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Invierno Árabe

Sólo desde la ignorancia o el cinismo puede proponerse un compromiso entre el islamismo y la democracia occidental

Pero ¿qué nos creíamos, que con derribar a sus dictadores los países islámicos iban a convertirse en democracias occidentales? Eso es no conocer el islamismo ni la democracia. Eso es creerse las propias mentiras y las ajenas.

El islamismo no es sólo una religión. Es una forma de vida y de Estado. Mahoma no fue sólo un profeta. A diferencia de otros fundadores de religiones, fue también un estadista, que unió a las tribus de la Península Arábiga y creó un imperio desde el Atlántico al Pacífico: la «nación del Islam». Como el Corán no es sólo un libro sagrado. Es también un Código Civil, Penal, Sanitario, Social. De ahí su éxito en sociedades sin estructura, como las africanas.

Occidente ha desarrollado fórmulas políticas mucho más sofisticadas que el Estado teocrático islámico, introduciendo los derechos humanos, la responsabilidad individual, el equilibrio de poderes, la democracia en suma. Pero eso, tan claro para nosotros, no es tan claro para los islamistas, muchos de los cuales prefieren «su democracia», la islámica.

Con lo que tenemos planteado el conflicto. El paso de un Estado confesional a uno laico costó a Europa las «guerras de religión» del siglo XVII, que la dejaron asolada, hasta que el agotamiento de ambos bandos les obligó a pactar una tregua, quedándose cada cual con su parte, si bien la idea de separar Iglesia y Estado prevaleció y ha terminado imponiéndose.

La situación en el mundo islámico es hoy parecida, con una importante diferencia: la Europa del siglo XVII había emergido al mundo moderno con importantes avances en las artes y las ciencias que empujaban a la transformación. En el mundo islámico, esa transformación sólo encuentra eco en una minoría urbana y en parte de los jóvenes, no todos, mientras la gran masa de la población, rural, prefiere seguir con la vieja ley y el viejo orden. Únanle el mal recuerdo que ha dejado allí el colonialismo y la discriminación que sus emigrantes han sufrido en Europa y tendrán los recelos que despierta entre ellos nuestra democracia. El único poder capaz de oponerse allí al de las mezquitas es el Ejército. Fue el que, en 1920, «laicificó» Turquía a la fuerza. Que hoy Turquía vuelva a «islamizarse» advierte de lo difícil del empeño. Lo intentó el Sha en Irán, Sadam Husein en Irak, Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia, Ben Alí en Túnez, fracasando todos. Claro que la corrupción de los altos mandos militares contribuyó al fracaso. Sólo en Argelia se mantienen. En Egipto, las espadas siguen en alto, nunca mejor dicho.

Pero el mayor obstáculo es el dilema en que nos encontramos, nosotros y ellos: no se puede pedir a un islamista que acepte un Estado laico, ni a un laico aceptar un Estado islamista. Sin embargo, seguimos pidiéndoles que negocien, que alcancen un compromiso. Pero con los dogmas no hay compromisos. O dictadura militar o dictadura islámica. Todo lo demás son ganas de engañar y de engañarse.

¿Quién se impondrá? Pues tendrán que ser ellos y sólo ellos, quienes salgan de ese callejón, rompiendo sus paredes o quedándose entre ellas. A la corta, los generales, que tienen las balas. A medio plazo, los islamistas, que tienen los mártires. A la larga, por determinismo histórico, la democracia. Pero antes tendrá, tendría, que haber un invierno árabe. O, más bien, un infierno.

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