Hace poco fue el juramento de un magistrado de un Tribunal Superior de Justicia, unos días antes quien juró fue la presidenta de una Comunidad Autónoma, otras veces ha jurado todo un Gobierno… Continuamente nos llegan noticias sobre ceremonias de toma de posesión, y los medios prestan mucha y justificada atención a cuál de las dos fórmulas existentes se emplea en el compromiso público ante los conciudadanos: la del juramento o la de la promesa.
En la primera, aun cuando se restrinja a la expresión “juro”, sin especificar por qué o quién se jura, se sobreentiende que se invocan instancias religiosas. De hecho, en el diccionario de la RAE, la primera acepción de ‘jurar’ es “afirmar o negar algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas”. Por el contrario, ‘prometer’ es sencillamente “obligarse a hacer, decir o dar algo”, sin invocación sobrenatural alguna.
Las convicciones religiosas de los cargos son asunto suyo; incluso están protegidos (como lo estamos todos) por el artículo 16.2 de la Constitución, según el cual nadie debe verse obligado a declarar sobre esas convicciones. Pero es más: a los ciudadanos no sólo no nos incumben, sino que nos sobran. Es decir, que un cargo público exprese algo así como que responderá ante un supuesto ser sobrenatural en cuanto al cumplimiento de sus obligaciones, nos resulta absolutamente irrelevante e insuficiente, pues debe responder, sí, pero ante nosotros. Ese compromiso sobrenatural resulta poco tranquilizador, pues nosotros no podremos controlar jamás sus consecuencias o, digamos, apaños: ¿y si el juramentado no cumple y se limita a ajustar cuentas particulares con el ente divino o sus vicarios, que tal vez lo perdonen sin nosotros enterarnos de la misa la mitad? En otras palabras: en lo que a los ciudadanos se refiere, quien jura por Dios toma su nombre en vano, pues no nos sirve de nada.
Es obvio que la promesa tampoco garantiza nada, y siempre será necesario el mayor control democrático posible. Pero la fórmula del juramento resulta especialmente poco prometedora, pues quienes empiezan con ella una tarea de responsabilidad lo hacen de la peor manera, confundiendo convicciones, apegos, y tal vez, cuidado, ¡sumisiones! privadas con deberes y lealtades públicas. Por ello, tal fórmula debería eliminarse. Mientras no se haga, los nuevos cargos harían bien renunciando a ella, sean cuales sean sus creencias y convicciones, por respeto a la ciudadanía. Y, en consecuencia, lo contrario no debe levantarnos sino sospechas y rechazo: en este sentido, quien jura, no promete.
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