Francia debate prohibir el «burka» como instrumento de sumisión de la mujer – El Estado no pretende regular la vestimenta, sino garantizar el laicismo – Suecia, Italia y Holanda ya lo han hecho
A veces se las encuentra en los mercados al aire libre que hay en algunas ciudades de la periferia parisiense, como Saint-Denis. Aquí, cerca de la basílica donde los franceses enterraban a los reyes, se plantan centenares de puestos de ropa, fruta, regalos o especias que parecen importados de El Cairo o de Rabat. París está muy cerca y muy lejos a la vez. Y es aquí, en los mercados de las afueras, donde, de vez en cuando, aparecen estas mujeres vestidas de negro, con el rostro tapado, a las que algunos con recochineo llaman mujeres-Batman, que vienen a comprar y que se han convertido en el centro del último debate que divide Francia: ¿Se debe prohibir el burka en la calle? ¿Debe Francia permitir que existan sobre su territorio mujeres que se cubren por entero?
La iniciativa partió de un diputado comunista del departamento de Rhône, André Guerin, que presentó hace un mes en la Asamblea Nacional una propuesta para analizar esta manera de vestir. No ha parado desde entonces. «No se trata de una medida contra las mujeres, ni contra el islam. Al contrario. Es una mano tendida a ellos». Según Guerin, el Estado, garante de la laicidad, debe evitar que en las calles «se siga viendo a esos fantasmas». Este diputado añade que a veces, en las bodas, cuando les piden que enseñen el rostro, el marido se lo impide.
En su escrito, Guerin añade que esta forma de vestir «encierra literalmente el cuerpo y la mente de la mujer, convirtiéndose en un verdadero calabozo ambulante». La idea de Guerin prendió: hace 10 días, 57 parlamentarios de diferentes partidos (derecha, socialistas, centristas) se sumaron. Suscriben que esta vestimenta «constituye una afrenta a la libertad de la mujer y a la afirmación de su feminidad». Y añaden: «La mujer se encuentra en una situación de reclusión, de exclusión y de humillación intolerable».
Hace cinco años, Francia asistió a un debate parecido: ¿qué hacer con las niñas que llevan pañuelo en la cabeza? En un país que ya en 1905 votó una ley que separaba la Iglesia del Estado, que posee como bandera incuestionable la laicidad, la controversia estaba garantizada. También entonces el número de afectadas era ínfimo: el Ministerio de Educación calculó que, entre los 12 millones de alumnos matriculados, había unas 1.200 chicas que iban a clase con hiyab. Pero ni entonces ni ahora se hablaba tanto de porcentajes como de Estado laico (por parte de los defensores de la prohibición) y de libertad (por parte de todos).
Por fin, en marzo de 2004, el Gobierno aprobó una ley denominada en defensa de la laicidad, que prohibía que se llevaran signos externos religiosos a las escuelas públicas y que, de hecho, es la ley más restrictiva de Europa. El hiyab quedó desterrado.
Algunas de las razones de aquellos años se han vuelto a repetir ahora. Dos de los diputados que se han adherido a la propuesta de Guerin explicaron la semana pasada a Le Parisien su postura. Christophe Guilloteau, de la UMP (el partido de Sarkozy): «No es sólo la postura de un político; es también la de un padre de cuatro hijas. El burka tiene algo de servil, de degradante. ¿Por qué no una prohibición en todos los lugares públicos?». Odile Saugues (Partido Socialista): «Sumándome a esta iniciativa defiendo las virtudes de la República laica. El burka es un signo de envilecimiento de las mujeres. Yo he vivido en barrios pobres de Clermont-Ferrand. Y he conocido mujeres inmigrantes que intentaban integrarse. Ahora, hay jóvenes que llevan este velo y madres que no salen de su casa».
Además de esta postura, rápidamente surgió otra, también defendida por políticos de uno y otro lado, que venía a decir que pinzar un nervio sensible de la sociedad era, cuando menos, arriesgado, y que se corría el peligro de hacer más daño que bien. El ministro de Inmigración, Eric Besson, el ex socialista reconvertido hace años en partidario de Sarkozy, aseguró: «La ley ya regula una manera de vivir juntos. Se ha encontrado un equilibrio. Y sería arriesgado ponerlo en peligro». La primera secretaria del Partido Socialista (PS), Martine Aubry, dijo desconfiar de soluciones fáciles, y reclamó prudencia para que una ley hecha con buena intención no recluya aún más a una población ya marginada.
