La expresión del hecho religioso se ha impuesto desde hace unos años. Es un hecho que tiene tres características:
1. Es constatable y se impone a todos. Guste o no, desde hace mil años hay catedrales en las ciudades de Francia, obras de arte sacro en los museos, gospely música soul en la radio, fiestas en el calendario, formas diferentes de contar el tiempo a través del planeta. Y entre 9 y 14 millones de musulmanes en Europa. ¿Podemos taparnos los oídos, cerrar los ojos ante el mundo tal y como es?
2. No prejuzga su naturaleza ni el estatuto moral o epistemiológico que hay que concederle. ¿Superstición, superestructura, factor explicativo de la historia o falsa conciencia de los actores? Estos interrogantes tienen algo de debate filosófico, pero suponen, para empezar, tomar en consideración un material empírico, bien se trate de un vitral, de un poema, de una masacre, de un camino, de una sura o de una obra de caridad. Sin juicio de valor, a favor o en contra. Tomar nota no es tomar partido.
3. El hecho abarca muchas cosas. No favorece a ninguna religión en particular, considerada más auténtica o más recomendable que las otras. Nuestros programas de historia se encuentran principalmente con las religiones derivadas de la de Abraham, pero le hemos dado un lugar al Siglo de las Luces, sin olvidar tampoco, en la medida de lo posible, las religiones de la Antigüedad y de Asia. Porque el budismo, el hinduismo, las religiones chinas igual que las tradiciones animistas africanas, están involucradas, en igual medida, en el gran arco de los fenómenos humanos que tenemos que abrazar, sin egocentrismo ni etnocentrismo.
Observable, neutral y pluralista: los rasgos distintivos del hecho religioso dicen ya qué puede significar esta enseñanza para la escuela republicana, en un país en el que el laicismo, privilegio único en el continente europeo, reviste la dignidad de un principio constitucional; y donde la separación de las Iglesias y el Estado no quiere decir, como en Estados Unidos, liberar a las Iglesias de toda influencia estatal, sino liberar al Estado de toda influencia eclesial.
1. Una enseñanza religiosa no podría ser esto. No se trata de someterse a interventores o a testigos externos. Ni de entronizar a la teología como materia obligatoria. Ni, desde luego, de poner a Dios en el colegio. Se trata de seguir un camino que la escuela pública conoce bien, es decir, apoyar aún más el estudio de la historia, la geografía, la literatura, la filosofía, las enseñanzas artísticas y las lenguas vivas.
2. No es ni siquiera una enseñanza de cultura religiosa, si se entiende con ello una sensibilización respecto de la creencia que le conferiría la misma condición que al saber. Igual que la incultura científica, artística o religiosa responde a un único fenómeno general, el conocimiento de las religiones, como el del ateísmo, forma parte de la cultura, nada más. Todas estas lagunas merecen la misma atención por parte de los poderes públicos. La memoria humana no se divide en compartimentos: Abraham, Buda, Confucio y Mahoma vivieron y viven en el mismo planeta que Euclides, Galileo, Darwin y Freud. No se trata de valorar o desvalorizar lo religioso, rehabilitarlo o desacreditarlo, sino de aclarar sus repercusiones en la aventura humana, de forma detallada. Como observaba recientemente Jean-Pierre Vernant: «No hay ningún ejemplo de grupos humanos sin religión», se trata de un «elemento esencial de las civilizaciones».
3. El propósito no es iniciar en los misterios y los dogmas revelados, ni legitimar autoridades externas a la única autoridad que vale en una clase, la del maestro y su disciplina. Aún menos indicar el camino de la verdad, del bien o de lo hermoso -no es un curso de moral-, ni mostrar que estos creyentes tienen razón y los otros están equivocados -no es proselitismo-. En estas condiciones, el espíritu de la objetividad más serena caería enseguida en la ambivalencia bien conocida de los fenómenos religiosos, que llevan consigo la prohibición y el permiso de matar, la tregua de Dios y la guerra santa, la fraternidad y la segregación. La sombra y la luz. Se podría ilustrar con dos hechos significativos ocurridos en el mismo año en la construcción de nuestro derecho positivo. En la Cumbre de la Tierra, en Johanesburgo, tres Estados bloquearon con su veto la adopción de una resolución sobre la planificación familiar, oponiendo a los derechos humanos universales el derecho particular de las tradiciones religiosas: Estados Unidos, Arabia Saudí y el Vaticano. Un derecho menos para las mujeres. Y, en el mismo momento, el representante de Francia en la Convención para la Carta Europea de los Derechos Fundamentales conseguía que el descanso semanal se incluyera entre los derechos sociales formalmente reconocidos, en contra de la opinión del delegado británico, que pretextaba que ninguna carta o declaración universal lo mencionaba. Le opuso entonces el sabbat y la Biblia. El argumento causó impresión (al ser su Majestad británica jefe supremo de la Iglesia anglicana). Un derecho más para todos los hombres de Europa, ateos incluidos.
