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Invierno

Si perdemos la perspectiva, si permitimos que las creencias y los discursos religiosos vuelvan a escapar de la esfera privada para constreñir la vida pública, el invierno no acabará nunca.

“Es como vivir, nacemos, vemos vivir a los otros, nos ponemos a vivir también, a imitarlos, sin saber por qué ni para qué”. La frase pertenece a un personaje de El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago. Me he acordado de ella en estos primeros días de un 2015 que ha empezado con un invierno oscuro y terrible (y no me refiero a la climatología), un invierno de metáfora, que parece un agujero en el tiempo, un billete de regreso directo al medievo. Parece mentira que en el siglo XXI la religión (esa quimera del por qué y el para qué) siga siendo una de las fuentes de conflicto más extendidas entre los seres humanos. Sabemos que tras el énfasis en lo divino se esconden a menudo otros intereses mucho menos espirituales, digamos más terrenales (y territoriales), y por supuesto económicos (ya se sabe que el dinero es el único dios verdadero, que cantaría Sabina) e ideológicos, pero no cabe duda de que el discurso religioso les confiere a todos ellos un atractivo adicional, al menos de cara a sus correligionarios, y una insana respetabilidad frente al discurso político o social del resto de la población. La llamo insana porque, desde el punto de vista de una civilización basada en ideales democráticos, la mayoría de las religiones (al menos las más importantes o las que aglutinan más adeptos) representan principios y defienden ciertos valores que poco o nada tienen que ver con la pluralidad, la libertad, la igualdad y, en algunos casos, la fraternidad. No es menos cierto que a la fuerza de muy diferentes revoluciones y avances sociales y políticos a lo largo de los últimos siglos, algunas religiones o ciertas formas de algunas religiones se han visto obligadas a adaptarse, si no profundamente, sí moderada y estéticamente a los tiempos que corren; han suavizado y actualizado su discurso, son menos intransigentes y, en general, tienden a preocuparse más por sus fieles que por sus infieles.

Pero en este invierno medieval, hay quien (en nombre del por qué y el para qué) ha vuelto a blandir palabras como blasfemia o pecado, y quien, sin justificar la matanza de Charlie Hebdo, por ejemplo, considera sus dibujos una provocación más que censurable…

Si perdemos la perspectiva, si permitimos que las creencias y los discursos religiosos vuelvan a escapar de la esfera privada para colonizar y constreñir la vida pública, el invierno no acabará nunca.

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