La clausura del Patio de los Naranjos solo se entiende como una privatización a favor de quién ostenta desde entonces su rumbo: la jerarquía católica sevillana.
Todo esto va ligado a la historia personal de cada uno. La familia de mi madre vivía cerca de la Catedral. Yo, desde muy pequeño, jugaba en el Patio de los Naranjos, que me ha cabreado mucho que los curas lo hayan cerrado, porque los niños jugábamos allí, y había pocas plazas.” El testimonio es de una de las primeras personas que entrevisté hace unos años para mi tesis doctoral. No le preguntaba por el Patio de los Naranjos, sino qué significaba para él la ciudad histórica de Sevilla. En realidad, su respuesta es aplicable a todo tipo de barrios, tanto del centro como de las periferias. Lo que significa la ciudad es en gran medida lo que cada persona ha vivido; está determinado por los sitios donde habitamos y desarrollamos nuestra vida.
La identidad personal de cada uno se construye a través de los espacios donde nos relacionamos y, en ese proceso, nosotros también ayudamos a conformar la identidad de los espacios. Esa construcción, al mismo tiempo personal y social, es todavía más intensa durante la niñez, dejando una huella imborrable en nuestra memoria. En los espacios públicos sale particularmente a relucir: ¿quién no recuerda la plaza o la calle donde jugaba de pequeño? Como escribió el filósofo y teórico urbano Henri Lefebvre, “la calle y su espacio es donde un grupo (la propia ciudad) se manifiesta, se muestra, se apodera de los lugares”.
Como este entrevistado, hoy muchos sevillanos aún recuerdan pasear, jugar o simplemente estar en el Patio de los Naranjos. La gran parte de ellos ya tiene cierta edad, puesto que desde 1992, hace casi treinta años, esas actividades han desaparecido del lugar.
En el contexto de la Exposición Universal, el Cabildo catedralicio organizó la exhibición Magna Hispalensis y aprovechó para cerrar el Patio, controlando la entrada de los visitantes. Aquella exhibición, como la Expo, terminó; en cambio, el acceso al Patio continuó bajo control por primera vez desde su construcción hacía ocho siglos. Este espacio y el cuerpo principal de la Giralda, la torre alminar de la Mezquita Mayor, son los testigos más importantes de la Sevilla capital de al-Ándalus. Como parte del templo religioso musulmán, el Patio de los Naranjos funcionaba como patio de las abluciones. Ni la conquista castellana, ni la construcción de la Catedral que respetó la estructura del espacio en su mayor parte, ni las alteraciones posteriores del propio Patio modificaron su condición de plaza abierta para todos los sevillanos. Hasta 1992.
La clausura del Patio de los Naranjos solo se entiende como una privatización a favor de quién ostenta desde entonces su rumbo, la jerarquía católica sevillana. Una privatización que, además, es muy sensible por la zona en la que está. El mismo testimonio con el que se introducía el texto resaltaba la falta de espacios públicos en la zona. Se trata de una cuestión es importante: el centro histórico, por su propia condición urbana, tiene un déficit de espacios libres con respecto a otros distritos de la ciudad.
La privatización solamente tiene sentido en relación con el negocio turístico del Cabildo. La Catedral es uno de los monumentos más visitados del país, lo que reporta al Cabildo importantes beneficios, y el Patio de los Naranjos se configura como el punto final del recorrido turístico. Se me dirá que los nacidos y avecindados en la Diócesis no pagan para entrar en la Catedral, pero ante las largas colas y la saturación de los últimos años, ¿de verdad alguien cree que las gentes de Sevilla siguen usando el Patio de los Naranjos como cuando era un espacio público? Es obvio que la respuesta es no. Ahora bien, esta privatización física, es decir, la que se realiza impidiendo por la fuerza el paso a las personas mediante una valla y un guarda de seguridad, viene acompañada de otra de carácter intangible, que también tiene relación con el negocio turístico.