Una vez aclarados los malentendidos provocados por ciertos reflejos condicionados, por otra parte perfectamente comprensibles, veamos qué problemas presenta el «hecho», esta pequeña palabra falsamente anodina.
Durante mucho tiempo se ha opuesto el orden de los hechos -sólido, consistente, «demostrable»- al orden de las creencias -imaginario, evanescente o subjetivo-. Los hechos de creencia están a caballo entre lo material y lo espiritual, la política y lo imaginario. Alteran la tranquila distribución de papeles de cierto positivismo (que no era de ningún modo el de August Comte).
Desgraciadamente, la existencia del paraíso no está demostrada y aún menos que los que matan infieles tengan prioridad allí, pero el hecho de que se haya podido, o se siga pudiendo, creer en ello hizo galopar en otro tiempo a decenas de miles de creyentes hasta Tierra Santa y puso a un puñado de islamistas en aviones ultramodernos en dirección a Nueva York o Washington. Se está en el derecho de pensar que estos mitos son síntomas de ignorancia y
atraso, pero el desconocimiento de estos mitos (procedencia e interpretación) sería también un signo de atraso e ignorancia. No ayudaría a nadie a comprender las relaciones Este-Oeste ni el periódico de hoy.
El hecho va más allá de la simple opinión, y esto puede sorprender en una tradición liberal. Pensemos en nuestra Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, artículo 10: «Nadie debe temer por sus opiniones, incluidas las religiosas, siempre que sus manifestaciones no alteren el orden público establecido por la ley». Lo que ha ocurrido desde 1789 nos ha enseñado que opinión es una palabra optimista, digamos que algo anodina y ligera para designar la convicción religiosa, que es poderosa; y Marx, en vista de los acontecimientos, quizá habría completado su definición como «el opio del pueblo» con la de vitamina del débil. Y no porque el lema de Condorcet -hacer popular la razón- haya perdido nada de su actualidad. El papel de la enseñanza pública sigue siendo más que nunca formar «ciudadanos difíciles de gobernar» -difíciles de manipular y enrolar en sectas, añadamos- porque «han adquirido el espíritu crítico». Ahora bien, entre Condorcet y nosotros están Durkheim, Marcel Mauss y Lévi-Strauss. La evolución de los saberes ha modificado, ampliado, hecho más complejas, nuestras herramientas intelectuales. La Razón ya no es una diosa intangible y virginal, que expande la luz desde no se sabe qué punto supereminente sobre las oscuras periferias de Occidente.
Hablar de hecho religioso es, desde luego, pensar en algo distinto del desarrollo de las técnicas del bienestar personal (macrobiótica, música aplanadora y esoterismo); y más que una íntima esperanza o que una opción espiritual dependiente del libre albedrío de cada uno. El hecho de conciencia es un hecho de sociedad y de cultura. Un hecho social total, que desborda el sentimiento privado y la inclinación individual, en las calles, las artes, las jurisdicciones. Las religiones afectan a la pesada base de las mentalidades, y no solamente a la historia de las ideas. Es esta dimensión colectiva y de identidad, inscrita en la carne de las sociedades, la que le da su lugar como objeto de estudio en la enseñanza pública. El papel público reivindicado por las Iglesias y las confesiones, o la vocación que se les atribuye de informar lo social es un hecho de historia. Que desde luego no hay que confundir con su condición institucional para el derecho público, que depende de una elección cívica. La condición de las asociaciones culturales concierne a la administración de los cultos, pero los cultos no se reducen a los lugares en que se celebran. Además de una liturgia, organizan una economía, un comercio, peregrinaciones; marcan las horas y polarizan el espacio; determinan lo que se come, cómo hay que vestirse, si hay que llevar o no barba, con quién casarse o enterrarse, y cómo educar a los hijos. Antropología práctica más que especulación teológica.
Y ahí está la dificultad para pasar del dicho al hecho. Religión y laicismo son palabras conflictivas, incluso en el corazón de un país y de un continente que contrastan con todos los demás por una secularización avanzada, un debilitamiento de las instituciones religiosas clásicas, y donde, sin embargo, la religión sigue, en muchos aspectos, avanzando.
Factual se vincula con actual. Porque si no es posible reconciliarse con el patrimonio sin un conocimiento mínimo de las herencias religiosas, el hecho religioso no es más que archivo y vestigio. Ese hecho remite a fuerzas vivas, comunidades que actúan y piensan, con su sensibilidad a flor de piel; a cuestiones que disgustan -llevar signos religiosos, días de exámenes, menús y solicitudes de dispensa-; a la intrusión de las familias y de la actualidad candente en el recinto escolar. El carácter laico del ejercicio parece capaz de calmar los ánimos y enfriar las pasiones, por una distinción serena y claramente reivindicada de los ámbitos de competencia. El laicismo postula, además de la obligación de discreción de los agentes públicos y la estricta igualdad entre los creyentes y los no creyentes, la autonomía del profesor en relación a cualquier grupo de presión (bien sea comercial, económico, político o eclesiástico). Limitarse a lo religioso como objeto de observación y de reflexión puede ayudar a cualquiera a distinguir lo que destaca en el ámbito de los conocimientos comunes e indispensables, y lo que destaca en el ámbito de las conciencias, de las familias y de las tradiciones vividas, debiendo respetar cada uno la autonomía del otro.
