“Yo tenía la intención de convertirlo al catolicismo, pero casi me convierte él al marxismo”, confesó una vez a un conocido el canónigo Celestino Pérez de la Pietra en referencia al sindicalista de UGT que metió en cintura al cabildo compostelano. David Barrio logró en 2001 el primer convenio laboral de la historia de la Iglesia Católica, y reconoce que la frase del cura fue “el mejor piropo” que recibió en su vida.
El organizador sindical asegura que ni la Basílica de San Pedro tiene algo semejante. Lo que ocurrió aquel año en la Catedral de Santiago no tenía precedentes, y luego tampoco cundió el ejemplo, por mucho que varias plantillas de basílicas de España y Portugal, como las de las catedrales de Zaragoza, Barcelona y la de la Sé de Oporto se pusiesen en contacto con la UGT gallega para que les guiase por la buena senda laboral. En concreto, desde El Pilar y desde el templo portugués le pidieron a David Barrio que llevase directamente las negociaciones. También recibió llamadas desde Bolivia. Los interesados iban a pagarle al sindicalista gallego —gallego de Santiso— el viaje. Entendían que solo él podía obrar el milagro.
No obstante, aquellas primeras conversaciones quedaron en nada. La revolución de los trabajadores de la Iglesia se frenó en seco nada más nacer en Santiago, según sospecha el propio Barrio, porque “alguna mano de muy arriba lo paró todo”. Su suposición se basa en las múltiples, extrañas, inesperadas y poderosísimas presiones que recibió él durante la negociación del convenio colectivo de la Catedral de Santiago, una empresa en sí, que en muchos aspectos, desde muy antiguo, tiene total independencia, y poder de decisión al margen del Vaticano.
“Una de dos, o salen ustedes de rodillas o salgo yo muerto y crucificado”, les espetó un día a los canónigos que representaban al cabildo en las tensas reuniones entre la Iglesia y los portavoces de los trabajadores. Las tiranteces, las revisiones constantes y delirantes del borrador del convenio, los equívocos y diferencias entre dos mundos, el sindical y el eclesial, que no hablaban el mismo idioma, alargaron la negociación durante seis meses, de febrero a agosto, aunque ya en 2000 habían empezado los tanteos. Las reuniones, generalmente vespertinas, acababan muchas veces a las tantas de la madrugada, con una cena a horas intempestivas que les servían a los negociadores en el Convento de San Francisco.
A mediados de verano la patronal, es decir, los canónigos, seguían sin aceptar las exigencias salariales. En lo más crudo, todos tuvieron que suspender sus vacaciones estivales porque se avecinaba una guerra. La plantilla demandaba un sueldo base de 90.000 pesetas, un complemento idéntico para todos de 30.000 y un 5% más por trienio.
Hasta la fecha, según se publicó, había trabajadores que cobraban 72.120 pesetas. No llegaban al salario mínimo interprofesional y las condiciones laborales las dictaban contratos individuales, con condiciones, decía UGT, “totalmente desrreguladas”. El descontento había medrado entre el personal, así que algunos empleados se acercaron al sindicato pidiendo ayuda. Entonces, David Barrio se hizo fuerte en el templo, y antes de vencer al cabildo tuvo que convencer a aquellos trabajadores temerosos de Dios.
En la plantilla, que entonces era de 15 personas y ahora es de 30, hay gente muy creyente. “Pensaban que si se rebotaban contra la Iglesia estaban cometiendo un pecado”, relata Barrio. No era fácil, ni siquiera, llegar a saber qué trabajadores estaban contratados y cuáles eran colaboradores de la Iglesia, gente que se prestaba y todavía hoy se presta voluntaria para ayudar en el culto y en las actividades de la iglesia. Tuvo que ir a discernirlo “una inspectora de Trabajo disfrazada de peregrina”, cuenta el sindicalista.
Por la parte de la empresa (conocida como Santa Apostólica y Metropolitana Iglesia Catedral de Santiago de Compostela), en nombre de los 21 canónigos, unos más conservadores que otros, sacó adelante la negociación el entonces fabriquero, Celestino Pérez de la Pietra. Aquel año, el deán todavía no era José María Díaz, sino Luis Quinteiro Fiuza, nombrado luego obispo de Ourense y más tarde de Tui-Vigo, diócesis en las que no se plantearon convenios como este. El arzobispo era el mismo que hay ahora, Julián Barrio, y la Iglesia intentó mantenerlo todo el tiempo al margen del conflicto para evitar su desgaste.
Del otro bando, además de UGT, estaba el delegado sindical de la plantilla, el tan tenaz en aquellos días oscuros Juan Esperante. Y también intervino, para templar el diálogo, la Xunta, a través del que era director general de Relacións Laborais, José Vázquez Portomeñe. Fue precisamente en su despacho en el que, a las 17.30 horas del siete de septiembre de 2001, se rubricó el acuerdo definitivo.
Un mes y pico antes, en plenas fiestas del Apóstol, cuando los empleados amenazaron al cabildo con la primera huelga de la historia de la Iglesia y un calendario de protestas alrededor del templo, la anciana elite sacerdotal comulgó, esta vez de veras alarmada. La prensa había llenado aquellos días titulares con la inédita e inminente huelga de botafumeiro caído. Era la primera vez que el incensario iba a parar en siete siglos, y en Santiago no se hablaba de otra cosa. Porque los tiraboleiros, que reciben además un plus cada vez que echan al vuelo el artilugio, lo mismo que los organistas, los trabajadores del museo, de las cubiertas o de la sacristía, eran “una piña” y estaban decididos. La huelga estaba convocada para primeros de agosto, pero el día dos, al fin, la Iglesia cedió, aunque no todo lo que hubiese querido la plantilla. Apresuradamente, David Barrio tomó a mano nota del acuerdo y todos lo sellaron con sus firmas.