Hace muchos siglos se practicaba la Alquimia, la Astrología y la Religión (o más bien las religiones). Con el paso del tiempo la Alquimia fue sustituida por la Química, la Astrología se convirtió en Astronomía y la Religión devino
Hace muchos siglos se practicaba la Alquimia, la Astrología y la Religión (o más bien las religiones). Con el paso del tiempo la Alquimia fue sustituida por la Química, la Astrología se convirtió en Astronomía y la Religión devino en Filosofía. Pero las cosas no ocurrieron de manera sencilla. Mientras que para el siglo V antes de nuestra era en Grecia ya se habían estructurado sistemas filosóficos refinados, en otras sociedades todavía se practicaban religiones primitivas, como el animismo. Respecto a la Química y la Astronomía, estas ciencias convivieron con la Alquimia y la Astrología hasta mucho tiempo después. No obstante, en las llamadas “sociedades modernas” la Alquimia (amuletos de aleaciones mágicas, sustancias homeopáticas milagrosas, etc.) y la Astrología (horóscopos, cartas astrales, etc.) aunque son rechazadas sistemáticamente por las comunidades científicas, todavía son aceptados por mucha gente, incluso por universitarios y políticos de alto rango. No obstante, aun cuando muchas personas “respetables” consultan adivinos, médiums, lectores del tarot, quirománticos, astrólogos, etc., la mayoría lo hace con discreción, sobre todo si su posición social o política pudiera ser afectada por el conocimiento público de esta afición.
Pero algo muy curioso ocurrió con la Filosofía y la Religión, ya que en pleno siglo XXI ambas conviven públicamente, aun en las sociedades “desarrolladas”. Actualmente científicos de primer nivel y políticos con altas responsabilidades no tienen empacho en declarar públicamente que practican alguna religión y que incluso sus decisiones más trascendentales las basan en esta creencia. En algunos países occidentales los presidentes, primeros ministros y otros altos funcionarios todavía juran ante la Biblia cuando toman posesión de su cargo. Aun países que cuentan con un stablishment de científicos destacados, como Israel, practican una política nacional basada en conceptos religiosos, con los cuales justifica su expansionismo.
Sin embargo, a la mayoría de las personas no les preocupa esta situación, e incluso aseguran que la Religión es necesaria para normar la moral de las sociedades, puesto que “si la sociedad no tuviera una base religiosa, se desataría el libertinaje”. Aun más: hay quienes aseguran que no puede existir una ética social o individual que no esté basada en conceptos religiosos, y que el ateísmo generalizado fomentaría el egoísmo, el hedonismo y la criminalidad.
No obstante, hemos observado a lo largo de la Historia que la mayoría de los discursos moralistas de los gobernantes y jerarcas de las iglesias nada tenían que ver con sus verdaderos sentimientos. Mientras que en público –y a veces también en privado– predicaban la justicia, la compasión, la equidad, etc., sus vidas transcurrían en medio de feroces luchas por el poder y el dinero. No se nos olvide que todavía a mediados del siglo XIX se consideraba perfectamente compatible con la ética cristiana la esclavitud de los negros, la explotación inmisericorde de los obreros (con horarios de hasta 12 horas diarias y salarios con los que apenas podían sobrevivir) y el trabajo infantil (recordemos a los niños limpiadores de chimeneas que aparecen en algunos relatos de Charles Dickens). En plena Era Victoriana, cuando la represión sexual llegó a extremos grotescos en los países protestantes, algunos miembros de la aristocracia y algunos jóvenes (y no tan jóvenes) adinerados no tenían objeciones morales cuando seducían a sirvientas urbanas o jovencitas campesinas, quienes terminaban sus vidas en prostíbulos o, en el mejor de los casos, en instituciones de caridad para “mujeres descarriadas”.
Pero no todo esto quedó en el pasado. Actualmente todavía existe la explotación del trabajo infantil, la negación de los derechos de las mujeres (especialmente en los países islámicos), la depredación del medio ambiente, las guerras de rapiña (como las de Iraq y Afganistán), la tortura (tanto política como policiaca), el tráfico de armas, la trata de blancas, la trata de menores, la pedofília, etc. Aun cuando estas conductas son reprobables per se, resultan más preocupantes por el hecho de que muchos de quienes incurren en ellas se declaran creyentes y practicantes de alguna religión.
