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Islam y sexismo

Prefiero la izquierda y el feminismo laicistas, que sin darle la espalda al multiculturalismo, se cuidan muy bien de no llevarlo más allá de las fronteras de la ciencia crítica y la ética de los derechos humanos.

El atentado terrorista contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo ha reavivado el debate mundial en torno al islam y una serie de tópicos anexos y conexos, tales como el fundamentalismo islámico, el yihadismo, la ola de islamofobia en Occidente y la política imperialista de EE.UU. en Medio Oriente, así como la laicidad y el multiculturalismo. En este contexto, la cadena CNN entrevistó a Reza Aslan, un reconocido islamólogo iranoestadounidense de la Universidad de California en Riverside.

La animosidad antiislámica de las preguntas, repreguntas y comentarios de los periodistas de la CNN fue patente y constante a lo largo de toda la entrevista. Pero Aslan, hombre erudito y perspicaz, no tuvo dificultades en desnudar con buenos argumentos la mala fe e indigencia intelectual de sus interlocutores. Todo ello, además, sin perder la calma y la paciencia, ni tampoco la sonrisa; logro más que meritorio habida cuenta la malevolencia, incultura y necedad de quienes lo entrevistaban.

Numerosas personas simpatizaron con Aslan y sus lúcidos argumentos, y el video de la entrevista, publicado en YouTube, se viralizó rápidamente en las redes sociales. Aquí, una versión subtitulada en castellano para quienes deseen verla: www.youtube.com/watch?v=KQZza2hKx7M [N. del E.: El video no puede insertarse en la nota debido a las condiciones de privacidad de sus propietarios legales].

Criticar a la CNN por sus prejuicios occidentalistas, su pensamiento unidimensional –al decir de Marcuse– y su connivencia con el Pentágono, sería llover sobre mojado. Muchos ya lo han hecho, antaño y últimamente. Pero sí vale la pena, por el contrario, ocuparse de la argumentación de Aslan, porque ofrece algunos flancos débiles que no son inocuos.

Aslan tiene razón, claro está, en criticar las generalizaciones apresuradas y simplistas de la CNN con respecto a la situación de las mujeres en el mundo islámico; generalizaciones que tanto contribuyen a exacerbar la islamofobia en Occidente, con todo lo que ella tiene de injusto y reaccionario. También tiene razón cuando sugiere que dichas generalizaciones, lejos de ser inocentes, resultan altamente funcionales a los intereses hegemónicos de EE.UU. Es indudable que no todos los países musulmanes son fundamentalistas. Comparar, como hace Aslan, a Irán y Arabia Saudita con Turquía e Indonesia es –hasta cierto punto– una buena elección.

Sin embargo, no se puede negar el hecho de que el islam, al igual que el cristianismo y el judaísmo, es una religión de fuerte impronta sexista y androcéntrica. El Corán, la Sunna y la Sharia están repletos de pasajes que legitiman, preconizan y prescriben prácticas patriarcales. Que el denominado Islam liberal, o que algunos países musulmanes relativamente secularizados (que por cierto no son la mayoría), se hayan distanciado –parcialmente– de dichas prácticas, no es motivo suficiente para negar que el islam lleva en su genoma cultural el machismo, y no precisamente un machismo light. Más allá de su diversidad, el islam es, sin duda, una de las religiones más sexistas del mundo.

Que Medio Oriente sufra el hegemonismo y belicismo del Tío Sam, y que el pueblo palestino padezca la barbarie genocida de un sionismo de derecha tan contrario al legado humanista del filósofo judío Martin Buber, no debiera jamás volvernos condescendientes con el oscurantismo islámico. La solidaridad antiimperialista con los países árabes y Palestina tendría que ir de la mano con un repudio categórico de la opresión, desigualdad y violencia de género avaladas, propiciadas e incluso ensalzadas por el islam.

Desde luego que el patriarcado existe también en países con otras raigambres religiosas (cristianismo, hinduismo, budismo, etc.). Pero hay países más patriarcales que otros, y las estadísticas revelan que las diferencias no son menores. El Índice global de brecha de género 2014 del Foro Económico Mundial, que mide la desigualdad entre varones y mujeres en base a cuatro importantes ítems (salud, educación, empleo y participación política), muestra que hay una clara correlación entre islam y sexismo. Los últimos 15 países del ranking son todos, sin excepción, musulmanes o de mayoría musulmana. Y de los últimos 30, hay 23 que lo son. Además, si no fuera porque faltan las estadísticas de muchos Estados islámicos de África y Asia, la correlación seguramente sería mayor, y abarcaría incluso los últimos 40 puestos de la nómina.

