidad de María, el pecado original, la Resurrección, la infalibilidad de la Iglesia, la portavocía divina que asumen los religiosos… No hace falta extenderse pero, en el tema de los milagros, se diría que el pensador crítico no los rechaza necesariamente; no los rechaza, aunque puede cuestionarlos. En concreto, los milagros de Jesús pueden ser aceptados por los niños sin dudar, pero cabe imaginar que un joven iniciado en el pensamiento crítico despliegue dudas; que haga preguntas y opte por preterir respuestas que no le convenzan.
Bueno, estupendo si la congregación resuelve la compatibilidad, caso de que realmente constituya un cierto desafío (que tal vez haya vez aunque no haya tal… tal desafío); lo realmente deseable, como sostenía Gambín, es que en democracia los votantes, creyentes o no, sean pensadores críticos y no voten “cualquier despropósito”. Al respecto se refería el salesiano al nacionalismo como “el alucinógeno más poderoso para destruir el pensamiento crítico al son de banderas victoriosas”, y es que probablemente tiene razón y se nos alucina a menudo sin escatimar en banderas, símbolos, pendones y estandartes.