Ante este panorama, ¿qué podemos pensar de quienes insisten en seguir fundamentando la ética sobre creencias religiosas y no sobre una sólida reflexión filosófica? Muchos moralistas simplemente son hipócritas o fanáticos perdidos, o las dos cosas. Sin embargo, quienes más me preocupan son quienes están sinceramente convencidos de que la religión es el único fundamento confiable para elaborar un código de ética que pueda normar la conducta de los individuos de todas las sociedades y en todas las ocasiones. ¿Por qué? Porque a lo largo de la Historia hemos presenciado las consecuencias de una ética irreflexiva que únicamente sigue los dictados de una camarilla autoproclamada “intérprete” de la voz de Dios, o de los dioses. Aun cuando las castas sacerdotales (o “jerarquías eclesiásticas”, como se les llama ahora), actuaran de buena fe, cosa que rara vez ha ocurrido, nada nos garantiza que sus opiniones sean dignas de acatarse ciegamente. Por ejemplo, ¿en qué siglo, en qué lugar y a qué persona le dijo Dios cuál era su opinión respecto al robo, el homicidio, el adulterio, el aborto, la eutanasia, el incesto, etc.? Con excepción del incesto, el cual está prohibido en la mayoría de las culturas, prácticamente todas las religiones difieren en relación con estos temas. Y lo que es peor: las opiniones de las castas sacerdotales han variado a lo largo de la Historia. Por ejemplo, durante la Edad Media europea la Iglesia Católica raras veces condenaba el aborto, especialmente si se cometía durante los primeros 40 días posteriores a la concepción, cuando todavía no se instalaba el alma en el feto (ver los escritos de Tomás de Aquino). Por lo que respecta al homicidio, las castas sacerdotales han adoptado todas las posturas imaginables. El quinto mandamiento de los cristianos, “no matarás”, debió haber contenido la siguiente aclaración: “a menos que te lo ordene la casta sacerdotal o directamente Dios”.
Se me dirá que la ética basada en la Religión es intrínsecamente buena y que las fallas que pudiera tener se deben a la mala interpretación de los libros sagrados. Ante tal aseveración me pregunto: ¿Quién o quiénes escribieron los libros sagrados? Hasta donde sé, la opinión de Dios o de los dioses que aparece en los distintos libros “sagrados” varía ampliamente. Por ejemplo, las “verdades eternas” que aparecen en los Vedas, el Corán, la Biblia, el Popol Vuh, etc., no se parecen mucho entre sí, lo cual significa que, o los escribas no tomaron adecuadamente el dictado divino o que los dioses han cambiado continuamente de opinión. También puede ser que todos estos libros no sean más que colecciones de mitos que han perdurado hasta la actualidad gracias a la autoridad y el poder de las distintas castas sacerdotales, que los han utilizado para preservar sus privilegios. Me atrevo a sugerir que esto último es lo más probable. Un hecho que abona a favor de esta aseveración es el caso de los libros que describen las antiguas religiones griega, celta y nórdica, los cuales, aun cuando se han preservado hasta el presente, están consideradas “oficialmente“, no como literatura sagrada, sino como simples colecciones de mitos, debido a que las castas sacerdotales que los sustentaban desaparecieron hace siglos.
Muchos creyentes de varias religiones me han comentado que, falsos o verdaderos, los “valores” religiosos son necesarios para preservar la paz social, la convivencia y, sobre todo, el sentido de la vida, tanto a nivel individual como social. A esto yo contestaría que el principio fundamental de toda ética es la verdad, y que si se acepta construirla sobre algo falso (por más noble que sea), tarde o temprano se caerá en la obediencia ciega e irreflexiva. Por ejemplo, los inquisidores católicos no se preguntaban si era cierto o no que Dios aprobaba la tortura a los herejes; lo hacían sin ningún remordimiento, creyendo ciegamente que estaban cumpliendo con los mandatos de su Dios, expresados a través de sus representantes terrenales, es decir, de los sacerdotes cristianos. Esto mismo pensaban los verdugos durante la llamada Noche de San Bartolmé, cuando fueron asesinados más de 50 mil hugonotes en Francia, por órdenes del Papado. Pero esto no sólo ocurrió en el pasado; actualmente siguen ocurriendo casos semejantes, como las lapidaciones públicas de las mujeres adúlteras en algunos países islámicos y los actos de los terroristas suicidas que se inmolan creyendo que con esto están cumpliendo con los mandamientos de Alah.
