La Iglesia, necesitada de «aggiornamento», se ha encontrado en medio del fregado electoral italiano
Dos Estados europeos se enfrentan a sendas votaciones en las que debaten su inmediato futuro. Italia, con más de 60 millones de habitantes, celebrará elecciones legislativas los próximos días 24 y 25; y el Vaticano, la más diminuta de las soberanías europeas, elegirá pontífice en las semanas siguientes. Además de la coincidencia de escenario, siempre Roma, sus procesos electorales no han dejado de influirse recíprocamente.
En la Italia de la posguerra el líder democristiano Alcide De Gasperi articuló un sistema que sirvió bien a los intereses nacionales. Gobernando desde lo que Mauro Megatti llama en Corriere della Sera “el centro, no geográfico, sino el corazón dinámico de la sociedad”, en lugar de abrirse a la derecha, que en esos años cuarenta era todavía bastante mussoliniana, logró la colaboración de los elementos más moderados de la izquierda. Rechazaba así una bipolaridad que parecía de rigor en las grandes democracias vecinas —Francia, Alemania, Reino Unido— en favor de un centro-centro formado por la izquierda de la derecha y la derecha de la izquierda, que supo reconstruir el país política y económicamente durante la I República.
Extinguida la propuesta en los años noventa en una bacanal de comisiones y formidables coladas de dinero negro, de las que no siempre estuvo ausente el Vaticano, la II República derivó hacia una bipolaridad imperfecta entre una derecha populista que encarnaba Silvio Berlusconi, y una izquierda que volvía apresurada del comunismo, hoy conocida como Partido Democrático (PD), bajo la dirección de Luigi Bersani. Y la Iglesia experimentaba una depauperación galopante allí donde precisamente había nacido: Europa, que si en 1950 congregaba a casi la mitad de católicos del planeta, en 2010 apenas contaba con un 20%. El crecimiento era importante en África y apreciable en Asia, pero en América Latina, su gran vivero histórico, sufría la erosión de una longeva complicidad con el poder y la rebatiña de fieles con las sectas del protestantismo evangélico y sus realities milagreros. El decaimiento del catolicismo latinoamericano solo podría, quizá, contenerse hoy nombrando a un papa de la tierra, y aun mejor, de los pueblos autóctonos.
Ante el grippage del sistema y el descrédito internacional que Berlusconi y su nocturnalia apilaban sobre el país, una nueva tentativa renovadora se abría paso en 2012 con el Gobierno suprapartidos de Mario Monti. El PD y la lista cívica del afamado economista se coligarían tras ganar las elecciones, reeditando el método De Gasperi, aunque esta vez con la izquierda sostenida por un centro-centro de diseño. Pero el votante no parece conocer bien el libreto.
En primer lugar, el ex primer ministro más judicializado de la historia volvía de su semi-retiro y con su trampolín televisivo, su astucia de mercader, el fichaje de un futbolista, Balotelli, cuya originalidad consiste en ser negro y siciliano, y la desconfianza ecuménica del votante se situaba solo a unos puntos de Bersani y muy por encima del austero y funeral Monti. Y en segundo pero no menor lugar, un cómico llamado Beppe Grillo, icono de la antipolítica, a la que más bien habría que llamar “politización negativa” en palabras del sociólogo francés Jean-Louis Missika, está tercero en los sondeos a favor de su capacidad por devolver el debate a la piazza y al mitin en lugar de jugárselo todo, como sus rivales, a lo electrónico. El comediante puede hacer inviable el próximo parlamento y ya hay quien vaticina nuevas elecciones antes de un año.
La Iglesia, urgentemente necesitada de aggiornamento, se ha encontrado en medio del fregado electoral italiano. Hay, antes que nada, una coincidencia de fechas entre la elección de pontífice a que obliga la abdicación de Benedicto XVI y las votaciones a presidente de la Cámara, el Senado y jefatura del Estado, de forma que los grandes electores de ambas partes se estarán mirando de reojo en las próximas semanas mientras sufragan. Al mismo tiempo, la ocultación papal es aviso y lección para líderes seculares. Benedicto se va porque se siente incapaz de enderezar el rumbo de la institución, que es como decir que el gobernante solo se justifica si puede llevar a término su obra. Y, finalmente, si en el pasado la Iglesia se resignó a apoyar a Berlusconi, esa necesidad o conveniencia desapareció con los alborotos íntimos de Il Cavaliere. Así, dos elecciones se enroscan inevitablemente.
Stefano Folli (Il Sole 24 Ore) pone el colofón: “Estamos en una especie de año cero en el que la antigua bipolaridad parece herida de muerte, pero sin que se avizore el futuro”.