La escena tiene lugar en Valladolid, a finales de los años 60 o principios de los 70 (mi padre no recuerda exactamente cuando, aunque el andaba por los doce o trece años). El colegio se llamaba (y se llama) Maristas, uno de los centros educativos religiosos «clásicos» de la ciudad. El patio, en esa mañana de invierno, está lleno de chavales que, a pesar del frío vallisoletano, visten de pantalón corto. Son centenares y tienen entre ocho y diecisiete años, ya que el colegio cubre todo el espectro educativo de la época.
Cuando suena un silbato, me cuenta mi padre, los alumnos comienzan a formar en columnas, divididos por cursos. Los más pequeños se alinean próximos al portón de entrada y serán los primeros en acceder a las aulas cuando los sacerdotes den la señal. Los más alejados son los mayores, los que estudian el «preu», eso que luego se llamó COU y ahora 2° de Bachillerato. Ellos serán los últimos en entrar.
Sin embargo esa mañana ocurre algo extraño. Los mayores, en lugar de evitar mezclarse con los más pequeños, corren entre las filas que se van formando, se ponen delante y dicen muy serios: «Hoy no entra nadie. Cuando los curas den la señal, os quedáis aquí parados. Como alguien se le ocurra entrar, le vamos a esperar a la salida y se va a enterar. ¿Queda claro?«. Los alumnos de cursos inferiores, nerviosos, asienten. Le tienen miedo a la disciplina del colegio, pero nadie quiere convertirse en el blanco de las iras de los mayores.
Las filas ya están hechas. No sé si se reza, o se canta el himno nacional: mi padre no me lo dice. Sí que se acuerda de esos mil alumnos en posición de firmes, mientras los sacerdotes, desde lo alto de la escalera que da al patio, los inspeccionan. El cura responsable, satisfecho, da la señal con un leve asentimiento y otro cura más joven hace sonar un silbato, la señal para que ordenadamente, curso a curso, los estudiantes accedan a las clases. Y sin embargo, nadie se mueve.
El cura joven, confundido, vuelve a hacer sonar el silbato, está vez más fuerte. Y nada. Los cuatro primeros cursos continúan inmóviles. Son niños de ocho años. Les tiemblan las piernas, pero ninguno se atreve a moverse. Entonces el sacerdote de más edad comienza a gritar desde lo alto de la escalera: «¿Qué pasa aquí?» «¿Estáis sordos?» «¡¡Todo el mundo dentro inmediatamente!!«. Se oyen murmullos y un movimiento nervioso comienza a recorrer las primeras filas.
Entonces ocurre.
Un grupo de cuatro chicos mayores, de los que el año siguiente tendrán que hacer una mili larga lejos de su casa, aquellos que en unas semanas podrán llevar pantalón largo, los que han pasado media vida en ese mismo colegio, avanzan decididos hacia las escaleras. Los curas los miran subir sorprendidos. El primero lleva en sus manos una hoja de papel. Se detienen a escasos metros del grupo de sacerdotes: tienen mil pares de ojos clavados en sus espaldas y el murmullo es ahora audible, una mezcla de confusión, expectativa y miedo.
«¿Qué es esto? ¿Qué pasa?«, pregunta el sacerdote más joven. Los chicos le ignoran y, sin decir palabra, tienden el pliego de papel al cura mayor. Este lo toma y comienza a leerlo. Mi padre recuerda que le tiemblan los labios. Cuando termina está pálido: «¡Están ustedes locos! ¡Esto es inadmisible! ¡A formar ahora mismo y todo el mundo dentro!«. Los jóvenes, sin embargo, no se mueven. El silencio en el patio del colegio La Salle es absoluto: no se mueve un alma.
Seguirán sin hacerlo lo que mi padre recuerda como una eternidad, pero que probablemente fuese mucho menos tiempo. No sirvieron de nada primero las amenazas, luego las lisonjas. Ni uno solo de ese millar de alumnos abandonó las filas. Entonces los curas entraron en el edificio: cuando desaparecieron, el patio estalló en un rumor histérico y confuso: todo el mundo comenzó a preguntar qué estaba pasando, qué estaban viendo, qué les iban a hacer.
La explicación la debió de dar alguno de los alumnos mayores y comenzó a recorrer, desde atrás hacia adelante, las columnas de cursos que seguían formadas. A medida que iba llegando, se iba produciendo un silencio espeso. Mi padre, que estaba situado más o menos en el medio, aun se acuerda de las palabras que le dijeron: «El cura X. está tocando a los pequeños. Les hemos dicho a los padres que hasta que no se vaya del colegio, nosotros no entramos a clase«.
Lo consiguieron. El cura, un señor mayor, fue trasladado (no sancionado o denunciado: solamente trasladado a otro centro educativo donde, imagino, continuó haciendo lo mismo) al día siguiente. Mi padre me cuenta que era normal que hubiese curas «tocones». Muy gordo, supone, tuvo que ser lo que había pasado para que los mayores se atrevieran a tomar una iniciativa así. Muy gordo tuvo que ser, sigue suponiendo, para que la dirección del colegio se plegase a un acto que, en el contexto de esa época, suponía una rebelión inadmisible.
Mi padre lo ha visto hasta ahora como algo normal. El domingo pasado el programa «Salvados» trató sobre los abusos infantiles cometidos por sacerdotes en España. Los que lo hayáis visto recordaréis una cifra demoledora: mientras que en Estados Unidos o Australia se han reconocido miles de casos de agresiones sexuales a menores, en España tan solo se han admitido una decena. Y yo solo puedo pensar en qué no puede ser así. Que si se llegaron a generar mecanismos de autodefensa colectivos tan fuertes (y lo que me contó mi padre es justamente eso, una manera de defenderse de una agresión), los abusos debían ser normales, habituales y admitidos. Con el conocimiento y la complicidad de las jerarquías eclesiásticas, el silencio de muchas familias y el trauma indeleble de miles de víctimas.
Ahora, cuarenta y cinco años después de esa fría mañana de invierno en Valladolid, deberíamos a empezar a hablar más de lo que ocurrió. Y hacerlo como en otros países: a través de, por ejemplo, series de televisión que cuenten esta y otras historias, reconociendo a las víctimas y, sobre todo, castigando a los culpables y a aquellos que les protegieron. Ya va siendo hora.