Por otra parte, numerosas investigaciones sociológicas han demostrado que existen millones de personas que aseguran haber sido educados de acuerdo con los “valores” religiosos de sus padres y sin embargo no tienen empacho en mentir, engañar y defraudar. ¿Cuántos casos conocemos de criminales confesos que se han declarado “creyentes”? Y lo que es peor, ¿cuántos empresarios aparentemente honorables han hecho sus fortunas a base de engaños, fraudes, tráfico de influencias, etc.? ¿Y qué me dicen de los altos dignatarios de la Iglesia Católica que ordenan la excomunión de sacerdotes que incurren en el “pecado” de contraer matrimonio, pero toleran y encubren a ministros pederastas confesos?
Pero tampoco debemos confiar en los mesías laicos. Carlos Marx y sus seguidores aseguraban que el Socialismo “científico” nos iba a dar la posibilidad de crear el paraíso en la Tierra. ¿Y qué paso? Se equivocaron en sus profecías, y el experimento social en la Unión Soviética y en otros países “socialistas” terminó en un infierno terrenal. ¿Por qué? Porque los nuevos sacerdotes laicos, creyéndose poseedores de la verdad absoluta, despreciaron las opiniones de los socialistas “utópicos” como Bakunin y Kropotkin, de los sociólogos “burgueses” como Max Weber y de los filósofos “reaccionarios” como Nietzsche. Pero su peor error fue despreciar la opinión de sus pueblos e impedir su participación directa en los asuntos del Estado, con lo cual cerraron el camino hacia la democracia, y ésa es la razón por la que todos los regímenes comunistas terminaron en dictaduras. Una vez que las nuevas teocracias laicas se apoderaron de los gobiernos, todo signo de disidencia fue aplastado inmisericordemente y, en vez de socialismo, se implantó el peor de los capitalismos: el capitalismo de Estado, un sistema ineficiente y paralizante de toda iniciativa individual
Los países –y los planetas– que no aprenden de la Historia están condenados a repetir los mismos errores, así que si alguna lección nos dejaron los regímenes “socialistas”, con sus campos de concentración y sus purgas sangrientas, es que no se deben acatar los códigos de ética dictados por castas sacerdotales, ya sean religiosas o laicas.
Así pues, pienso que solamente una ética atea, basada en la reflexión filosófica y en hechos científicamente comprobados, podría ayudar a la sociedad mundial contemporánea a retomar el camino de la paz, la tolerancia y la solidaridad humana. Esto se debe hacer antes de que el fanatismo, la soberbia, la irresponsabilidad y la ambición desmedida nos lleven al suicidio ecológico o a la guerra atómica.
¿ÉTICA O ÉTICAS?
A fin de cuentas, no existen más que dos tipos de ética: la ética idealista y la ética realista. El primer tipo de ética se basa en preceptos filosóficos o religiosos sin base científica alguna. El ejemplo más paradigmático de la ética idealista es el famoso “imperativo categórico” kantiano, que no es otra cosa que la versión laica de la ética judeo-cristiana. Aun cuando Kant no basa su ética en imperativos divinos, no es menos arbitrario al exigir al hombre que “ajuste sus acciones a los principios éticos universalmente admitidos” (ver la obra Crítica de la razón práctica). Estas afirmaciones tan contundentes, típicas de mentalidades soberbias como las de casi todos los filósofos idealistas, desde Platón, contrastan con el tono mesurado de pensadores como Epicuro, Diógenes de Laercio y Lucrecio.
¿Por qué es importante que un sistema ético tenga fundamento filosófico y científico y no sea únicamente el resultado de una especulación filosófica que no toma en cuenta la Sociología, la Historia, la Biología, la Antropología, etc.? La respuesta es muy simple: Porque, a diferencia de la filosofía especulativa, la ética tiene como fin constituirse en guía de conducta de una sociedad real y concreta, y si no cumple con este cometido puede hacer más mal que bien.