La Catedral es patrimonio cultural, y así está reconocida tanto por el Estado como por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura: la Unesco. La declaración estatal como monumento nacional data de 1929 siendo, así, de las primeras de la ciudad. El régimen jurídico del patrimonio ha cambiado desde entonces, transitando desde la noción de monumento nacional hacia la amplitud de los bienes culturales, que abarca muchos tipos de patrimonio, tanto material como inmaterial. La característica común a todos ellos, como señala la jurista María Rosario Alonso, es que “su destino a la satisfacción de necesidades públicas […] es el único dato que los conexiona, que los unifica”. Es decir, la característica común a todos los bienes del patrimonio español, independientemente de su titularidad, es su finalidad pública en tanto que tienen por objetivo el interés general comprendido como el acceso y el disfrute del derecho a la cultura de todos los ciudadanos. Por eso, todos los bienes culturales deben abrirse para ser visitados gratuitamente al menos cuatro días al mes por ley. Desde esta perspectiva, la privatización de cualquier bien cultural que fuera previamente público carece de sentido. De la misma forma, tampoco tiene sentido la privatización en el marco de la declaración del conjunto catedralicio como Patrimonio Mundial por la Unesco.
El reconocimiento que otorga la Unesco a los elementos patrimoniales de todo el planeta desde 1972 se fundamenta en una serie de criterios sobre los valores culturales de los mismos. Para llevarlo a cabo, se establecen unos objetivos en forma de obligaciones para los Estados, que se recogen en el artículo cuarto de la Convención del Patrimonio Mundial: “identificar, proteger, conservar, rehabilitar y transmitir a las generaciones futuras el patrimonio cultural y natural situado en su territorio”. Cada una de las cinco actividades son clave: no hay jerarquías entre ellas. En el Patio de los Naranjos, las cuatro primeras están garantizadas, no así la quinta tras la privatización. ¿Qué clase de transmisión a las generaciones futuras de los valores culturales del patrimonio se realiza restringiendo el acceso de esas mismas generaciones a aquellos valores? La Unesco suele entender que, de forma general, se establezca una prestación económica para acceder a determinados bienes si así se garantiza su conservación, pero debe haber un equilibrio con el peso que tiene la difusión de la cultura. En el caso del Patio de los Naranjos como Patrimonio Mundial, a la regla general de la Unesco se suma lo establecido de forma particular.
La declaración de la Catedral, junto al Alcázar y al Archivo de Indias, se produjo en 1987, cinco años antes de la clausura del Patio. El texto de la declaración recoge varios criterios, entre ellos que la Catedral es “un templo gótico cuya construcción comenzó a principios del siglo XV sobre la antigua Mezquita Mayor de Sevilla –un edificio Almohade cuyo Patio de los Naranjos ha sido preservado y convertido en el patio de acceso a la Catedral– y la Giralda”. En 1987, la Unesco reconoce el valor del Patio como lugar histórico, testigo de las distintas capas arquitectónicas que se superponen en el edificio, y destaca que todavía esté en uso como entrada al monumento, precisamente lo contrario a lo que es hoy. En este sentido, los argumentos que justifican la declaración como Patrimonio Mundial se han alterado al privar a la ciudad de un espacio vital en sí mismo y para comprender el templo. Tampoco se puede obviar que en el informe de los técnicos del Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (Icomos) en el que se sustenta la declaración como Patrimonio Mundial se resalta que el Patio de los Naranjos “conserva la memoria de la Gran Mezquita […] es un maravilloso jardín interior a medio camino entre un sahn y un claustro”.
En definitiva, la restricción de acceso al Patio de los Naranjos es una doble privatización en lo que respecta a un espacio público de la ciudad y a un elemento clave del conjunto monumental de la Catedral como bien cultural y Patrimonio Mundial de la Unesco. No existe ningún criterio urbano o patrimonial que justifique el cierre al público. Así, cabe poner en duda la gestión del monumento que a día de hoy realiza el Cabildo catedralicio en tanto que bien cultural, cuya responsabilidad con las obligaciones de difusión del patrimonio queda en cuestión. La única forma de comprender esta privación al disfrute del Patio de los Naranjos por el público se encuentra en el negocio que el Cabildo hace a través de las visitas turísticas, y que hay que comprender en el contexto amplio de las inmatriculaciones, o primeras inscripciones registrales sin documentos acreditativos que la Iglesia Católica ha hecho masivamente entre 1998 y 2015.
Las acciones para revertir tan injusta apropiación ya han comenzado. En Sevilla las comanda la Plataforma en Defensa del Patrimonio de Sevilla, cuyo primer manifiesto estuvo dedicado precisamente al Patio de los Naranjos. La movilización social, como en tantas otras ocasiones, son la única salida que le queda a la ciudadanía para garantizar sus derechos ante la inacción gubernamental, especialmente aquella del Ayuntamiento y de la Junta de Andalucía. Sin la organización social perderemos lo que es nuestro, lo que en este caso supone olvidar que el Patio de los Naranjos siempre ha sido del pueblo de Sevilla.