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Hablemos de Dios. VII Ofensas a la religión

Queridísima Amelia:
Esta vez he tardado en contestarte y sabes por qué. Hace quince días murió mi madre, una de las experiencias más tristes y desoladoras que tiene que vivir el ser humano. Era muy mayor y llevaba años inválida, dependiendo totalmente de los demás salvo para pensar y hablar, pues conser vó la mente clara casi hasta el último día. Tenía que ocurrir, e incluso era bueno que ocurriera cuanto antes, pero aun así, es duro y cuesta aceptarlo. La muerte no se entiende, ni siquiera, pienso, desde un contexto religioso. Porque la creencia en otra vida y la esperanza de que no todo acaba en ésta, en realidad no consuelan de la desaparición material, brutal y absoluta de la persona que fallece. Alguien que siempre estuvo conmigo, desde que nací, de repente deja de estar de un modo ya irreversible: es una realidad tremenda. Sólo encuentro una débil ayuda para la resignación en esa idea de trascendencia que venimos discutiendo. Si algún sentido tiene la ausencia definitiva de un ser querido, al menos para mí, es la consideración de que alg o trasciende a la muerte física de la persona y permanece entre los vivos: los recuerdos, la continuidad familiar, las gratificaciones habidas, los sufrimientos conjuntos, las vivencias que la muerte no arrastra consigo. Esa pervivencia así como la voluntad de mantenerla creo que es todo lo que cabe encontrar más allá de la muerte.

A la luz de todo esto que me ha tocado vivir tan recientemente, puedo volver, ahora quizá de forma menos abstracta, sobre la cuestión que te planteaba en mi última carta. ¿Tiene alguna utilidad o  función la religión al día de hoy? Tú pones en cuestión que hablemos aquí de utilidad, pero aun así nos entendemos. Como dices, no es consuelo lo que la religión brinda; estoy de acuerdo y la experiencia recién vivida de la muerte me lo corrobora. A nadie que no busque autoengañarse puede consolarle un reencuentro postemporal y posmundano con los que se han ido, que ocurrirá en unos términos inimaginables y desconocidos. Tal vez pueda darse una esperanza muy difusa, pero no exactamente un consuelo.

La religión, pues, no aporta consuelo para los sufrimientos mayores de esta vida, pero tampoco proporciona hoy una regla moral. Es decir, toda religión está llena de preceptos y de moralina, ciertamente; pero lo que tú y yo venimos defendiendo es que no es preciso el fundamento religioso, divino, en lo que hace a los principios y valores morales más básicos. Incluso creo que me vas convenciendo de que tampoco la religión sería ya el instrumento más adecuado para la formación de la voluntad moral o buena, puesto que es la sociedad la que aporta tal formación (cuando lo hace, claro). El problema se produce cuando ninguno de los agentes sociales que podrían hacerlo —familia, escuela, medios de comunicación, administraciones públicas— lo hace; cuando nadie se responsabiliza del asunto de la formación moral —precisamente lo que está ocurriendo en estos momentos, me temo—. Lleguemos, por el momento, a la conclusión de que ni el consuelo ni la regla moral explicarían el porqué de las religiones en nuestro mundo. ¿Qué queda, entonces, que justifique la persistencia de la religión?

Hablas de la mística, un producto del monoteísmo del que, efectivamente, no habíamos hablado. Vinculas la mística al desarrollo de la subjetividad, eso que la religión llama «alma» o «espíritu», la capacidad de recogimiento para llegar a encontrarse uno a sí mismo y encontrar también al otro, como otras tantas manifestaciones de Dios. Me gusta la cita de Simone de Beauvoir a propósito de su pérdida de fe. La soledad, el silencio, el vacío del cielo producen angustia. Pero, al mismo tiempo, me parece a mí, reconforta la posibilidad de compartir con otros seres ese mismo  sentimiento de falta o anhelo de algo otro, «totalmente otro», como lo llamaba Horkheimer. Bien es verdad que todo ese proceso tiene un trayecto que pasa necesariamente por la creencia y por la religión positiva (acepto la sugerencia de nombrar así a la religión). Beauvoir se siente sola al perder la fe después de haber creído. A nosotras, el recogimiento introspectivo nos lo enseñaron a través de la oración; o mejor aún —pues la oración, al menos en nuestro caso, acababa siendo pura repetición rutinaria de avemarías— a través del entorno conventual, el atuendo especial para  entrar en la iglesia, la música, los ritos, la «composición de lugar» de los ejercicios ignacianos, un cúmulo de situaciones, en suma, que invitaban al retraimiento hacia el interior de uno mismo. La pregunta es: ¿se llega a aprender por otras vías esa experiencia que en Occidente se introduce de la mano de las Religiones del Libro? La sociedad contemporánea, consumista, hedonista, ociosa, lúdica no propicia en absoluto el repliegue en la intimidad, sino todo lo contrario: las emociones fuertes, el ruido, la violencia. ¿Hay maneras hoy de seguir cultivando la mística o, más  ampliamente, la dimensión espiritual de la vida humana?