LA ÉTICA JUDEO-CRISTIANA
Cualquiera que haya analizado críticamente La Biblia concluirá que no se trata de un libro homogéneo, sino de una colección de textos agrupados arbitrariamente, que frecuentemente se contradicen incluso en materia de Teología. Sin embargo, en el Viejo Testamento, aun cuando abundaban las contradicciones, el tema central era la cosmovisión y los valores del pueblo judío. En cambio, en el Nuevo Testamento esta cosmovisión y estos valores fueron trastocados radicalmente, y los predicadores del Evangelio literalmente rehicieron la herencia hebrea y le agregaron toda clase de “novedades” teológicas, como el dogma de la Santísima Trinidad, la transustanciación y la divinidad del nuevo profeta (es decir, Jesucristo), así como la amenaza del infierno, el juicio final, etc. Todo esto naturalmente tenía que repercutir en su ética. Ahora ya no se se trataba sólo de alabar (y obedecer) directamente al Dios único, sino que esto debía hacerse a través de su hijo (y posteriormente a través de innumerables vírgenes y santos). Aun cuando el hombre del Antiguo Testamento no era dueño de su destino (a pesar del cacareado “libre albedrío”), pues tenía que amar (y obedecer ) a Dios “por sobre todas las cosas”, el hombre del Nuevo Testamento (es decir, el cristiano) se sentía doblemente compelido, pues la amenaza del juicio final y el castigo del fuego eterno eran más temibles que todas las calamidades que de tiempo en tiempo lanzaba Jehová sobre la Tierra.
Así, la ética cristiana, además de considerar al ser humano como un perpetuo menor de edad que tenía que obedecer sin ninguna explicación una serie de normas y preceptos absurdos, aterrorizaba a sus seguidores con castigos que no se le ocurrirían ni al más refinado sádico. Por supuesto que todo esto no era gratuito: los sacerdotes y gobernantes sacaban abundante provecho de esta situación. Como todos sabemos, el primero que se benefició con la imposición de esta religión del terror fue el emperador Constantino quien, allá por el año 3l3, declaró al Cristianismo como la religión oficial del Imperio Romano. Posteriormente los papas y obispos utilizaron el prestigio de la civilización romana para para cristianizar a los reyes bárbaros del norte de Europa, y con ellos a sus súbditos. Obviamente, los evangelizadores se hicieron retribuir generosamente sus “servicios” y se convirtieron en consejeros y administradores de los reinos recién convertidos, con los consiguientes privilegios que esto significaba.
Muchos historiadores argumentan que fue gracias al cristianismo que los pueblos del norte de Europa absorbieron la civilización romana (y griega), y que de no ser por los predicadores cristianos este proceso hubieran demorado muchos siglos. Sin embargo, ésta es una soberana mentira: muchos pueblos del norte, particularmente los germanos, siempre estuvieron deseosos de pertenecer al Imperio Romano, al que admiraban como el paradigma de la civilización. Las cosas más bien ocurrieron al revés: los bárbaros del norte aceptaron el cristianismo porque venía respaldado por la civilización romana y, por lo tanto, bien podrían haber adoptado a los dioses paganos romanos si éstos hubieran venido “envueltos” en el paquete civilizatorio.
Pero, independientemente de la manera como ocurrieron las cosas, el caso es que la implantación del cristianismo en todo Europa significó también la imposición de una ética que promovía la sumisión, el temor y la renuncia al razonamiento y a la especulación científica y filosófica. Las actividades de los “sabios” de la Edad Media europea se reducían al estudio de la Teología y a adaptar al cristianismo las ideas filosóficas de Platón y Aristóteles (como fue el caso de Abelardo y Tomás de Aquino).
Actualmente todavía hay personas que creen que el cristianismo puede aportar algo a la humanidad. Estas personas parten del supuesto de que las instituciones terrenales (es decir, las iglesias cristianas) tergiversaron las enseñanzas de Jesucristo y las utilizaron para lucrar con la fe de los pueblos. No obstante, esta postura no es en absoluto original, pues no es más que una versión moderna de las propuestas de Lutero y Calvino, las cuales, como se sabe, no sirvieron para instaurar el reino de Dios en la Tierra, sino que propiciaron pavorosas guerras religiosas, persecuciones y un sentimiento todavía más opresivo entre sus seguidores, conocido como “la opresión de la ética protestante”, que en mucho propició la aparición del capitalismo moderno (ver las obras de Max Weber).
Aun suponiendo que se pudieran rescatar las “verdaderas” enseñanzas de Jesucristo, ¿cuáles son éstas? ¿Las de los Evangelios canónicos, las de los Evangelios apócrifos o las de las Epístolas de (san) Pablo y otros? Pero la pregunta más importante es: ¿Realmente existió un personaje histórico llamado Jesucristo o Inmanuel? Fuera de las apologías cristianas, en ningún texto de la antigüedad se menciona la existencia de un personaje con las características que se le atribuyen a Jesucristo. De sus contemporáneos, Poncio Pilato(s) ni siquiera lo menciona en sus memorias, y del sumo sacerdote Caifás no tenemos ninguna referencia a él. Por su parte, el historiador judío Flavio Josefo se refiere a Jesús como un “sedicioso” sin mayor trascendencia.