Hacer comprender a los alumnos que el hecho de dar a la cultura lo que es de la cultura, y a los cultos lo que es de los cultos, es ya llevarles a distinguir entre ámbito público y esfera privada, entre los hechos de interés general y los hechos de pertenencia particular. Si lo religioso -distinto en esto de lo espiritual- designa la convicción interior desde el momento en que se exterioriza, y el sentimiento individual desde el momento en que se socializa, la enseñanza no tiene autoridad para sobrepasar el ámbito de lo manifiesto -lo que cada uno puede ver, leer o entender- y entrar en el ámbito de las convicciones íntimas. Al contrario, el teólogo o el ministro del culto no tienen autoridad para atribuirse en exclusiva la interpretación de tal o cual versículo o sura, bajo el pretexto de que habría que ser cristiano, judío o musulmán para poder hablar de los Evangelios, de la Biblia o del Corán. En ese caso, sólo los profesores liberales estarían autorizados a hablar de Adam Smith, y los comunistas, de Karl Marx.
No sólo creemos que un laicismo que prohibiera este campo del saber se condenaría a una segura pusilanimidad, sino también que una pedagogía entendida así podría contribuir a una pedagogía del laicismo. Sería realmente una pena ceder la información sobre este ámbito a quienes podrían distribuirla fuera de todo control científico, a la manera de una requisitoria o de una inculcación.
El hecho religioso no lo es todo, pero está en casi todas partes. No constituye una esfera aparte y no es objeto de una disciplina en sí. Tampoco hay oposiciones de religión. Es una ámbito que afecta a muchos fenómenos -pensemos en la variable religiosa en sociología electoral- que se inscribe con toda naturalidad en el tejido de la materias enseñadas.
Se han contado 87 definiciones de religión, todas más o menos válidas y, sin embargo, contradictorias. Y más que entrar en este debate académico, habría que hacer la historia de esta palabra latina, palabra ignorada por los griegos, los hebreos y la mayoría de las culturas del mundo, que han visto cómo se la imponía desde fuera el Occidente colonial. Hinduismo no es más una palabra hindú que confucianismo china o fetichismo africana. ¿Habría que acoger a las religiones civiles, las de Rousseau o Michelet, las de la patria, la revolución, la ciencia? El abanico de las religiosidades es muy amplio. Y fluctuantes las fronteras entre religiones positivas y sacralizaciones sociales, entre la creencia que flota y el dogma que fija. En Estados Unidos no hay más que el dólar y el Dios bendiga a América de los actos oficiales. Hasta los contratos de seguros califican las catástrofes naturales como obra de Dios. El mundo soviético se enterraría en lo absurdo si la historia no tuviera en cuenta los anclajes religiosos de los rituales y de los iconos. ¿Habría que incluir también los derechos humanos, religión civil de las democracias del ex Occidente creyente, debidamente reconocida, con su architexto sagrado (en nuestros pequeños anuncios, la Declaración de 1789 se inscribe en las dos tablas oblongas de Moisés)? El «hecho» existe independientemente de la conciencia que toman de él sus protagonistas. Entonces nos entra un escalofrío. ¿Dónde poner los límites? ¿Hasta dónde llegar?
Aquí es donde importa volver a las materias de enseñanza. Limitándose a lo homologado por la moral provisoria, se evitará el disparate y las especulaciones. Si bien el hecho religioso no puede ser tratado completamente como una cosa, es necesario apoyarse en los materiales propios de cada disciplina, aun a riesgo de elevarse después de lo material a lo mental. La noción de hecho nos orienta hacia el camino concreto de los hombres y de las huellas incontestables que nos han dejado. Evita disertar sobre religiones en sí, concebidas o más bien deformadas en entidades homogéneas, fijadas y transformadas en cosas, y sugiere devolver, con pequeños toques, la iluminación, la atmósfera y el estilo, siempre a partir de un dato previo y patente. El dato de la enseñanza literaria son los textos (primer día). Los de las enseñanzas artísticas, las obras (segundo día). Los de la historia y la geografía humana, los acontecimientos y los territorios (tercer día). Y le tocará a la decana de la inspección de filosofía devolvernos, como conclusión, el elemento fuera del cual la enseñanza no sería viable: laicismo, principio y método. Este encadenamiento natural no debería velar la dimensión transfronteriza y sintética, digamos transdisciplinar, inherente a la exploración del mundo simbólico, refractaria a las segmentaciones académicas. Y por eso mismo no puede ser más propicia a una nueva coalición de disciplinas, a nuevas coordinaciones entre profesores.
Régis Debray es filósofo y escritor francés. Este artículo es un extracto del texto sobre la definición del «hecho religioso» y su relación con la enseñanza, presentado en un reciente seminario celebrado en Francia entre enseñantes, representantes del Ministerio de Educación e investigadores de ese país.
_______________
Artículo íntegro original (en francés): L’école et l’intégration du religieux