Te refieres a la filosofía como algo que a tal propósito puede suplir a la religión. Y citas a San Ambrosio, el primero que aprendió a leer en silencio. Efectivamente, no hace falta tener «oído musical para la religión» —son palabras de Rorty— para atender a la voz del espíritu. La filosofía es pensamiento, como lo son las humanidades en general, por lo que ahí tenemos otras formas de abastecer ciertas necesidades de la vida humana sin tener que acudir a la religión. De nuevo la conclusión sería, pues, que tampoco la mística es una experiencia propiamente religiosa. Vuelvo a preguntar: ¿queda algo específicamente religioso?, ¿o la religión es sólo una etapa en la evolución de la conciencia? Y si lo es, ¿se trata de una etapa necesaria —no en la historia de la humanidad sino en la vida individual—? Tú que eres más hegeliana que yo te sentirás más cómoda con la pregunta.

Si menciono a Rorty es porque acabo de leer un librito suyo y de Vattimo sobre El futuro de la religión que te recomiendo si no lo conoces . El primero se declara ateo, y de cultura católica el segundo. Ambos son filósofos influyentes y ambos también han adoptado una forma de hacer filosofía un tanto singular: el pragmatismo, en el caso de Rorty, y la hermenéutica en el de Vattimo. Desde puntos de partida divergentes y con argumentos disímiles, sin embargo, uno y otro llegan a una misma conclusión: en la época posmetafísica, del cristianismo no queda ya ni su verdad ni su falsedad, sino sólo un mensaje: el mensaje de la caridad. Te reproduzco dos párrafos, uno de cada filósofo. «En el mundo en que Dios ha muerto —se han disuelto los metarrelatos y se ha desmitificado afortunadamente toda autoridad, también la de los saberes “objetivos”—, nuestra única posibilidad de supervivencia humana reside en el precepto cristiano de la caridad», escribe Vattimo. Y Rorty: «Ponerse fuera del logos metafísico es casi lo mismo que cesar de buscar el poder y contentarse con la caridad». Pues bien, aquí tenemos otra forma de expresión religiosa y también posrreligiosa. Fue el cristianismo el que nos enseñó el precepto del amor, como fue el cristianismo —Agustín de Hipona— el inventor del yo occidental. Esos inventos no sólo prevalecen después de la secularización, sino que son el vínculo que aún tenemos y podemos potenciar con las comunidades religiosas. Los laicos decimos que no hace falta amar a Dios para amar a los hombres, y no nos molesta (a mí, por lo menos) la forma evangélica de expresarlo: amar al prójimo es la manera de amar a Dios. Rorty cita un libro que Dewey escribió sobre la religión, Una fe común, donde éste se muestra a favor de un «vago panteísmo romántico», expresión de la dependencia que une a humanos y no humanos, que nos llevaría a reconocer que formamos parte de una totalidad más amplia. Dicha totalidad se la construye cada uno y constituye el modo de unión con todo lo que le trasciende (de nuevo la trascendencia, que yo encontraba expresada de modo más aceptable en la filosofía de Spinoza. Dirás que me repito mucho).

En fin, Amelia, que si estamos de acuerdo con lo que dicen dos filósofos contemporáneos muy representativos, resultará que la forma más propia de manifestarse la religión hoy —y seguramente de mostrar su utilidad— es la de la acción: la caridad, el amor y el desvelo por el otro. No me parece mal, porque eso es efectivamente algo que «religa», que une a los humanos cuando existe, e  incluso, si nos ponemos en la línea del pensamiento ecologista, habrá que decir que une a humanos y no humanos o que nos relaciona de una forma especial con la naturaleza. Es también una mística, pero resultado del salir de uno mismo para ir al encuentro del otro.

Llegar hasta ahí, reducir el mensaje cristiano a la caridad, no ha resultado fácil, aunque éste fuera el núcleo de la doctrina más original de los primeros cristianos —una doctrina lejos de hacerse  realidad, pues el cristianismo, y todas las religiones, se ha dispersado en infinidad de manifestaciones que no tienen nada que ver con tal mensaje—. Quiero pensar, con Vattimo y Rorty, que ha sido la secularización la que ha contribuido a depurar la religión cristiana de todo lo que no debía ser su núcleo fundamental. Secularizar, lo hemos dicho, es privatizar, convertir la opción religiosa en una opción entre otras, tan discutible como las demás. Al mismo tiempo, la secularización ha preservado (ya no como algo específico del cristianismo) todo aquello que, habiendo empezado con esa religión, hoy sin embargo sería aceptado por creyentes y no creyentes. Con lo cual, quizá pueda defenderse una cierta «denominación de origen», si no es frívolo hablar así, cuyo valor radica precisamente en que el mensaje en cuestión ha llegado a ser algo irrenunciable en cualquier caso e incluso para cualquier época o cultura.

