Que una comunidad religiosa fuertemente organizada controle el comercio callejero irregular es una realidad que hace aún más lejana su erradicación
La organización de los colectivos que controlan la venta irregular en las calles españolas, sin disputas por el espacio, con reacciones coordinadas ante la presencia policial, distribución de funciones, ‘centrales de compras’ y tesorería y viviendas comunitarias, tiene una explicación. Se trata de una actividad copada por vendedores procedentes de Senegal y miembros de una cofradía islámica sufí, la muradí, con fuertes lazos comunitarios y una estructura claramente jerárquica.
Los prejuicios más desinformados podrían llevar a sospechas injustificadas. El integrismo violento siempre ha combatido a las cofradías sufís, a las que ve como una desviación heterodoxa del islam. Los cuerpos policiales no han detectado ningún destino sospechoso a las aportaciones que los vendedores hacen a la congregación. Y algunas de sus bases doctrinales, la santificación a través del trabajo y la ayuda mutua, son perfectamente homologables a las de otras organizaciones religiosas.
Eso no significa que el fenómeno no tenga flecos preocupantes. De entrada, la venta ambulante, sin licencia, opaca al fisco, con productos falsificados, es una actividad ilícita. Y la existencia de una estructura estable para hacerla posible está en los límites entre lo que objetivamente se podría describir como organización para delinquir y la organización cooperativista de la economía sumergida. La misma policía considera injustificado utilizar términos como ‘mafia’, y sin duda lo son mucho más las que producen, importan y distribuyen los productos que exhiben los vendedores o las que se inclinan por actividades abiertamente delictivas y mucho más lucrativas. Pero el hecho de que un grupo controle sin discusión los puntos de venta más golosos de cada ciudad, y el nivel de dependencia económica de los eslabones más bajos de la cadena, justifican cuanto menos que se vigile el funcionamiento de este colectivo.
Que los ayuntamientos apenas aspiren a blindar del ‘top manta’ espacios concretos con problemas objetivos de seguridad o impacto directo en el comercio letal, mientras la actividad fluye hacia otros espacios, recuerda la dificultad de controlar una actividad que, mientras sus practicantes no puedan regularizar su situación, tiene pocas alternativas dentro de la legalidad. Y aún más difícil puede ser plantearse la erradicación del ‘manta’ en tanto que sea la forma de vida de todo un colectivo organizado y cohesionado a su alrededor.
Editorial
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