Para los que somos amantes de la libertad, los verdaderos liberales, nada hay más odioso que lo “impuesto”. En una sociedad democrática no existiría ese término para referirse a las necesarias contribuciones a la convivencia, que cualquier persona normal debería abonar con satisfacción y orgullo, como ya se hacía en las sociedades “primitivas”. No habría “impuestos”, porque “toda contribución no votada es tiranía”.
Especialmente triste ejemplo de ello es el “impuesto religioso”. Al revés que en Alemania y otros países serios, donde el católico añade realmente de su bolsillo esa cantidad al declarar, en España esa pretendida contribución voluntaria esconde -sólo para los incultos o cómplices, es verdad- una odiosa tiranía liberticida, no sólo contra la economía, sino también contra la conciencia de tres de cada cuatro contribuyentes, esa inmensa mayoría que -por ser cristianos de verdad y no querer contribuir a ese engaño, o por ser de otra ideología- nos negamos a poner esa cruz en nuestra declaración. Porque el que pone esa cruz, como no da ni un céntimo más que los demás en su declaración, crea un agujero en la recaudación que debemos cubrir entre todos, obligándonos a todos a pagar ese dinero al clero.
En esta aún demasiado diferente e injusta España se sigue practicando la perversa tradición de tener aún de hecho, si no de derecho, una religión de Estado, impuesta, que se remonta a los Reyes Católicos, a Recadero e incluso a Constantino pero que, desde luego, es lo más opuesto a lo que predicó Jesús; y toda religión digna de ese nombre es lo más contrario a cualquier tipo de “impuesto”.
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