Hablando de frivolidad y de culturas, aplacemos de momento la pregunta por la especificidad religiosa, pues otro tema se nos ha cruzado en el camino. Algo tendremos que decir, en efecto, sobre  el ridículo debate que acaban de provocar unas viñetas de Mahoma publicadas en el periódico danés Jyllands-Posten. Como sabes, su publicación no es reciente (hace cinco meses de ella); pero ha ido ahora cuando ha sido aprovechada políticamente para promover una discusión absolutamente surrealista y desproporcionada. Tengo encima de mi mesa un montón de recortes de distintos periódicos, con artículos que se cuestionan hasta qué punto el derecho a la libertad de expresión legitima la ofensa e incluso la calumnia a las religiones, ya que una de las viñetas más criticadas es la de un Mahoma terrorista. Hagamos la pregunta pertinente en términos weberianos: ¿la defensa de un principio como el de la libertad de expresión debe ceder ante las posibles consecuencias derivadas de utilizarlo un tanto irresponsablemente? O también: si colisionan dos principios como el de la libertad y el del respeto debido, ¿con cuál debemos quedarnos?

Siento una cierta vergüenza intelectual al meterme en ese debate porque, como te decía y nadie niega, su origen ha sido básicamente político, no de colisión de principios ni de consecuencias que no hayan sido ostentosamente manipuladas. A una serie de países árabes les convenía poner de manifiesto la supuesta islamofobia de Occidente, y el pretexto de las caricaturas ha sido cazado al vuelo. Desde semejante punto de vista, resultará desproporcionado cualquier intento de tomarse la cuestión en serio y aportar argumentos filosóficos o éticos a favor o en contra de la libertad de expresión o del respeto a las religiones. Es obvio que la libertad de expresión debe tener límites; como también lo es que las ofensas tienen siempre una carga de subjetividad fuerte y que, si se producen en un contexto irónico, el sentido del humor puede atenuar e incluso eliminar la intención de ofender. Nuestro querido Austin y sus speech acts nos ayudarían a explicar muchas cosas. Pero voy a otra pregunta que tanto a ti como a mí debe interesarnos: ¿por qué los creyentes son tan sensibles a la crítica y a la burla? Más allá de la instrumentalización política del hecho y del desencuentro actual con el mundo islámico, es cierto que la crítica a la religión se soporta mucho peor que cualquier otra, aquí y fuera de aquí. Ésa ha sido al menos mi experiencia siempre que me he referido públicamente, de palabra o por escrito, a temas religiosos de forma más o menos crítica. La religión es intocable. ¿Por qué?

La respuesta algo tendrá que ver con ese fundamentalismo del que tú afirmabas que hay que encarar con sentido del humor. Pues bien, parece que no se deja. Hoy por hoy, las religiones más proclives al fanatismo no toleran ni una broma ni un chistecito. Cuando la religión atacada es, por ejemplo, la católica, los ofendidos se limitan a protestar por ello sin violentar las reglas democráticas. Ciertamente no recuerdo reacciones ni tan masivas ni tan virulentas por algo relativo al cristianismo. Con todo, tampoco es que las religiones de Occidente se hayan destacado por la capacidad de reírse de sí mismas, ni por la de aceptar que el análisis y la crítica las puedan eventualmente poner en ridículo sin que ello tenga que significar que se está descalificando al conjunto de la religión o a sus fieles. Es decir, la convicción de que una sociedad laica debe respetar todas las creencias se convierte en la prohibición de mencionarlas si no es para rendirse ante ellas. De todo lo que he leído a propósito de las viñetas me ha gustado sobre todo un artículo del teólogo Soheib Bencheikh, antiguo muftí de Marsella y actual director del Instituto Superior de Ciencias Islámicas, quien básicamente se centraba en dos ideas. En primer lugar, constataba la incoherencia entre la polémica producida y la enseñanza coránica a favor de aprender a trascender las polémicas, sin enquistarse en ellas ni echar más leña al fuego: «Y cuando ellos [los creyentes] son apostrofados por los ignorantes, dicen “Paz”». Sin duda que en el Corán hay otros fragmentos distintos del citado que incitan a las respuestas violentas, pero ese contraste se produce en todos los Libros Sagrados. Y, en segundo lugar, el mencionado teólogo señalaba la falta de seguridad y de convencimiento en su propia solidez que muestra una religión cuando no sabe afrontar las críticas y el ridículo. Quizá ahí esté la clave. En el fondo la convicción fanática —de la que hemos hablado en otra ocasión— carece de fundamentos sólidos; es una convicción débil y por eso no tolera que se mofen de ella.Una convicción firme, en cambio, está por encima de las críticas y las ignora. Me viene a la memoria Nietzsche y su teoría del resentimiento. El resentido siempre es el débil, por eso no reaccion a activa sino reactivamente. El hombre libre, por el contrario, el que se sabe superior, nun ca se siente ofen dido, al contrario, responde con la gr acia . Que la fe —que según nos decían debería mover montañas— se estremezca ante unos chistecitos sería sólo cómico si las reacciones provocadas no produjeran miedo.