Y si en lugar de la brecha de género consideráramos el índice de la violencia conyugal contra las mujeres, de cuya medición se ocupa la Organización Mundial de la Salud (OMS), también constataríamos elevados guarismos en el área de influencia islámica, superiores a los de Europa, América y Oceanía. Lamentablemente, como advierte la propia OMS, las estadísticas sobre Medio Oriente y África suelen no ser fiables, y se presume que en ambas regiones el índice de violencia conyugal sería bastante mayor. Además, no se dispone –para las susodichas áreas– de estadísticas oficiales sobre violencia sexual no conyugal. Múltiples indicios hacen pensar que esta otra variante tan significativa de la violencia de género tendría, en los países islámicos, tasas no precisamente bajas…

Pero volviendo a la entrevista que motivó esta columna, juzgo conviene acotar algo en relación a la práctica de la ablación de clítoris. Así como la CNN simplifica las cosas para llevar agua a su molino, Aslan también lo hace. Este académico tiene razón en que no todas las etnias centroafricanas que practican la mutilación genital a sus mujeres son musulmanas. Algunas etnias son cristianas y animistas, e incluso hay una que es judía (los falashas o Beta Israel). Pero la correlación estadística entre ablación de clítoris y religión islámica es enorme. La abrumadora mayoría de las etnias centroafricanas que la practican son musulmanas. Y las pocas que no lo son, habitan en contextos regionales fuertemente islamizados, donde la religión musulmana es claramente hegemónica y ejerce una influencia omnímoda. Además, los principales focos nacionales o étnicos de ablación de clítoris fuera de África, en Asia, son todos islámicos (Yemen, el Irak kurdo, etc.).

Aun cuando en varios países musulmanes la clitoridectomía esté poco o nada extendida, no se puede pasar por alto los fuertes nexos que existen entre dicha práctica cultural y la religión islámica. Es cierto que el Corán nada dice al respecto, pero la tradición religiosa del islam no se reduce –nunca se ha reducido– a él. La Sunna y la Sharia bajo ningún punto de vista pueden ser excluidas. Y si bien la mayoría de los ulemas o imanes (expertos en jurisprudencia islámica) actualmente reprueba o juzga innecesaria la ablación de clítoris, no faltan –ni han faltado jamás– aquéllos que la defienden, tanto en el seno del sunnismo como dentro del chiismo.

En la entrevista no se hace mención a muchas otras prácticas patriarcales del mundo islámico, tales como el matrimonio forzado, el purdah (confinamiento doméstico de las mujeres), la desigualdad legal de derechos y deberes, el uso obligatorio del velo facial (burka, niqab, etc.) y los femicidios –lapidaciones por ej.– en nombre del «honor» o namus familiar (asesinatos socialmente aceptados de mujeres víctimas de una violación o abuso sexual, de novias que se resisten a casarse por arreglo entre parentelas, de esposas que quieren divorciarse de maridos violentos o que han sido acusadas de adulterio, de lesbianas, etc.). También en este punto es preciso remarcar que el mundo islámico es extremadamente vasto y heterogéneo, y que no todas las costumbres precitadas están presentes en todos los países islámicos. Sin embargo, más allá de todas las matizaciones étnicas que se puedan hacer, el cuadro general es el de una civilización profundamente machista y androcéntrica en sus estructuras materiales y simbólicas, impronta que es imposible disociar de su cosmovisión religiosa.

El Corán es muy diáfano al respecto. En un mentado pasaje, citado infinidad de veces, señala sin ambages: “Los hombres son los protectores y proveedores de las mujeres, porque Alá ha hecho que uno de ellos supere al otro, y porque gastan de sus bienes. Por lo tanto las mujeres correctas son devotamente obedientes y recogidas en ausencia de su esposo que es lo que Alá les exige” (4:34).

Negar que el islam es sexista resulta, pues, tan absurdo y pernicioso como demonizarlo con el sambenito imperialista del terrorismo. El repudio enérgico de la islamofobia, cada día más necesario, no debiera llevarnos a mistificaciones románticas –peligrosos autoengaños– sobre lo que es el islam. Nada bueno puede esperarse de la condescendencia y la falta de rigor crítico. Cuestionar o satirizar a la religión islámica por su sexismo y otras iniquidades atávicas, no es islamofobia. El flagelo de la islamofobia es algo muy diferente. Es odiar a las personas musulmanas por motivos racistas, eurocéntricos, chovinistas, xenofóbicos y/o de fanatismo religioso (católico, protestante o cualquier otro), tal como hacen y fomentan los partidos de extrema derecha en Europa, accionar fascista o filofascista que debe ser condenado sin atenuantes. Todas las confesiones religiosas se han hecho acreedoras a severos cuestionamientos filosóficos, éticos y políticos. También el islam, por supuesto, aunque a muchos les moleste.

