Decía Rosa Montero, en su columna en El País del pasado domingo, que “lo cierto es que el sexo sigue siendo un enorme tabú, aunque parezca que vivimos en una sociedad en la que hay una superabundancia de sexo explícito por todas partes. O quizá el problema sea justamente eso: que parece que todo está dicho y que lo sabemos todo sobre el sexo, cuando en realidad no se sabe ni se dice nada”. Efectivamente, vivimos en una sociedad que se autoproclama como libre y muy docta en materia de sexualidad, cuando la realidad sigue siendo la pervivencia de mil tabúes, miedos, silencios y prejuicios con respecto a ella.
Es más que obvio que la incultura de la “moral” católica sigue impregnando las creencias, las actitudes y el día a día de muchos españoles en materia de sexo. Se sigue sin informar a los adolescentes en institutos y escuelas sobre un aspecto tan importante de la vida afectiva de las personas. Se sigue fomentando la desinformación y criminalizando las consecuencias de esa desinformación. Se sigue deformando la realidad, y se sigue ensuciando el significado de algo tan esencial que es la fuerza que genera la vida.
Como con tantas otras cosas, la ideología cristiana tiene mucho que ver con esa actitud castradora y denigrante de la sexualidad humana no reproductiva (en el santo matrimonio, como dios manda). El cristianismo, como todas las sectas, iglesias y religiones, bloquea el aprendizaje natural de la sexualidad, la criminaliza y obstruye su comprensión, atribuyéndole unas maldades que sólo se corresponden, en realidad, con la represión y la subsiguiente perversión que sus adeptos preconizan. Porque donde hay represión de la naturaleza humana existe, de manera automática, desvaríos, desviaciones y depravaciones, en algunos casos de carácter muy grave. El objetivo de esa represión no es otro que el del control y el bloqueo de la libertad de los individuos y de los grupos humanos. Porque controlar la sexualidad de las personas es controlar a esas personas, dominando y bloqueando sus ámbitos más privados, íntimos y personales.
Pues bien, no hablo de abstracciones ni de realidades escondidas o lejanas en el tiempo. Hablo de la actualidad. Porque la Iglesia católica continúa criminalizando la sexualidad ajena, aunque alimentando una insultante permisividad en las depravaciones sexuales propias. Hace pocos días Fernando Sebastián, recientemente nombrado cardenal por el Papa Francisco, insistía en la terrible tesis eclesial de que “la homosexualidad es una deficiencia que se normaliza con tratamiento, como la hipertensión”, cuando la ciencia lleva siglos explicando que la homosexualidad es una condición natural de la especie humana; que siempre ha habido una parte de la población, alrededor de un 10-15%, que es homosexual, y que no pasa nada. Es gente completamente normal, que tiene unas coordenadas sexuales que responden a la natural biodiversidad de la naturaleza misma.
Me pregunto, al respecto, si el señor cardenal, ya que tiene una fórmula infalible para “curar” la homosexualidad, tiene también otra fórmula infalible para “curar” los múltiples y sistemáticos casos de abuso sexual de menores que se repiten en sus filas. Quizás una pastillita diaria, como en los casos de hipertensión, paliaría una monstruosidad endémica que deja en el camino a miles de víctimas afectadas y traumatizadas de por vida. O me pregunto qué opinión tendrá de la vida sexual de los jerarcas católicos, que Eric Frattini investigó y detalló muy bien en su ensayo “Los Papas y el sexo”.
Hace también escasos días que circuló por la prensa una noticia que hacía referencia a una afirmación de la presidenta de la Federación de asociaciones provida (esas asociaciones de gente muy religiosa que defiende mucho a los cigotos no nacidos y ataca con saña a muchos otros seres sí nacidos); supuestamente, esta señora había afirmado que “la masturbación es un crimen y una forma de aborto”. Días después esta noticia fue desmentida; afortunadamente, porque la cuestión era de juzgado de guardia, o de sanatorio de reposo. Aunque no se trata de una afirmación muy desconocida para muchos españoles. Desde la Iglesia católica siempre se ha criminalizado la masturbación, y se han emitido crueles mensajes a los adolescentes que, durante muchísimas generaciones, han temido quedarse ciegos, o albinos, o tontos, o vaya usted a saber cuántas barbaridades más. Lo de siempre: “El sexo es sucio y es pecado. El placer es cosa del demonio. La virginidad es la gran virtud. La libertad es una transgresión. La felicidad un atentado. El amor humano es una debilidad.” Vivir es pecado, en definitiva.
Las consultas de los psicólogos suelen estar, aun hoy en día, repletas de personas reprimidas y afectadas por trastornos emocionales y sexual-afectivos a causa de los mensajes misóginos, coercitivos y opresores que la moral católica sigue difundiendo acerca de la sexualidad. Hablemos, por todo ello, de sexo. Informemos a nuestros hijos de manera natural de los aspectos referentes a la sexualidad humana. Eduquemos a las nuevas generaciones en el aprendizaje sano, responsable y sensato de un ámbito que va a tener una gran importancia en sus vidas, en su afectividad, en su salud y en sus relaciones. Porque el sexo forma parte del amor y de la comunicación profunda entre dos seres humanos; lo que es dañino, para uno mismo y para los demás, es la represión antinatura y la actitud persecutoria, morbosa, sucia e inmoral de los que le coartan y le censuran. Afirmaba Sigmund Freud, gran conocedor de las terribles consecuencias de la insana represión sexual, que la religión es equiparable a una neurosis obsesiva colectiva. Porque, como decía Jorge Luis Borges algunos años después, el mayor pecado que de verdad puede existir es el de no ser feliz por repudiar las cosas de la vida.
Coral Bravo es Doctora en Filología