Se ha dicho muchas veces que las religiones islámicas tienen que pasar por su propia Ilustración y otorgarle a lo sagrado la dimensión apropiada. Cuando transformamos algo en intocable porque es sagrado, lo que se está poniendo de manifiesto es todo lo contrario de lo que se desea: es decir, estamos dándole a lo sagrado una dimensión humana. Se extrañaba Alberto Manguel, refiriéndose al asunto, de que alguien pensara que Dios, Alá o Mahoma pudieran sentirse ofendidos por unas caricaturas. ¿Qué le importará a un dios o al profeta lo que digan los hombres? Más bien deberían ser las crueldades de los hombres, las guerras y la violencia perpetradas en nombre de los dioses lo que habría de ofenderles. Otra vez vemos que la dificultad está en preservar el mensaje más auténtico, el que merece ser conservado en lugar de quedarse con lo superfluo.

No obstante y dicho todo lo anterior, no me parece mal que se haya aprovechado la ocasión para hacer algo de autocrítica. No pienso, como ha dicho más de uno, que la libertad de expresión, incluso para ofender, pueda erigirse en otro fundamentalismo. La libertad de expresión, como la democracia, es incompatible con los fundamentalismos. Ahora bien, sí que tiene sentido preguntarse si es de sabios, o simplemente de personas razonables, utilizar la libertad de expresión sólo para provocar. Siempre se ha defendido la libertad de expresión, el primero de los derechos civiles, como el ejercicio de la facultad de criticar a los poderes establecidos. Pero hacer mofa de Mahoma no es exactamente criticar el poder del Islam: lo sería condenar explícitamente todas las barbaridades que hacen los regímenes musulmanes y sus profetas en nombre de aquél. Es cierto, por otra parte, que la estupidez está amparada de algún modo por la propia libertad de expresión. Es decir, si no eres libre de decir tonterías, no eres totalmente libre. Pero también las tonterías y estupideces deben ser objeto de crítica y de rechazo. Si lo que queremos es que los países islámicos se convenzan de que la libertad de expresión es realmente un valor fundamental e intocable, ¿lograremos convencerles publicando esos dibujos? ¿No es el ejercicio responsable y no arrogante de la libertad de expresión la forma más razonable y sensata de demostrar el valor que dam os a la libertad? ¿A quién beneficia hacer un mal uso de la libertad?

Hay un peligro, sin duda, en la magnificación de este asunto, y es que la religión pase a formar parte de aquellos temas que, efectivamente, constituyen un límite a la libertad de expresión, como son el racismo, la homofobia o el sexismo. Es muy fácil añadir más cosas a lo políticamente correcto. Si no me equivoco, en Inglaterra se está discutiendo una ley destinada a prohibir ciertas  formas de referirse a las religiones. Quizá el que la pérdida creciente de poder de las Iglesias haya convertido también a los creyentes en grupos de desfavorecidos, como lo han sido las mujeres, alg unas etnias o los homosexuales no sea más que otra consecuencia de la secularización. ¿Otra confusión imputable al discurso multiculturalista? En suma, y para dar alguna respuesta a la pregunta  que me hacía más arriba sobre la especial susceptibilidad de los creyentes (no sólo de los fundamentalistas), la ocupación del ámbito de lo sagrado por parte de las religiones parece que les da derecho a una especie de inmunidad frente a cualquier ataque. Otro dato que indica que la secularización se ha logrado sólo a medias.

El tema de las ofensas y del islamismo me lleva a otro que he de poner en tus manos. Hace unas líneas, me he referido al sexismo como algo no permitido, como límite a la libertad de expresión. Es el momento, querida Amelia, de que entremos en la discusión, injustamente marginada, sobre la consideración hacia las mujeres por parte de las religiones y su situación en las distintas Iglesias.  Éste es un tema muy tuyo, lo conoces mejor que yo y tienes más datos; deberías ser por tanto tú quien lleves la batuta al respecto. Tenemos aquí dos grandes ámbitos: el del cristianismo y el del islam. En ninguno de ellos ha introducido el feminismo cambios esenciales, pero hay que reconocer que lo del islam es menos tolerable. Las Iglesias cristianas —unas más que otras— ignoran a las mujeres y las consideran, a ciertos efectos, desiguales; no aptas para ciertos menesteres, como el sacerdocio. El islam, por su parte, oprime directamente a la mujer; la discrimina y celebra su discriminación, por ejemplo, en la familia, al tiempo que lucha ferozmente por mantener signos ostensibles de sumisión, como el velo (por no hablar de las prácticas brutales de mutilación del cuerpo de la mujer). No obstante y aunque la comparación sea injusta, creo que el común denominador está en lo mismo que alimenta el sentimiento de ofensa derivado de las viñetas de Mahoma. Estamos refiriéndonos a unas doctrinas que son sagradas y que han sido reveladas por un Ser supremo que posee una autoridad inapelable, por lo que tales doctrinas se han hecho coincidir muchas veces con «lo natural ». De acuerdo con esto, discriminar a la mujer no es discriminar, puesto que la diferencia entre los sexos estaría en la naturaleza de las personas o de las relaciones. Se trata del mismo argumento que encontramos en las objeciones a los inventos biomédicos: son transgresiones de leyes naturales, dicen los ortodoxos católicos. Y esa forma de verlo la comparten todos los creyentes, vivan o no en sociedades secularizadas. No alcanza la forma violenta que tiene cuando las creencias religiosas se defienden con fanatismo, pero el argumento de fondo es el  mismo. Volviendo al libro de Rorty y Vattimo, estamos ante formas de concebir la religión que aún no son posmetafísicas.