Y si Turquía, y algunos otros países de mayoría musulmana de Asia y África –así como de la propia Europa–, no exhiben varias de las prácticas sexistas antes mencionadas, resultaría una verdad a medias decir que ello se debe simplemente –como parece sugerir Aslan– a que su religiosidad islámica es diferente a la de Afganistán o Arabia Saudita. Porque si su religiosidad islámica es diferente, relativamente menos patriarcal, ello se debe en gran medida –no lo olvidemos– a que dichos países han llevado a cabo con cierto éxito, en el siglo pasado, importantes reformas laicistas del Estado; reformas democráticas que limitaron sensiblemente el poder y la influencia del islam, y que propiciaron su aggiornamento doctrinal y práctico. El llamado islam liberal no es una mutación espontánea o endógena de la religión islámica ancestral, sino una transformación inducida desde afuera, en tensión y ruptura –parcialmente– con dicha tradición cultural; transformación que se enmarca en un largo y complejo proceso histórico de modernización y secularización que aquí, por razones de espacio, no es posible abordar.

Lo que diré seguramente suene políticamente incorrecto en estos tiempos posmodernos, pero la moda decolonial se ha vuelto una auténtica calamidad. Ha hecho estragos en las ciencias sociales, la izquierda y el feminismo. El multiculturalismo, en su crítica al eurocentrismo –crítica que era absolutamente legítima y necesaria–, ha ido demasiado lejos. Ha contribuido en no poca medida a idealizar –y por ende, a legitimar– muchas alteridades culturales que entrañan graves violaciones a los derechos humanos. En su afán de no caer en el pecado de eurocentrismo, ha incurrido en un «romanticismo» pseudocientífico no menos errado, y a su modo, también contraproducente.

No pongo en tela de juicio las buenas intenciones de la izquierda y el feminismo decoloniales. Pero como reza el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. En lo que a mí respecta al menos, prefiero la izquierda y el feminismo laicistas, que sin darle la espalda al multiculturalismo, se cuidan muy bien de no llevarlo más allá de las fronteras de la ciencia crítica y la ética de los derechos humanos.

Asumo plenamente que la ética de los derechos humanos es una opción subjetiva y valorativa entre muchas otras. No me cuento entre quienes creen posible fundamentarla objetivamente, en términos iusnaturalistas o de «derecho natural». Admito sin problemas que los derechos humanos son un producto histórico del Occidente moderno, una construcción social hecha a partir de presupuestos ideológicos que están más allá de toda episteme, y que entran decididamente en el controvertido terreno de la doxa. Eso, sin embargo, no creo que nos impida intervenir prácticamente en la realidad que nos ha tocado en suerte.

Que el islam tenga sus profundos, sofisticados y milenarios motivos teológicos para recluir o relegar a las mujeres en el ámbito doméstico, someterlas a la autoridad despótica de los varones y considerarlas inferiores a ellos, no es razón para que debamos aceptarlo. Nuestro deber intelectual y moral ante la alteridad cultural es el de tratar de comprenderla en sus propios términos y respetarla en la medida de lo posible, no el de consentirla o justificarla in totum y a cualquier precio.

En Parachinar (Pakistán septentrional), allá por noviembre de 2012, un grupo de talibanes arrojó ácido sulfúrico a dos niñas que cometieron el «sacrilegio» de concurrir al colegio, y luego repartieron panfletos donde amenazaban con castigar del mismo modo a todas las niñas que pretendiesen educarse en una escuela al igual que los niños. Casos similares se han registrado en el vecino Afganistán, donde el talibanismo, otrora régimen político, se mantiene activo como guerrilla. Y en Nigeria, desde 2010, la organización fundamentalista islámica Boko Haram ha asesinado, violado y secuestrado como esclavas sexuales a centenares de adolescentes y preadolescentes mujeres que «ofenden a Alá» con su concurrencia a las escuelas. Sin duda, la antropología cultural nos permite entender acabadamente este tipo de episodios, al contextualizarlos en un profuso entramado de valores religiosos y creencias comunitarias; entramado mucho más complejo que las explicaciones moralistas nacidas del sentido común eurocéntrico. Pero de ahí a aceptarlo, hay un gran trecho, o debiera haberlo.

De hecho, muchas mujeres musulmanas no aceptan el sexismo del islam, y luchan denodadamente contra él, dentro y fuera del mundo islámico. Féminas rebeldes y valientes, que anteponiendo su dignidad y felicidad a los mandatos sagrados de una tradición religiosa anquilosada, arriesgan su vida día a día, convencidas de que la razón y la justicia están de su lado.

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