Bernard Godard, asesor del Ministerio del Interior sobre religión islámica y coautor del libro Musulmanes en Francia, argumenta de manera parecida. Para él, lo importante es descubrir si la mujer que lleva esta vestimenta lo hace porque quiere. «Ésa es la raíz de la cuestión», asegura. «El resto, prohibirlo o no prohibirlo, no tiene tanta importancia». Aunque luego añade detalles algo escalofriantes: «A veces, ellas mismas se niegan a quitarse esas ropas incluso al dar a luz, y eso ya es un problema de salubridad». Godard calcula en un millar las mujeres que caminan por las calles de Francia con el rostro oculto, pero está convencido de que el fenómeno «crece, lenta pero de una manera progresiva».
A pesar de que todo el mundo habla del burka, en el fondo en Francia no hay prácticamente ninguna mujer que lo lleve. Lo que estas aproximadamente mil musulmanas se ponen es el niqab, un vestido negro, amplio, con un velo que les cubre el rostro hasta los ojos, propia de comunidades salafistas, esto es, pertenecientes a un movimiento que pretende retrotraer al islam a sus primeros tiempos y preceptos.
Hace ocho días, Nicolas Sarkozy, presidente de la República, dio un discurso que algunos calificaron como el acto inaugural de la segunda parte de su legislatura. Y se refirió al burka. Tras recordar el peso del laicismo en su país, añadió: «No podemos aceptar mujeres prisioneras detrás de una verja, separadas de toda vida social, despojadas de una identidad. Ésa no es la idea que la República Francesa tiene de la dignidad de la mujer». «El burka no es algo bienvenido en Francia», concluyó.
La polémica se avivó aún más. La feminista Fadela Amara, una de las cabecillas del movimiento Ni Putas Ni Sumisas y actualmente secretaria de Estado de la Villa, encargada, sobre todo, de la población marginal inmigrante, se alineó con claridad en el bando de los que abogaban por una prohibición. En una entrevista a Le Parisien explicaba por qué: «Me encanta que la iniciativa trascienda los límites de los partidos políticos, que exista un consenso sobre la libertad y la igualdad de las mujeres, dos valores sobre los que no se puede negociar. El debate actual debe desembocar en una ley que proteja a las mujeres». Para Amara, esta vestimenta está creciendo en determinadas poblaciones y eso es un signo de que el fundamentalismo se ha asentado en suelo francés. Para esta activista, las mujeres que llevan el niqab no pertenecen a una clase social determinada, ni su uso está relacionado directamente con la pobreza, sino con su marido. «Nunca son mujeres solteras. La exigencia del burka es tal vez un fantasma sexual masculino».
Mohammed Moussaoui, profesor universitario, imán y presidente del Consejo Francés del Culto Musulmán, tampoco ha parado estos días de decir lo que piensa. Considera que, antes que nada, es un asunto marginal. «Yo no he visto en muchos años mujeres que lleven esta vestimenta. El burka no existe en Francia, y el niqab es muy residual». Y añade: «Estamos ante un problema algo artificial y ante una cuestión demagógica. A mi juicio, los diputados harían mejor preocupándose de temas más importantes o urgentes, como el paro o la crisis». Según Moussaoui, impedir que estas mujeres lleven el niqab en la calle es, cuando menos, contraproducente: «¿Qué va a hacer la policía? ¿Quitarles el vestido? Lo que se va a conseguir es que estas mujeres se recluyan aún más». Para el presidente del Consejo Francés del Culto Musulmán no se conseguirá que esas mujeres renuncien por la fuerza, sino a través de la educación y el convencimiento. «Hay que recordar que el Corán no habla nunca del niqab ni del burka. Es más: en la peregrinación a La Meca, está terminantemente prohibido que la mujer se cubra el rostro».