Por otra parte, y me limito a apuntar un par de cuestiones para que tú las desmenuces y entres en otras nuevas, ocurre en el islam un fenómeno que, si no me equivoco, no tiene paralelo en el cristianismo. No hay feministas cristianas que defiendan la exclusión del sacerdocio de las mujeres y reclamen a la vez su feminismo. En el islam, sí. «Las que llevamos velo somos feministas», decía hace unos meses una diputada de Melilla. No me contestes que es una estúpida, porque creo que el tema tiene más sustancia. El feminismo está dividido en el mundo musulmán; pero no por cuestiones teóricas, como nos ocurre a nosotras, que unas somos partidarias del feminismo de la igualdad y otras del feminismo de la diferencia; ni tampoco por razones estrictamente utilitarias: con el velo será más fácil llegar a emanciparse. Hay razones más profundas que tenemos que analizar. Lo dicho, el tema está en tus manos.

Contéstame pronto. Esta carta me ha ayudado a levantar el ánimo.
Te mando un gran abrazo,
Victoria
Febrero de 2006


Querida amiga mía:
Victoria, qué decirte sino que el dolor es adulto y carne de la vida que vivimos. He sentido tanto, te me he representado con tal viveza asistiendo a los momentos finales de tu madre… Padecemos cuando sufren los que amamos. Además, y no sé por qué, cuando quien nos puso aquí, quien nos dio el ser se va, la desgarradura es especial, abierta, quema. Somos seres para la muerte, decía la filosofía existencialista, que está, lo sabemos, poco de moda; afirmaba, además, que conocemos que morimos y que vamos a morir, lo que nos da una posición especial e incómoda en el mundo. Pero yo creo que nada de lo que vive está preparado para la muerte. Los humanos, por más inteligentes, la sabemos cierta y por ello la negamos o la ocultamos. Y de esto las religiones saben mucho.

Desde muy antiguo venimos haciendo ritos fúnebres: en depósitos neandertales los restos humanos aparecen acompañados de polen de flores. Y qué decir de la antiquísima asociación somnium imago mortis, de la que proceden quizá buena parte de las creencias de ultratumba. El sueño es imagen de la muerte…, algo bien extraño, todavía por elucidar. En verdad casi todos los grupos  humanos poseen un conj unto de ritos que aplican entonces; y casi siempre otro conjunto de fórmulas y conjuros para guiar al espíritu en su alejamiento del mundo de los vivos. Las creencias han ido y van desde el irse apagando progresivo de la sombra viva, hasta su reposo en lugares felices o desdichados en tanto se produce el verdadero final. Hay culturas religiosas tan reñidas con lo que la vida da de sí y tan pesimistas, que presentan el final como algo a conseguir tras una larguísima serie de reencarnaciones, sin memoria cada una de todas las anteriores, en ciclos inmensos de repetición hasta que se alcanza el definitivo terminarse. La imaginación humana es prolífica.

En las letras europeas, el sueño, ya invocado en los sepulcros romanos, ha inspirado los terribles versos de Hamlet —«¿Pero qué sueños nos pueden asaltar durante el sueño de la muerte?»—, y hasta el retruécano de Calderón, quien prefiere, tan barroco, señalar que es la vida la que es sueño. Sin embargo, son las religiones las que continúan siendo sus propietarias. Te diré que, personalmente, lo que más me sorprende es la «democratización» de la vida eterna. La veo ir consolidándose en Egipto donde al principio sólo el Rey-Dios-Faraón era preparado para ella y la tenía, hasta los enterramientos saítas en los que el Libro de los Muertos es una compañía corriente del ajuar fúnebre. Por el medio han pasado siglos en que sacerdotes, escribas, grandes eunucos, ministros y potentados han ido adquiriendo, a peso de oro y plata, tumbas perennes, ritos y embalsamamientos. Con todo, no es esto lo más sorprendente: lo es la progresiva moralización del  propio texto de autoayuda, del Libro de los Muertos. De época a época, siglo a siglo se va moralizando, hasta la idea de que la otra vida será gloriosa o desdichada en razón de lo hecho en ésta. Me impresionan sus formulaciones, así este ejemplo:

He llegado ante vosotros (los dioses) sin pecado, sin delito, sin villanía, sin acusador, sin nadie a quien haya causado perjuicio. Vivo de lo que es justo, me sacio de lo que es justo. Hago aquello de lo que hablan los hombres, de lo que se regocijan los dioses. Satisfice al dios haciendo lo que él ama: di pan al hambriento, agua al sediento, vestidos al que estaba desnudo.