Haciendo acopio de buena voluntad y concediendo que Jesús fue un personaje histórico y que sus “verdaderas” enseñanzas son las que aparecen en los cuatro Evangelios canónicos y en las Epístolas de (san) Pablo, ¿qué enseñanzas éticas podemos extraer de ahí? Que el hombre es malo por naturaleza (nace con el “pecado original”); que debe ser purificado con el bautizo (y otros rituales que se inventaron posteriormente, como la confesión, la misa, el acto de comulgar y la extremaunción); que debe creer (y obedecer) ciegamente lo que dicen los textos sagrados; que debe despreciar su cuerpo y aborrecer todo lo relacionado con el placer mundano; que debe abstenerse de toda reflexión científica o filosófica que atente contra los dogmas; que, en caso de conflicto entre los textos sagrados y las órdenes o indicaciones de la jerarquía eclesiástica, debe obedecer a éstas últimas.
LAS ÉTICAS TEÍSTAS
Algunos pensadores proponen una la ética basada en un dios mentalmente antropomorfo, que puede ser o no una persona. Pero antes de evaluar esta ética, debemos analizar exactamente en qué creen, qué es lo que proponen y en qué se basan los promotores de este tipo de creencias.
A diferencia de los seguidores del Cristianismo y de otras religiones, los teístas (panteístas, antrópicos y algunos agnósticos) no creen en textos revelados ni en profetas iluminados; ellos más bien manifiestan que tienen la “sensación” de que existe algo más que la realidad que percibimos con los sentidos y que el Universo no es producto del azar, sino el resultado de un plan preconcebido por un ente cuyos designios sólo podemos intuirlos a través de la meditación y la observación de la naturaleza y sus leyes.
Por ejemplo, los antropistas o antrópicos aseguran que las leyes y las condiciones del universo están “calibradas” de tal manera que propicien la aparición no sólo de la vida, sino de la vida inteligente y consciente. Dicen que si el Sol fuera más caliente o más frío o si la órbita de la Tierra fuera diferente (es decir, si la Tierra estuviera más cerca o más lejos del Sol), no hubiera ocurrido el fenómeno de la vida en este planeta. También aseguran que si el ciclo de la vida de las estrellas fuera más breve no habría tiempo de que se desarrollara vida inteligente en los planetas; que si ocurrieran con más frecuencia explosiones de supernovas, esto interrumpiría continuamente el desarrollo de la vida. En fin, estos pensadores suponen la existencia de un ente cuasiconsciente que elaboró desde el principio de los tiempos un proyecto o programa que ha venido guiando el desarrollo del Universo.
Las creencias de los panteístas son parecidas a las de los antrópicos, aun cuando su cosmología está menos desarrollada. Pero la diferencia fundamental entre ambos es que los primeros suponen que puede existir una comunicación “espiritual” entre el ente rector del universo llamado Dios y las criaturas inteligentes que lo habitan, mientras que los segundos no creen que se pueda establecer alguna clase de comunicación con este ser, y que cualesquiera que sean sus planes y proyectos trascendentes, éstos ya están contenidos en las leyes del universo.
Aunque no me parecen descabelladas estas ideas (especialmente si las comparamos con las propuestas absurdas de las religiones tradicionales), no creo que puedan servir de base para la elaboración de una ética universal, por la sencilla razón de que nadie sabe exactamente cuáles son las intenciones y cuál es la meta final de este ser rector del universo. Es más, nadie sabe exactamente qué desea este ser, si es que desea algo o si es que existe.
