Antes de felicitarse por la lógica sentencia del Tribunal Constitucional, que acaba de fallar a favor de una profesora de religión que fue despedida por no vivir bajo los criterios morales de la Iglesia Católica, conviene preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. Los hechos probados: Resurrección Galera se quedó sin trabajo hace diez años porque el Obispado de Almería decidió no renovar su contrato. ¿El motivo? El Obispado nunca lo ocultó: “Nos han llegado afirmaciones de que estás viviendo con un señor casado. Es una situación insostenible”, le dijeron. El “señor casado” era, en realidad, un “señor divorciado”. Poco cambia la cosa –como si fuese una señora, o dos–, y sólo resalto el dato para subrayar la hipocresía de unos obispos que no tienen problema alguno en casar a una señora divorciada en la Catedral de la Almudena si el novio va a ser rey de España, pero que se permiten el privilegio de meterse en la vida privada de una trabajadora cuyo salario, además, no pagan ellos.
Porque el verdadero problema es éste: ¿cómo es posible que en este país la Iglesia tenga el derecho a contratar y despedir arbitrariamente a unos profesores cuyo sueldo paga el Estado? Sí: el Estado. Ese dinero ni siquiera se camufla en esta ocasión bajo el paripé de la casilla del IRPF (que no supone, como en Alemania, que el contribuyente creyente pague un pequeño impuesto extra, como sería lógico). Los profesores de religión nos cuestan al año unos 600 millones de euros. Son puestos de trabajo públicos que se cubren a dedo, según ordene el señor obispo, que no sólo es el dueño de su jornada laboral, sino también de su tiempo libre. ¿Es compatible este sistema medieval con una España “aconfesional” en pleno siglo XXI?