Ante todos y cada uno de los dioses el difunto ha de asegurar que no hizo mal, no maltrató a las gentes, no mintió, no hizo pasar hambre, no hizo llorar, no mató ni ordenó matar… En fin, la serie casi completa de los mandatos más clásicos. Si se justifica, entonces podrá comenzar a recorrer los senderos del más allá y reaparecer en una vida de ultratumba. Creo que les debemos a los egipcios esa conexión, al igual que también hemos heredado de ellos la alegoría de la balanza, en la que el peso del corazón puro se iguala con una pluma; la balanza y el corazón que reaparecen en tantos textos sagrados.

Para mucha gente, Victoria, esto no es historia, es vida vivida, cosas que creen o se esfuerzan en creer: motivos para el obrar, como tú misma me has recordado varias veces. De tales parajes se pueden tener imágenes diluidas o muy concretas. Van desde el gozo de la presencia divina, en el cual el tiempo ya no existe, a las descripciones de una vida celeste con sus detalles más nimios:  «Entrarán en los jardines del Edén; en ellos serán adornados con brazaletes de oro y perlas y sus vestidos serán de seda». Los jardines, ríos, lechos de oro y hasta un número fijo de mujeres vírgenes han formado parte de esas representaciones. Sobre muchas de ellas hay un trabajo excelente de Jean Delumeau que quizá te interese o ya conozcas, La Historia del Paraíso. Sí, la imaginación trabaja, aunque siempre tiene por regla el parecido con la vida y los deseos de los vivos.

La mayor parte de las religiones hoy existentes administran tanto los ritos como esa vida de ultratumba. Pero no sólo los creyentes sino también los clérigos, que a veces no coinciden, saben que creer en ella es complicado. Sin embargo, ya ves, a mí eso me impresiona poco. El mayor argumento que he encontrado contra tal creencia, o el que a mí más me impactó, proviene de alguien tan templado como John Stuart Mill, quien escribió en su diario:

La creencia en una vida después de la muerte sin tener una idea probable de lo que esa vida va a ser, no sería un consuelo, sino el mismísimo rey de los terrores. Un viaje a lo enteramente desconocido: ese pensamiento es suficiente para infundir alarma en el corazón más firme.

Supongo que la progresiva moralización de esa creencia ha influido, ambiguamente sin duda, en restarle pavor. Porque la creencia es más antigua que las religiones que existen hoy en día, las cuales en realidad la han heredado y no hacen sino administrarla. La administran tanto, Victoria, que sabemos por experiencia lo refractarios que son a poner algo de sentido común en un tema relacionado con el morir tan acuciante como es el de la eutanasia.

En nuestra sociedad del conocimiento, avanzada y tecnificada, los modos de vida, las maneras de vivir han cambiado mucho; consecuentemente, también lo han hecho las de morir. Como explica el gran historiador Philippe Ariès, a quien creo que hemos citado, la muerte se oculta y se «hospitaliza». Las ceremonias se hacen rápidas y, desde luego, llevar a los niños a ver enfermos agonizantes no se considera un espectáculo pedagógico (sólo hace un siglo era normal). Podemos, además, prolongar la vida vegetativa durante largo tiempo, aunque la consciente haya desaparecido. Pues bien, todo esto nos pone ante el tema de la eutanasia. Cierto que el tema no es tan nuevo como parece; pero sí lo son las técnicas que permiten alargar una vida sin que haya sin embargo modo de hacerla viable. Eso ha producido y produce situaciones a veces espantosas. Por el juramento hipocrático, la medicina está para curar, dando lugar en ocasiones a prolongaciones de la vida inútiles y con terribles sufrimientos (lo que hemos dado en llamar «encarnizamiento terapéutico»). Una agonía, ahora estamos de acuerdo, no debe prolongarse mediante técnicas pensadas para curar. Tras un debate que no ha sido fácil, parece que las personas religiosas admiten ya que el encarnizamiento terapéutico no es de recibo. Se obstinan, empero, en negarse a admitir un exit relativamente tranquilo y digno cuando la posibilidad de mantener esa vida ha desaparecido, por la excelente razón de que es la divinidad la que debe decidir el momento. La eutanasia, Victoria, es un tema de nuestro tiempo que estamos obligados a afrontar aunque sea duro e irritante. Te digo que, si bien me alegro de vivir esta época nuestra de tantos cambios e innovaciones morales, no siempre me complace tener que estar permanentemente en primera línea.