LA ETICA REALISTA
La palabra “ateísmo” es engañosa, pues da la impresión de que quienes lo practicamos estamos en contra de alguien o de algo, o que negamos a alguien o a algo. Incluso existen algunos teólogos malintencionados que aseguran que los ateos somos personas soberbias que odiamos a Dios por pura arrogancia, como lo hizo hace mucho tiempo el rebelde ángel Luzbel. Esta opinión, además de ser una puerilidad, constituye una trampa, pues parte de dos premisas falsas: que existe Dios y que existe el Demonio. No vamos a discutir aquí la leyenda de Luzbel, pues no nos interesa el folclor judeo-cristiano. Lo único que vamos a dejar en claro es que no podemos odiar a alguien en quien no creemos. Si alguien le preguntara a un teólogo cristiano si odia a Odín, a Quetzalcoatl o a Zeus, seguramente contestará que no puede odiar a un dios falso (es decir, inexistente). Pues bien, los ateos consideramos que también son inexistentes los dioses de todas las religiones, incluyendo a Zeus, Jehová, Odín, Visnú, etc., pues jamás han dado una sola prueba de su existencia. Lo que dicen los textos “sagrados” como la Biblia, el Corán, los Vedas, etc. no constituye una prueba de su existencia, ya que ni siquiera hay certeza de la existencia histórica de sus autores. Y aun cuando pudiera documentarse fehacientemente la existencia del autor de algún texto “sagrado”, esto no sería garantía de que lo que escribió es verdadero. Por ejemplo, durante siglos se ha dudado de la existencia histórica del poeta griego Homero; sin embargo, si se llegara verificar con toda certeza su existencia, esto no garantizaría que todas las hazañas de Odiseo fueron reales, pues hasta ahora no se han descubierto rastros de seres parecidos a los cíclopes o a las sirenas.
Consideramos que no se puede basar la ética en las enseñanzas de un dios cuya existencia nunca se ha demostrado, ya se trate de un ente filosófico como el dios de los antrópicos y los panteístas, o de un dios mitológico como el de todas las religiones basadas en textos “sagrados”. Por lo tanto, la única ética posible es la que dimane de una filosofía materialista y de ciertos hechos científicamente respaldados, y este es el caso de la ética realista, la cual parte del supuesto de que el Hombre no es más que un primate de la clase de los mamíferos, y que lo único que lo diferencia de los demás animales es el tamaño de su cerebro, su gran capacidad para manipular objetos y su legado cultural. La sinergia entre estas tres características es lo que ha permitido al ser humano los actuales niveles de conocimiento científico, de manipulación tecnológica y de desarrollo artístico. Hasta donde sabemos, el hombre es el único animal que ha podido acumular generación tras generación conocimientos científicos y metodologías tecnológicas y trasmitirlos a sus descendientes; también es el único animal capaz de apreciar la belleza en todas sus manifestaciones. Por otra parte, aunque no es la única especie que tiene en alta estima el amor en todas sus formas (quien posea una mascota seguramente sabrá que existe un lazo de amor entre él y el animal elegido como mascota), es el mamífero que más sufre si se le priva de éste, especialmente en la infancia (se ha comprobado que un bebé puede morir si se le priva de afecto durante los primeros meses de vida, aunque se le proporcione alimento y cuidados físicos).
La ética realista también parte del supuesto de que no existe el bien “en sí” ni el mal “en sí”; es decir, que la bondad y la maldad no son ideas abstractas con vida propia, sino conceptos derivados de la convivencia social y de la Historia, y que fuera de las sociedades humanas éstos conceptos no tienen sentido alguno. Por ejemplo, un león no es “malo” porque mata gacelas para comérselas. Tampoco es “buena” una pantera que ofrenda su vida para defender a sus cachorros.
Otra premisa básica de la ética realista es que, si bien podemos calificar como buena o mala la intencionalidad de una acción, es todavía más importante analizar a quién o a quienes perjudica o beneficia ésta. Por ejemplo, si un monje hace penitencia “para expiar sus pecados”, ¿a quién beneficia su sacrificio? No sabemos si existe la divinidad a la que le “ofrece su dolor” o si a esta divinidad le agradan los actos de masoquismo; pero supongamos que existe este dios, que sí le halagan estas muestras de sumisión y que efectivamente perdona los pecados del monje. ¿Esto en qué beneficia a sus congéneres? Desde el punto de vista de la ética realista, este acto de penitencia no es una acción “buena”, sino más bien egoísta, ya que el monje sólo piensa en sus pecados y en su posible perdón, pero nunca en los beneficios que esto podría traer a sus semejantes.
