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Hablemos de Dios. VI Aprender a vivir sin Dios

Querida Amelia:
Efectivamente, nos hemos hecho mayores. Ni tú ni yo hemos interrumpido nuestra correspondencia por causa de las vacaciones navideñas. Siguen siendo vacaciones, en efecto, pero mucho más tranquilas, sin niños pequeños en casa y, como tú dices, sin excesos ni jolgorios que ya no nos corresponden. Quizá sea cierto que la vejez da paz. La Navidad, también lo dices, es un buen ejemplo de la lentitud con que las sociedades y las personas se desprenden de ritos y costumbres religiosas, a pesar de declarar oficialmente que aquello ya no va con ellas. Los belenes y los Reyes Magos conviven pacíficamente con papa Noel y con el árbol de Navidad (¡costumbre pagana donde las haya!, como ya has comentado que nos decían las monjas del colegio). La sociedad de consumo lo absorbe todo y a todo le saca partido. Cuesta acabar con las viejas costumbres incluso en un país como el nuestro, a ciertos efectos muy poco conservador y al que le basta cualquier pretexto para  ponerlo todo patas arriba y reconocer que es blanco lo que antes parecía negro. Habiendo sido oficialmente tan católicos, hemos visto descender más rápidamente que nadie los índices de natalidad, y también nuestras iglesias y con ventos se han vaciado de fieles o de religiosos casi de un día para otro. Es cierto que la educación se aferra ferozmente al mantenimiento de la enseñanza de la religión, pero ésa es, a mi juicio, una cuestión más política que propiamente religiosa. Luego hablaremos de ello.

Dices en tu última carta que las religiones nos han ido marcando los ritos: el bautismo, el matrimonio, el entierro; para a continuación añadir que el enfriamiento religioso ha llevado a ir prescindiendo de ellos y a sustituirlos por ritos civiles. Yo diría que hay una cierta desidia o comodidad en el seguir echando mano del ritual religioso. Éste, por lo menos, ya está pautado y evita tener que pensar y que inventar ceremonias nuevas. Lo importante es celebrar cosas, se haga como se haga. Si hay una forma canónica de hacerlo, ¿para qué pensar en el significado que pueda tener? Aunque, si lo pensamos a fondo, ¿basta decir que es pura comodidad?, ¿o se trata más bien de que la trascendencia de determinados momentos de la vida queda mejor reflejada cuando se puede invocar a Dios que cuando los humanos nos las arreglamos solos? En alguna de nuestras primeras cartas recordábamos la sorpresa que nos produjo el eco mediático y de multitudes que  despertaron las ceremonias a propósito de la muerte de Juan Pablo II. ¿No tuvo algo o mucho que ver en ello la estética del Vaticano y su innegable savoir-faire en las ceremonias de tránsito?

Sea como sea, tener respuestas sencillas para todo lo que es complejo o empeñarse en administrar las situaciones que marcan la vida de las personas han sido algunas de las características, si no de la religión sin más, sí de la autoridad doctrinal de las Iglesias. Contra esa autoridad y también contra esa propensión a otorgar un sentido a la existencia ha reaccionado todo el proceso de crítica y de secularización del que venimos hablando desde el principio. Pero el asunto tampoco se resuelve de un plumazo, renunciando a todo aquello que ha dejado de convencer. Pues, una vez que  decidimos liberarnos de las muletas religiosas, somos nosotros los que tenemos que dar cuenta de todo lo que ocurre. Quedan vacíos que de algún modo hay que llenar, y hay que decidir qué está  bien y qué está mal, qué debe tener sentido y qué es insignificante, qué prioridades debe haber en la vida y por qué. Son muchas las preguntas que muestran que aprender a vivir sin Dios no es una tarea ni fácil ni cómoda.