En fin, aligeremos un poco lo sombrío de este tema con otro que apuntas de nuestro mero e hirviente hoy, las caricaturas de Mahoma: pues un poco de humor nunca sobra. De acuerdo, me retracto antes de que me lo digas. Parece que al fundamentalismo sí le sobra (está reñido con el humor). Me viene a la memoria lo que pasó con Rushdie en su día, pese a la gracia que tienen él y sus libros, por quintales.

He tenido oportunidad de ver las tales caricaturas, cosa que no les ocurre a muchos que se incendian el ánimo y protestan violentamente por ellas. Y, la verdad, comparado el caso con lo que se  suele dibujar a propósito del cristianismo, son dulces e inocentes casi sin excepción. Pero hay que admitir que han sido un buen test: nunca por tan poco se ha organizado tanto revuelo, al menos en nuestros días. Verás, te confieso que a mí me interesa lo que pasa aquí, en el Occidente libre y tolerante. No es que quite importancia a las protestas virulentas en países musulmanes, sino que como por lo común las libertades en muchos de ellos escasean, supongo que esos movimientos están promovidos, atizados y tienen una pauta que los hace previsibles. Por lo tanto, nada de lo que veo que ocurre en ellos añade cualidad al caso; simplemente me entero y me limito a tomar nota. Pero el debate que allí no dejan que exista, se abre aquí, en Occidente, donde sí hay libertad para hacerlo. Y me tiene muy sorprendida.

¡Resulta que hasta se estudian iniciativas para pedir que la blasfemia sea convertida delito internacional! En nombre del cielo, ¡qué barbaridad! O se dice, lo he leído en varios sitios, que es gravísimo hacer chistes… A ver, por favor, un poco de orden. No dudo que pueda ser imprudente hacerlos, considerando las circunstancias; pero ¿grave? Hay un gran trecho de lo uno a lo otro. Me da por pensar que muchos no conocen bien en qué consiste el principio de tolerancia; y menos aún qué es el multiculturalismo. Así que, si te parece, y por empezar por alguna parte, tomemos este último. Voy a utilizar una distinción clara: la multiculturalidad es un hecho; el multiculturalismo es una toma de posición sobre ese hecho. (Atribuyo la distinción a la común amiga Celia Amorós, que no pienso que nos la niegue). Si tenemos una sociedad donde viven grupos diversos pero todos comparten horizonte de valor y costumbres, tenemos una sociedad multiétnica y, sin embargo, no multicultural. Si los grupos tienen diversidad de credos y valores, tenemos ya multiculturalidad —en los territorios con fuertes migraciones esto es un estado corriente y conocido—. Las sociedades resultantes pueden ser multiétnicas y además multiculturales. La multiculturalidad es un hecho cierto; lo es incluso en el planeta considerado como un todo, ahora que por fin ha dado comienzo la Edad Global. A nadie se le ocurrirá negar que en el presente existen diferentes culturas, conviviendo en un proceso vivo y ecuménico de globalización económica y en las  comunicaciones. Por tanto, y de nuevo, la multiculturalidad es un hecho; sin embargo, el multiculturalismo es «una posición» acerca de ese hecho: la convicción de que la diversidad e buena y de que todas las culturas son un rico patrimonio que debe ser honrado. Dicho así suena estupendo. La diversidad enriquece y ha de ser respetada, pero ¿por quién?

Ésta es una buena pregunta. ¿Las culturas han de ser respetadas por los individuos o han de respetarse ellas entre sí? El principio de tolerancia, tal como fue enunciado en el siglo barroco, dice que las diversas Iglesias o confesiones tienen que respetarse entre sí y no provocar disturbios; si son respetuosas y pacíficas, el Estado las amparará a todas. Tal es la regla. En nuestro caso actual, por ejemplo, el Estado las toma bajo su protección, aunque él no puede profesar ninguna, y las protege en tanto que no sean beligerantes y no pongan en peligro la paz civil. Ahora bien, quien no comparta un credo, ¿está obligado a respetarlo? No estoy segura; tiene que respetar a la gente, pero ¿qué derecho puede tener un credo? Se ha dicho estos días, por ejemplo, que el islam prohíbe representar a Mahoma y que por lo tanto es grave que se lo represente. ¿En qué quedamos? Si es cierto que la diversidad existe, para unos, los creyentes musulmanes (que ni siquiera son todas las personas que viven en países de religión musulmana), es grave representar a esa figura; pero para todos los demás, el asunto es perfectamente indiferente. Es decir, que si somos multiculturalistas debemos admitir que cada cultura tiene imperio dentro de su ámbito, no fuera. De modo que para mí no pueden regir los preceptos particulares del islam. Yo puedo hacer representaciones sin restricciones para ello; quienes lo tengan prohibido no pueden. Y además, ellos ganan, porque pensarán que, estando de su parte la verdad, yo me iré al infierno con total seguridad. Y ya está; ellos tienen su mandamiento y creen en mi castigo.

