En los últimos meses da la sensación, por desgracia, de que existe una confrontación entre Iglesia y Estado de la que nadie puede augurar nada bueno. Lo curioso es que España está gobernada, en lo social o en lo político, por una clase dirigente que en buena parte al menos ha pasado por el asociacionismo católico aunque luego se haya despegado de él. Peces Barba, que ha defendido la sustitución del actual sistema de relaciones, es un buen ejemplo. Claro está que hay también otra tradición de la izquierda española que se sitúa en la antítesis de este origen. Borrell puede ser una prueba. Lo que afirmó en la campaña electoral acerca de la identidad entre el catolicismo y la Inquisición, aparte de incorrecto desde el punto de vista histórico, en la mayoría de los países europeos habría producido un rechazo que le hubiera impedido llegar al puesto que hoy ocupa. Representa una ofensa gratuita a una porción considerable de la población.
Al mismo tiempo, a cualquiera que se sienta católico liberal, por utilizar una útil simplificación, le parecen ridículos esos actos oficiales de contenido religioso en que esta autoridad reprende en grave tono a quien no puede responder. Uno piensa en estas ocasiones no sólo que este tipo de actos no debieran existir, sino que el Estado español en realidad más que aconfesional vive un proceso detenido de desconfesionalización. Quizá algo parecido pueda decirse del problema de la financiación. Cierto es que en otros países existe un sistema parecido y que el español nació por consenso (en 1979), pero cuando lo hizo se pensó por todos que era una solución tan sólo temporal.
Vivimos unos momentos muy peculiares en la relación entre Iglesia y Estado. El gobierno popular no puede ser descrito como desbordadamente clerical, pero ha hecho concesiones nunca consensuadas y algunas de ellas manifiestamente injustas. Se refieren al impuesto sobre la renta, a las subvenciones a las ONG de inspiración católica y a la enseñanza, por ejemplo. Sobre algunas de ellas cabe pensar que la posible sospecha nace del anticlericalismo. Otras resultan francamente discutibles. La alternativa a la enseñanza de la religión no es sostenible (y tampoco la validez de la calificación para el currículum) y sobre todo no es aceptable que los profesores de esta asignatura puedan ser privados de su puesto por la autoridad religiosa sin hacerse cargo de las responsabilidades consiguientes.
Me parece que la Iglesia española ha sufrido un espejismo acerca de nuestra propia sociedad. Es cierto que en esta última queda un poso de catolicismo, pero ha experimentado un proceso de descristianización acelerado, no tan frecuente en el resto del mundo. Inglehart y Díez Nicolás lo han dejado claro en una reciente encuesta. Sólo el 42% de los españoles tiene mucha confianza en la Iglesia y el mismo porcentaje encuentra consuelo en ella. De acuerdo con estos datos, resulta que en Suecia la situación es mejor para la religión y, desde luego, también en otros países de tradición católica. En Italia la confianza llega al 67 % y en Polonia al 69%. En el mundo el número de personas religiosas crece, pero en España disminuye.
¿Nace esta situación de la existencia de un agresivo laicismo persecutor? Creo que no y además ésa sería sólo una de las causas. El mundo católico manifiesta un complejo de persecución que muchas veces está injustificado. El activista católico Kiko Argüello, ante las críticas a sus pinturas en la Almudena, declaró que procedían del Diablo. Pero es más sencillo juzgar que su origen era más humano: uno de los más vigorosos críticos se llama Fernando (Chueca Goitia), no Satanás. No en vano es el arquitecto del edificio y no le gusta la decoración por más que haya sido asesorada por seminaristas. Canalejas escribió que a la Iglesia española la caracterizaba el ser mendicante y perpetuamente quejosa cuando no las dos cosas a la vez. Fue lo primero con los populares y ahora da la sensación de haber pasado a la otra actitud.
Convendría que tuviera también en cuenta sus propios errores. A mi modo de ver, le han faltado dos cosas: liderazgo y sentido de la mediación. Han pasado -son remotos ya- los tiempos de Tarancón. Pero, sobre todo, da la sensación de incertidumbre a la hora de traducir la doctrina cristiana a la vida pública. Ha demostrado una cercanía a la derecha tan palmaria como innecesaria sobre todo desde que no quiso suscribir el pacto antiterrorista (e hizo bien).Y frecuenta demasiado el trémolo de lo apocalíptico. Sería conveniente que rectificara en los modos e incluso en la propia dimensión religiosa de sus pronunciamientos. Cuando se pronuncia acerca de la homosexualidad, debiera dejar bien claro para quién habla y qué alternativa propone. Hasta los notarios -que no suelen ser revolucionarios, ni siquiera en materia sexual- están a favor de una regulación jurídica de la relación que nace de esa preferencia. Es un problema, por otro lado, limitado: según el INE hay en España 14 millones de hogares y sólo 10.000 parejas homosexuales (y 12.000 en que conviven cuatro generaciones, como en la época de los romanos).
El problema es la adopción, pero niños hay pocos; los países donantes, por así llamarlos, no admiten la adopción homosexual, que sigue siendo una rarísima excepción, suficientes problemas tiene la infancia y el 89% de la población mundial está en contra. También políticos como Kerry, Blair o Jospin piensan así. No hace falta sacar la artillería gruesa contra una supuesta perversión. Basta con razonar suavemente recordando aquello de que los experimentos más vale hacerlos con gaseosa.
A la Iglesia no le vendría mal también un poco de autocrítica. La Cope no son los obispos, afortunadamente. Pero lo que en esta emisora radiofónica se dice, aparte de a menudo extravagante, está situado siempre a la derecha de la derecha. Eso, por supuesto, carece de sentido pero es además innecesario. Nunca creí que fuera imaginable un oyente de la Cope embistiendo contra «los moros de mierda» sin ser reconvenido por el locutor. Tampoco imaginé que no se reconociera el papel de las instituciones católicas en los servicios sociales y la educación. En gente tan variopinta como Fernando de los Ríos y el actual cardenal de Sevilla, Amigo, he leído palabras muy sensatas y atrayentes sobre la «cultura del respeto». No nos vendría mal una buena inyección. No sea que nos pase lo que en Estados Unidos, en donde a veces da la sensación de que conviven dos naciones y han dejado de respetarse hace tiempo.