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Las elecciones del viernes en Irán son una prueba de fuego para el régimen en un momento de debilidad interna y tensiones con Occidente por el órdago nuclear. La amenaza de boicot por parte de una ciudadanía asfixiada por la mordaza política y la crisis económica añade presión a una teocracia que basa parte de su legitimidad en la afluencia a las urnas.
En los comicios se renueva un Parlamento encargado de dar una falsa pátina representativa a un poder controlado de manera absoluta por el Líder Supremo. Constituyen, además, el primer test político tras las protestas desatadas hace año y medio por, golpeada por llevar mal puesto el hiyab. La ira popular cristalizó entonces en unas movilizaciones que supusieron el mayor desafío a los ayatolás en décadas, al cuestionar el control de la Policía de la Moral sobre el cuerpo de las mujeres.
Para contrarrestar el malestar ciudadano, la república islámica ha escalado la tensión con Occidente: por un lado, enriqueciendo uranio a niveles récord; por otro, con el apoyo a Hamas en Gaza, que permitió el mayor ataque terrorista a Israel desde 1948.
La oposición iraní necesita más que nunca apoyo exterior,
y la convicción de que Occidente no negociará un nuevo pacto nuclear ni rebajará el castigo a Teherán en medio de la ola de represión interna y la desestabilización regional