Pero no. Resulta que, si viene al caso, están dispuestos a ej ecutar la justicia divina por su propia mano. Algo fuera de lugar desde aquella recomendación, creo que romana, deis dii curent, «que los dioses se ocupen de las cosas de los dioses». Si alguien anda dibujando lo que no debe y le cae un rayo divino, peor para él; pero cualquier otra punición no es de recibo. Veo yo que algunos creyentes nunca creen lo suficiente, que no se fían de la venganza divina y procuran aplicarla ellos por si acaso. Y eso no está bien.

Mira, Victoria, me voy a enfangar más aún en este tema. Realmente ¿se puede ofender a Dios? Ya sabes, con mayúscula, quiere decirse a fortiori el Único e Inefable. Pues no creo. Se puede ofender produciendo dolor, humillando, quitando bienes, golpeando…, de muchos modos, desgraciadamente; pero no a Dios, sino a los demás. Sólo se me alcanza que a Dios se le pueda ofender ¿desobedeciéndole? Eso no es ofender, a no ser que nuestra imagen de Dios esté sacada de un tiranuelo antiguo y vengativo. Si Dios ha dado una ley, a quien no la cumpla le abandonará o algo parecido. Pero eso que se llama Dios en los monoteísmos, «Aquello cuyo mayor no puede pensarse», no puede tampoco ser ofendido por gente como nosotros; es soberbia casi el mero hecho de pensarlo. Ya ves que me he metido en un auténtico cenagal, pero lo hago por hipótesis: «si algo como X existiera, entonces…». Puedes cazarme fácilmente, soy de la especie de Maimónides: entre Creador y creatura sólo puede haber vía de conocimiento negativa, porque todo lo demás es analogía y, por lo tanto, comparar lo incomparable. Por el contrario, ofender a los clérigos y a los creyentes creo que sí es posible, y que son ellos bastante suspicaces y si al caso viene, vengativos. Recuerdo que Voltaire tuvo que hablar de cierto caballero condenado a morir por la excelente  razón de no haberse quitado el sombrero ante el paso del Santísimo (y de eso hace sólo un par de siglos). Malo es que los hombres se atribuyan la honra de los dioses en vez de limitarse a honrarlos ellos, si es que saben y pueden.

Pero todo lo ocurrido prueba muchas más cosas, incluidas algunas que no queremos ver. Por ejemplo, que sólo es fácil levantar un odio muy profundo o hacerlo saltar cuando ya previamente existe; y también que todo odio contiene algo de auto odio. Pero esto es todavía peor terreno que el que llevo pisando hasta ahora, así que intentaré salir. Una caricatura se paga con otra caricatura, según la conocida ley del talión. De no ser así, cuando pides más, como sangre, mutilaciones o vidas, es que no se trata de la caricatura, sino de lo que tú supones que otros piensan de ti; o peor, de lo que no quieres pensar que piensan de ti. En el fundamentalismo, que siempre es religioso, y también en el fanatismo, que se agarra a otro tipo de causas, hay un núcleo apto para psicoanalizarlo —y mira que ni la técnica ni el discurso me gustan, pero así es—. Si yo me percibo como inferiorizado, puedo adoptar una identidad reactiva y hacer orgullo de lo que otro desprecia. Precisamente de identidad reactiva es de lo que se trata en el caso de los fundamentalistas que operan en el marco de la libertad europea; otro quizá sea el caso de las animadas masas quemabanderas en países necesitados de varios bienes básicos, la libertad entre ellos.

Yo no creo, Victoria que quienes estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas creyeran irse al mundo de los prados celestiales y de las huríes, sino que pienso que en la práctica gritaban ¡banzai! , kamikazes ahora, por gusto propio, de un mundo que es y no es ya el suyo. Lo concedo: el respeto es importante; pero dudo que se le pueda dar a quien íntimamente no está convencido de tener honor.

Si como preguntas —que pareces Comte—, la religión es una etapa de la evolución de la conciencia —de la colectiva y de la individual, supongo— habrá que poder analizarla con los metros que sirven para la conciencia. Y entonces el fundamentalismo sale peor parado todavía, porque nada tiene que ver con lo que dice venerar, sino que en su centro está el poder y la rabia de los individuos, ¡ay!, demasiado humanos. Dime, amiga querida ¿qué se ha hecho de la caridad?, ¿y de la mansedumbre? Claro que hemos ido acopiando cosas intocables, tú las citas; pero recuerda el  apotegma de un impresentable como Larry Flint: Para que este sistema, la democracia, sea correcto debe soportar a impresentables de mi tipo y tamaño. Siempre tiene que haber lugar para el disidente, aunque el disidente sea un sinvergüenza. Ahora bien, yo, como creo que también tú, prefiero no encontrármelo ni sentarlo a mi mesa.

Mi mejor abrazo,
Amelia
Febrero de 2006

 

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