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La buena gente

Aquellos que, aun habiendo sido bautizados, no somos cristianos, no sólo es que no nos sintamos cristianos, sino que, además, no queremos ser cristianos.

  Por eso nos desola la insistencia de los conservadores para incluir la palabra «cristiano» en la Constitución europea. No porque impida ser europeo a un musulmán, sino porque lo mejor de la cultura europea, a nuestro entender, es haber conseguido, tras agotadoras batallas, que los europeos no pertenezcamos públicamente a ninguna religión.

Es evidente que muchísimos cristianos son gente abnegada, inteligente, generosa, tolerante y amable. Otra cosa es el poder cristiano, su manifestación pública. Las religiones han sido colosales construcciones edificadas sobre la esperanza de que nuestra vida sea, a pesar de todo, valiosa. Durante siglos esa esperanza levantó culturas poderosas en Mesopotamia, en Egipto, en Europa. A partir del siglo XIX, sin embargo, los europeos vivimos en un contexto material cuya extrema tecnificación hace sumamente peligroso que el control social se encuentre en manos de instituciones religiosas o de creyentes radicales. Los problemas son demasiado graves como para que pueda resolverlos la fe en una vida eterna, en la Providencia, o en la bondad de un Ser Trascendente.

Aun cuando no seamos especialmente agresivos (precisamente porque abominamos del proselitismo), los no-cristianos deseamos que a los niños y a los adolescentes no les calienten la cabeza con fantasías que puedan dañar su credulidad y hacer de ellos unos ciudadanos apáticos o cínicos a una edad inconveniente. Por eso rechazamos las clases de religión católica, escarmentados por el resultado de la pedagogía católica europea del último siglo. No hay una sola prueba de que la educación católica haya mejorado a alguien que no hubiera sido mejorado por una educación laica.

Otra cosa sería una asignatura de historia de las religiones, o de las utopías, que explicara los mitos de las mismas, cuya poesía sigue siendo poderosa. Aunque la enseñanza habría de incluir un examen de los efectos prácticos de religiones y utopías que no ocultara la crueldad vesánica del Vaticano en el pasado, o la criminalidad paranoica de los fundamentalistas actuales.

No es infrecuente que, cuando alguien expone este tipo de opiniones, los creyentes le acusen de pertenecer a otro credo, iglesia o religión, sea ésta el materialismo, el comunismo, el hedonismo o la masonería. Es propio de proselitistas creer que la historia del mundo es una interminable lucha entre religiones y credos; que cada cual tiene al suyo por verdadero y único (es decir, conforme al plan divino), y que es preciso luchar con todas nuestras fuerzas para lograr la imposición de nuestras creencias y la extinción de las ajenas. Su victoria, creen, sería la mejor demostración de la existencia de Dios y de Alá.

Todo lo cual es falso y forma parte de la distorsionada visión que de nuestros semejantes suelen tener los creyentes radicales, los cuales construyen un delirante mundo de buenos y malos. Cuando Bush dice que Dios está con América, lo dice absolutamente en serio. Los no-religiosos tendemos a pensar, además, que es verdad. Si Dios es una metáfora de «la suma potencia», indudablemente es el causante de todos los desastres que está llevando a cabo el gabinete de psicópatas que forma su actual gobierno.

Se habrá observado que no hay una palabra para decir «no-religioso» o «no-cristiano». La palabra «laico» está cargada de sentido histórico y sólo permite una aplicación administrativa. Hablar de un «ciudadano laico» debiera ser un pleonasmo. Naturalmente, niego que «ateo» sea el equivalente de «no-religioso», porque muchísima gente tiene sus esperanzas puestas en alguna divinidad sin necesidad de pertenecer a religión alguna. En ocasiones esa divinidad puede ser sutil (un amigo mío, por ejemplo, cree en el Arte), otras veces es más espesa (tantas amigas rezan esperanzadas al dios Marx…), no falta quien cree en la vida extraterrestre, o en un dios vaporoso llamado Progreso Científico, pero ninguno de estos dioses obliga a pertenecer a religión alguna, ni a practicar proselitismo y sólo rara vez exige asignatura propia.

Que no haya palabra para «no-religioso» da idea de lo difícil que ha sido y sigue siendo arrinconar una creencia que ha dominado el mundo durante tantos siglos. Todavía hoy los políticos se andan con muchísimo cuidado a la hora de confesar sus descreencias religiosas. A esta prudencia ellos lo llaman: «Tener un respeto grande por las creencias de la gente». En realidad es puro fariseísmo. Un político sin religión sigue siendo indigno de confianza, alguien a quien no se le otorgaría la tutela de los niños. Parece como si los no-religiosos vivieran sólo para sí mismos, como ególatras, transgrediendo el primer mandamiento del catecismo contemporáneo: la solidaridad. Es inútil aducir que, en estos dos últimos siglos, los mejores ejemplos de personas generosas, abnegadas y luchadoras por el bien común han solido coincidir con ciudadanos sin religión pública. Por el contrario, son legión los casos de gente muy cristiana, muy creyente y muy religiosa que ha conducido, propiciado y aplaudido las mayores atrocidades.

Es inútil: alguien que manifieste públicamente carecer de religión y sentirse muy ufano por ello aparece como alguien de dudosa moralidad, y en consecuencia los no-religiosos estamos siempre a la defensiva, persuadidos de que llevamos las de perder. Comprendemos, por lo tanto, que los políticos pisen huevos cuando se les pregunta por este asunto, o que visiten al Papa (ese enemigo del bienestar femenino), o que digan que el cristianismo ha construido las catedrales, como si hubieran bajado los ángeles del cielo cargados de mortero y horas de ocio.

Ahora, háganme un favor: donde dice «no-religioso», lean «no-nacionalista». Donde he escrito «Dios» o «religión», pongan «nación». Donde vean «creyentes», traduzcan por «nacionalistas». Así me ahorro escribir otro artículo sobre la inminente guerra civil que pronostican los amigos catalanes.

Porque si duro es mantener en tierra de creyentes que uno no espera la vida eterna, que no se siente ni quiere sentirse hijo de Dios y que está persuadido de que el poder religioso no mejora a la gente, mucho más difícil es defender en este país que alguien pueda ser un ciudadano con todos los derechos, sin necesidad de sentirse o quererse una criatura nacional.

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