Antes de analizar más a fondo qué es la ética realista, debemos tratar de entender qué es la ética, o más bien qué se ha entendido por “ética” a lo largo de la Historia. Etimológicamente, proviene del griego ethos, que significa carácter o comportamiento. Si consideramos que el Hombre es esencialmente un animal social (un zoon politikon, como diría Aristóteles), entonces también queda sobreentendido que se refiere al comportamiento del hombre frente a sus semejantes. Aunque los egipcios y los hebreos ya tenían preceptos éticos, éstos se circunscribían casi exclusivamente a “mandamientos” divinos; es decir, se trataba de normas morales absolutamente obligatorias y carentes de explicaciones o fundamentos. Los primeros pensadores que iniciaron el estudio filosófico de la ética fueron los sofistas, y de entre ellos destaca Protágoras, quien sostenía que las normas morales no eran mandamientos divinos sino deberes sociales que permitían el buen funcionamiento de las sociedades. Por su parte, Platón sostenía que existía un mundo moral ideal al cual debía adecuarse el comportamiento humano. Pero este eminente filósofo nunca se tomó el trabajo de explicar en dónde se encontraba este mundo moral ni cómo se había enterado de su existencia. Finalmente, Aristóteles, aunque aseguraba que la ética sólo podía basarse en la razón, y que su finalidad era la felicidad humana, sostenía que ésta debía ajustarse a los designios divinos. Posteriormente aparecieron otros pensadores que abordaron el tema desde distintas perspectivas, como Espinoza, Kant y Hegel (y otros muchos, cuya lista sería interminable); pero prácticamente todos coincidían en considerar a la ética como un catálogo de deberes y obligaciones dictados por la Divinidad, la Razón, la Naturaleza u otros entes abstractos cuyos planes y deseos sólo eran conocidos por algunos iluminados. Y ya que hablamos de iluminados, creo conveniente incluir a Sidartha Gautama, uno de los pocos pensadores antiguos que prepuso un manual de ética más o menos sensato (El Óctuple Camino), cuyas ideas fueron retomadas por los estoicos.
La síntesis presentada en el párrafo anterior está exageradamente resumida, ya que su única intención es enmarcar en una perspectiva histórica la idea equivocada que han sostenido la mayoría de los pensadores: que la ética es un catálogo de obligaciones que compelen al individuo a actuar de tal o cual manera, siguiendo los lineamientos de una entidad abstracta cuyos planes y deseos sólo ellos conocen o suponen que conocen. Por ejemplo, Hegel sostenía que el ciudadano debía sacrificarse por su patria; Ignacio de Loyola aseguraba que estaba justificada cualquier atrocidad para defender la “verdadera” religión (es decir, la religión católica), y no olvidemos el ya mencionado “imperativo categórico” de Kant.
La ética realista, por el contrario, está basada en dos sólidos pilares: a) Una reflexión filosófica seria y rigurosa sobre hechos históricos, biológicos, psicológicos, y sociales verificables, y b) los fines e intereses del individuo y de la sociedad en la que está inmerso. Además, no exige más de lo que puede ofrecer un individuo mentalmente sano y que viva en una sociedad más o menos libre y empática. Como todas las demás, la ética realista propone el altruismo, pero no de cualquier clase: propone el altruismo razonado. Se trata de una ética de círculos concéntricos: primero yo, después mi familia, después mis amigos, después mis conocidos, después mi comunidad y finalmente toda la humanidad (no necesariamente en ese orden).
La mayoría de los zoólogos coinciden en que los animales tienen como máxima prioridad la sobrevivencia y la satisfacción de sus necesidades. Por lo tanto, si yo también soy un animal y si lo más importante es mi supervivencia y mi bienestar, ¿por qué debo practicar el altruismo si no existe ninguna divinidad ni ente suprahumano que me lo ordene? Por dos razones: por conveniencia y por empatía. Por ejemplo, un padre enfurecido porque su hijo quemó su casa, probablemente arriesgará la vida para salvarlo de las llamas. En este caso el amor paternal es más fuerte que la furia por haber perdido su patrimonio. También puede ocurrir que, dominado por la avaricia, un hombre esté a punto de realizar un acto que pudiera hacerle perder a su mejor amigo. En tal caso probablemente renuncie a un bien muy apetecible con tal de mantener la amistad y el aprecio del amigo en cuestión.
Pero, ¿qué sucede cuando simplemente tengo la elección entre beneficiar a los demás o a mí mismo? Esto no se puede responder si no se ubica en un contexto real e histórico. En este caso, ¿quiénes son “los demás” y de qué beneficio estamos hablando? Por otra parte, si beneficio a “los demás”, ¿yo quedo excluido totalmente de este beneficio? Nuevamente recurramos a un ejemplo: Si “los demás” son mis hijos, y se trata de repartir el último pan de la alacena, yo creo que bien vale la pena hacer el sacrificio.
