La Iglesia Católica ha mantenido por siglos una estrategia maestra orientada al ejercicio del poder, aunque no lo detente. Desde su reconocimiento como religión oficial del Imperio Romano, bajo el emperador Teodosio en el siglo IV, ella fue acrecentando sin contrapeso su poder político en Occidente, al menos hasta el siglo XVI.
A través de su permanencia privilegiada en el entorno del poder, la Iglesia pugnó por conservar en las disposiciones legales las estructuras y valores de las sociedades patriarcales, en que la religión tuvo su origen, como resultado de lo cual, la mujer asume el rol esencialmente reproductivo y sometido al dominio del hombre que, según San Agustín, corresponde a su naturaleza.
De lo anterior se desprende la actitud eclesiástica proverbialmente conservadora en relación con las iniciativas que han apuntado a rescatar a la mujer de su “destino” natural. Cada paso de liberación femenina ha sido para la Iglesia una pérdida de su capacidad de influir en la normatividad de la sociedad, conforme a su visión patriarcal, y una pérdida de poder social, donde las más de las veces ha debido sumarse tardíamente y con reticencia, en procesos que suelen llamarse de “aggiornamento”.
Por otra parte, cabe tener presente que, para el clericalismo, conforme a la estrategia maestra, los preceptos de la fe son fundamentalmente medios más que fines, a través de los cuales la jerarquía eclesiástica encubre y “racionaliza” sus pretensiones de poder. La doctrina, ordenadora de la vida moral de los fieles, que es el cuerpo conceptual que apela a la convicción profunda de sus seguidores, es un instrumento formidable que facilita su apoyo para finalidades mucho más mundanas que las espirituales del catecismo.
No en vano, la Iglesia ha controlado por siglos las instituciones de enseñanza, siendo su objetivo que el católico “bien formado” comprenda, desde muy pequeño, que la fe implica no sólo cumplimiento sacramental sino, de forma insoslayable, obediencia a la Iglesia y al Papa que son, conforme a doctrina, los representantes de Cristo en la Tierra.
La postura de la Iglesia suele tornarse agresiva cuando siente amenazada su capacidad de influir en el poder. Esto es lo que ha ocurrido con el proyecto de despenalización limitada del aborto propiciado por el Gobierno de Chile.
El proyecto ha puesto en evidencia la vocación política de los pastores de la Iglesia Católica chilena, que se ha manifestado en el permanente recordatorio de la autoridad episcopal a los legisladores católicos respecto de su deber de obediencia religiosa. En el inserto “Urgente Pedido de Coherencia a los Legisladores Católicos”, publicado en el diario El Mercurio a mediados de 2015, cinco obispos de la Iglesia chilena señalaban que se dirigían a los legisladores católicos, endosándoles la responsabilidad de evitar la introducción de una “legislación de muerte”, recordándoles que debían ser coherentes con los dictámenes de la fe cristiana, atendido que, para un cristiano, su conciencia debe conformarse a la verdad que es Cristo y que iniciativas como la del aborto terapéutico son contrarias a la Ley del Creador.
Los obispos les instaban a no olvidar que representan en el Congreso a los fieles de sus diócesis, de las cuales los purpurados son pastores, los que, llegado el caso, advertirían a sus fieles de la prohibición moral de dar el voto a un candidato que hubiere aprobado el Proyecto de aborto.
Es difícil encontrar una expresión más palmaria del clericalismo en acción.
Cabría señalar a los señores obispos, en primer lugar, que los parlamentarios, al igual que cualquier ciudadano, tienen el derecho a adherir a cualquier religión o a ninguna, y aun cuando la religión del congresista pudiera ser la católica, ello no otorga facultad a la Iglesia para solicitarle rendición de cuentas. El llamado que los obispos hacen a los parlamentarios, instándolos a responder como “legisladores católicos”, es una grave intromisión en la libertad de conciencia de los parlamentarios.
Asimismo, debe recordarse que diputados y senadores, en un contexto republicano, son representantes de los ciudadanos, mandatados para que formulen las leyes del Estado en función del bien común de la ciudadanía toda. Pretender, como hacen los obispos, que los legisladores representan a los fieles de sus diócesis, es lo más opuesto que se puede concebir de una institucionalidad republicana.
Por último, la amenaza jerárquica de utilizar su poder sobre la conciencia de los fieles para incidir en los resultados de elecciones de representantes revela, manifiestamente, la intención clerical de afectar, perversamente, la actividad política y el proceso de formulación de las leyes.
La postura de la jerarquía de la Iglesia Católica chilena reviste la mayor gravedad. En el proceso republicano de definición de políticas públicas conforme a deliberación ciudadana y debate parlamentario, es inaceptable la pretensión de que las decisiones sean adoptadas conforme a verdades reveladas, de las cuales los pastores serían depositarios, conforme a su particular creencia religiosa.
Por el mismo motivo, es también repudiable que la jerarquía eclesiástica procure incidir, acudiendo a la obediencia religiosa, en los resultados de la voluntad popular.
Pero si la incitación a la conciencia religiosa de los parlamentarios no obtiene buenos resultados, hay también un plan B en marcha.
Parlamentarios católicos han anunciado que, en caso que el Congreso apruebe la despenalización del aborto, recurrirán al Tribunal Constitucional para evitar que se convierta en ley de la República. Se basan en que la Constitución Política de la República de Chile, en su artículo 19, asegura que la ley protege la vida del que está por nacer.
A este respecto, y con todas las reservas que se pueda tener respecto de la Comisión Constituyente de 1980, nominada a dedo por la dictadura de Pinochet, resulta de absoluta conveniencia acceder al acta oficial de la sesión 90° del 25 de noviembre de 1974, en la que su presidente, Enrique Ortúzar, dejó resumidas las conclusiones acordadas en el debate referido a esta protección, ante el expreso desencanto, que registra el acta, del constituyente Jaime Guzmán Errázuriz, posteriormente fundador de la UDI.
En relación con las 2 primeras disposiciones del artículo 19 de la Constitución, que son el derecho a la vida y la protección de la vida del que está por nacer, Ortúzar deja la siguiente constancia, reveladora de espíritu del constituyente:
“(…) se ha querido hacer una diferencia entre el precepto que consagra el derecho a la vida y la disposición que entrega al legislador el deber de proteger la vida del que está por nacer. (…) en el primer caso, se trata de consagrar en forma absoluta el derecho a la vida, y en el segundo, se desea dejar una cierta elasticidad para que el legislador, en determinados casos, como, por ejemplo, el aborto terapéutico, no considere constitutivo de delito el hecho del aborto. (…) la única solución lógica sería esta, pues no significa imponer las convicciones morales y religiosas de los miembros de la Comisión a la comunidad entera, a la cual va a regir la Constitución Política.”
En estas conclusiones quedan claramente señaladas dos consideraciones que deberían inhibir una declaración de inconstitucionalidad: la primera es que, cuando se refiere al derecho a la vida, el constituyente entendía por tal a la persona que ya ha nacido, y la segunda es que el constituyente dejó expresamente abierta la posibilidad de despenalizar el aborto terapéutico y, de ningún modo, entendió que la protección legal de la vida del que está por nacer significa la sacralidad inviolable del embrión o del feto, como desea interpretar la jerarquía de la Iglesia conforme a su creencia.
Esperamos que, a pesar de la impenitente ofensiva conservadora, el proceso de despenalización del aborto concluya en un avance efectivo en la liberación de amarras de la ley chilena con respecto a la tutela histórica del poder clerical sobre la moralidad ciudadana, manifestado en este caso por la perpetuación de una concepción patriarcal del rol de la mujer en nuestra institucionalidad.