El periódico Le Monde, en un reciente editorial, se hacía eco de la dificultad de aplicación de la ley mencionada por Moussaoui y añadía otra: ¿En qué se basarán los legisladores para prohibir en la calle una determinada manera de vestir? ¿Cómo harán para no parecer, ellos, una congregación de ulemas?
Ante la complejidad de la cuestión, la Asamblea Nacional francesa, para empezar, se ha dado tiempo: el 25 de junio aprobó la creación de una comisión encargada de recoger información. Durante seis meses, reunirá datos y testimonios. Uno de los que acudirá será Moussaoui. En diciembre, el Parlamento decidirá.
Si lo prohíbe, no será el único Estado europeo que lo hace: en Holanda, desde la primavera de 2007, no está permitido llevar un velo (no un pañuelo en la cabeza) en las escuelas y en los transportes públicos. También en Italia o Suecia está prohibido el burka en los lugares públicos.
Ellas, las mujeres que llevan «la cárcel ambulante», como la denomina Guerin, son difíciles de localizar. Algunas, pocas, han hablado en la televisión francesa: siempre aseguran que llevan el niqab porque quieren, que responde a una decisión propia, personal y meditada. Los defensores de la ley recuerdan que las que lo llevan por obligación, por presiones de su familia o por orden terminante de su marido, no salen nunca por la tele.
El viernes, no acudieron al mercado callejero y multitudinario de Saint Denis esas mujeres. O acudieron sin velo. Una chica con hiyab explicaba, casi a la hora de cerrar, que a veces aparecían «y a veces no». Después añadió: «Soy profesora. Y hace poco tuve una alumna que llevaba niqab. En clase se quitaba el velo y el pañuelo de la cabeza. Pero en cuanto salía a la calle se lo ponía todo otra vez. Yo le pregunté que por qué lo hacía, si alguien le obligaba. A mí no me mentía, creo, dijo que lo hacía porque quería».
El mercado se vacía. La chica continúa: «Si eso es así, si lo hace porque quiere, nadie puede impedirle que se vista como desee. A no ser que quiten lo de ‘libertad’ en el lema de la República Francesa y se queden sólo con lo de ‘igualdad’ y ‘fraternidad».
La polémica del velo en España
No hay que confundir el burka con el velo. En España no han trascendido casos polémicos relacionados con el primero, sin presencia pública. Sin embargo, el velo islámico sí ha sido objeto de controversia. Quienes defienden su uso en espacios públicos apelan a la libertad de elección y a la tradición; quienes lo rechazan ven en él un elemento de discriminación a la mujer.
– Shaima. En 2007 el centro escolar de Girona donde la niña musulmana Shaima Saidani, que entonces contaba ocho años, estaba escolarizada le negó la posibilidad de vestir el hiyab, el pañuelo que cubre el pelo, en clase. La dirección del colegio Joan Puigbert-Annexa argumentó que era un elemento que podía ser causa de discriminación. La familia se planteó regresar a Marruecos. La Generalitat de Cataluña instó al colegio a permitir a Shaima el uso del pañuelo al considerar que el derecho a la escolarización prevalece sobre las normas internas de los centros.
– Fátima. En 2002, Fátima Elidrisi, también marroquí, fue escolarizada en el colegio católico Inmaculada Concepción, en Madrid. Aún no había cumplido los 14 años y llevaba, apenas, cinco meses en España. Las monjas se negaron a que asistiera con el velo y su padre, Alí Elidrisi, renunció al colegio. Se matriculó en el instituto público Juan de Herrera. Fátima lució su hiyab anudado al cuello hasta que dejó los estudios en 2005. Recuerda especialmente problemáticas las clases de gimnasia. Lo pasé fatal en la escuela. Por la clase de gimnasia. Algunos profesores me decían que no podía llevar velo.
– La postura de los partidos. El programa electoral del PP en 2008 recogía que los inmigrantes debían respetar las costumbres españolas y que no se permitiría que el velo fuera un elemento de discriminación en la escuela. La ministra de Igualdad, Bibiana Aído, entró en la polémica cuando afirmó el año pasado que los hombres musulmanes pueden vestir como quieran y las mujeres no. La vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega afirmó que la posición del Gobierno es el respeto a las tradiciones culturales siempre que éstas respeten la legislación.