Los ejemplos anteriores demuestran que todo es circunstancial e histórico. Pero también debemos hacer énfasis en que sólo con una apropiada educación de los niños, en el más amplio sentido de la palabra, se puede crear una sociedad empática y cooperativa. Desde que nace el niño recibe, principalmente de sus padres, un flujo continuo de una porción de la enorme herencia cultural que ha acumulado la humanidad a lo largo de milenios. Este mecanismo de asimilación o interiorización continúa en las escuelas y durante las interacciones sociales hasta la edad adulta y aún más allá. Dicho proceso educativo no consiste únicamente en la trasmisión/recepción de conocimientos y habilidades, sino también en el entrenamiento para el control de los sentimientos y emociones y para el refinamiento o afinamiento de los gustos y las percepciones. Si un hombre no aprende a controlar sus sentimientos y emociones se convierte en un individuo irascible, intolerante, patológicamente egoísta y finalmente en un inadaptado social. Si no logra refinar o afinar sus gustos y percepciones jamás logrará disfrutar del arte, la amistad, y el amor. No olvidemos que hasta para paladear un buen vino se requiere del entrenamiento y/o refinamiento del sentido del gusto.
Cuando el ser humano llega a cierta edad, comienza a tomar más en serio sus conflictos éticos, especialmente cuando se involucra por primera vez en proyectos (moralmente) idealistas, ya sean personales, políticos o comunitarios. Estos conflictos surgen debido a la confrontación entre sus intereses “egoístas” y sus ideales o intereses “altruistas”. No obstante, las más de las veces éste es un falso conflicto, ya que ambos intereses pueden no ser contradictorios. Por ejemplo, si un joven egresado de una escuela de medicina está indeciso entre instalar un consultorio en la ciudad e iniciar una lucrativa práctica médica o irse a recorrer rancherías para ayudar a curar campesinos, no tiene por qué angustiarse: puede optar por lo segundo y, si después de algunos años se le “acaba” el idealismo, podrá regresar a la ciudad. Si, por el contrario, la atención a los desamparados le satisface más con el paso de los años y esto le da sentido a su vida, puede decidir no regresar a la ciudad, aunque viva con ciertas limitaciones.
Todos los conflictos morales pueden arreglarse utilizando apropiadamente y con buena disposición el sano egoísmo y los buenos instintos. Así, desde el punto de vista del altruismo razonado, un hombre que arriesga su vida para salvar a alguien que se está ahogando puede ser calificado de imprudente; pero un individuo que sin arriesgar su vida no salva a alguien que se está ahogando, no merece otro adjetivo que el de moralmente autista. En el primer caso el hombre se dejó llevar por sus instintos de solidaridad y empatía, pero de cualquier modo prestó un servicio a la sociedad; en el segundo caso sólo puede decirse que se trata de un individuo que tiene embotados sus sentimientos de solidaridad y empatía, por lo que será disfuncional en cualquier sociedad.
¿Qué se requiere para implantar la ética realista en nuestro convulsionado mundo, antes de que nos destruya la guerra atómica, el cambio climático, el caos ecológico o alguna pandemia? En primer lugar, eliminar la influencia de las castas sacerdotales y demás “guías espirituales”. Mientras subsista la influencia de sacerdotes y otros intermediarios entre los dioses y la humanidad que compelan a los hombres a seguir los deseos de las divinidades, todas las éticas tendrán como objetivo que los individuos y las sociedades cumplan con sus mandamientos, y estos mandamientos seguirán siendo los que les convengan a la casta sacerdotal. Pero también hay sacerdotes laicos promotores del culto a la Patria, a la Raza, a la Cultura Occidental, al Estado, al Proletariado, al Capitalismo, etc. (Hitler, Stalin y Pol Pot son apenas algunos ejemplos). Estos sacerdotes laicos sostienen que los individuos no valen nada si no están al servicio de una causa gloriosa y trascendente. Por supuesto que no estamos en contra de las causas grandiosas (como serían la conquista de Marte, la trasformación del Sahara en un vergel, etc.). A lo que nos oponemos es a que estas causas sean convertidas en fetiches y se obligue a los hombres a rendirles culto.
Otra cosa que impide la propagación de la ética realista es la perversión de los instintos provocada por una mala educación dentro de la familia, ambientes sociales demasiado adversos y el bombardeo ideológico de los medios de comunicación mercantilizados, que promueven el egoísmo miope, el hedonismo barato y la violencia gratuita. Esto propicia el embotamiento de los sanos instintos y de los sentimientos de solidaridad y empatía, y genera una multitud de individuos patológicamente egoístas o, lo que es peor, moralmente autistas, es decir, incapaces de conmoverse ante el sufrimiento ajeno o involucrarse en actividades sociales o comunales que no les reditúen recompensas inmediatas y tangibles.