Al problema del mal le hemos dado ya bastantes vueltas, pero aún me gustaría añadir alguna cosa más. Como vino a decir Nietzsche, no se trata de un problema religioso, sino humano, «demasiado humano». Ésta es quizá la conclusión a la que hemos llegado: somos nosotros los que tenemos que responder del mal. Las relig iones, es cierto, también han querido administrarlo. Así, el Génesis lo atribuye a la ambición desmesurada de los hombres, que pretendieron «ser como dioses», como tú recordabas en tu carta. Algo que siempre me ha parecido una contradicción, justificable sólo desde el intento de hacer racional el mal en un mundo creado por un Dios bueno y omnipotente. Pues si pretender ser como dioses era algo indebido, los humanos tenían ya de  antemano una limitación; de manera que, bajo la forma de esa limitación, el mal ya estaba en el mundo. Pero no es eso lo que se nos cuenta, sino que fue la desobediencia de Adán y Eva, el no cumplimiento de la norma impuesta por Yahvé, la perversidad humana, en suma, lo que precipitó a toda la humanidad en una vida de dolor y sufrimiento. La religión judeocristiana racionaliza así el mal: culpabilizando a la humanidad de que éste exista. Si lo malo no puede ser obra de un Dios bueno, su autoría tiene que ser humana. No hace falta insistir más en algo que las mujeres y hombres de nuestra generación aprendimos con el catecismo. Lo importante, por lo que hace a nuestra discusión, es que la tal racionalización del mal, sea o no genuinamente religiosa, lo que consigue —y seguramente también pretende— es moralizarlo. El pecado original es la madre de todos los pecados, mortales o veniales, que el hombre comete, no por el mero hecho de haber nacido, sino porque en los orígenes se rebeló contra la norma. Curiosamente, es la religión monoteísta la que hace del mal algo no religioso, algo —vuelvo a Nietzsche— «demasiado humano». De esta forma, Dios queda a salvo de cualquier imputación. Pero, eso sí, la doctrina religiosa sigue decidiendo no sólo qué es bueno y qué es malo, sino cómo se redimen y cómo son perdonadas las faltas cometidas. Otra vez, respuestas fáciles a problemas complejos. Quienes hemos aprendido a distinguir el mal moral a partir de una lista de pecados que debían ser objeto de confesión cada semana no podemos tomarnos muy en serio la pretensión de las religiones de iluminarnos en materia de moral.

Tienes razón: la universalidad que le exigimos a la moral adquiere importancia sólo porque el mal (o la inmoralidad) es responsabilidad nuestra. De la moral heterónoma, que es la que deriva de la religión, hemos pasado a una moral autónoma; a afirmar que la conciencia moral consiste precisamente en saber discernir qué es bueno y qué es malo, no en obedecer a un ser que nos lo impone. Pero, al mismo tiempo, nos damos cuenta de que esa conciencia que distingue lo bueno de lo malo no puede reducirse a la pura subjetividad ni a las diferencias culturales. El sujeto moral es un «nosotros» que comprende a la humanidad entera, y que es el que dictamina que ciertas cosas han de ser malas siempre, por definición: por ejemplo, el ensañamiento y la complacencia en el daño ajeno. No hace falta una luz divina para reconocerlo así. Otra cosa es que eso que se descubre como malo no sólo no sea erradicado, sino que se encuentren mil excusas para justificarlo; lo que ya no es un problema de conocimiento, sino de voluntad. Sócrates se empeñó en hacernos creer que conocer el bien implicaba practicarlo, pero ahí se equivocó de plano.

Ya hemos hablado de estas cosas, y quizá nos estemos poniendo pesadas con darles tantas vueltas. Lo cierto es que cualquiera de las cuestiones que tratamos es inagotable y siempre se encuentran extremos no resueltos. Frente a las guerras, a las masacres terroristas, a los crímenes nazis, todos, creyentes y no creyentes, nos preguntamos: ¿dónde está Dios? Nos lo preguntamos porque  nuestra visión del mundo es teleológica y, en consecuencia, teológica: esperamos una salvación y un final feliz. Y cambiar esa perspectiva sí que es difícil, porque, en tal caso, no sólo las injusticias y las maldades humanas aparecen sin redención posible, sino que el otro mal, el que no depende de nosotros, el sufrimiento y la muerte, se muestra inútil y sin sentido. Ése ya no es un mal moral, sino la expresión más evidente de la finitud humana y, si me apuras, del absurdo de la existencia. A no ser que podamos creer, como Spinoza, en una especie de panteísmo que nos reduce a simples modos o expresiones de una substancia que es Dios. Es una salida que a mí personalmente me atrae y me parece convincente, pues significa que el sentido de la vida de cada uno no hay que buscarlo en la individualidad, sino en el todo, un todo del que somos sólo una minúscula y pasajera expresión. En tal caso, la muerte no sería un mal; sería la culminación de una existencia que no se agota en sí misma, sino que encuentra continuidad en algo que la trasciende. Otra explicación, menos gozosa que la de Spinoza, pero no menos ateleológica, es la que se debe a Schopenhauer y tú mencionas. Según ella, una potencia ciega, malvada y amoral sería el fundamento y el principio del mundo. No lo resolveremos.

Sea como sea, creo que filosóficamente se debe distinguir entre un mal estrictamente moral, del que somos responsables y que es evitable, y un mal intrínseco a la finitud humana frente al que la única actitud inteligente es la resignación que nos enseñaron Séneca y Marco Aurelio. El caso es que tendemos a mezclar ambos males. Insisto en ello, Amelia, porque me parece una de las explicaciones del infantilismo o la falta de madurez humanos frente al paternalismo de carácter religioso. Con frecuencia el declive de la religión en las sociedades secularizadas se relaciona con el temor de que la necesidad humana de creer en algo y de pertenecer a algo busque otras formas pseudorreligiosas. Yo me resisto a aceptar que las sectas, el fútbol o los fervores patrioteros hagan las veces de las religiones. Pero sí pienso que existe la tentación de encontrar respuestas fáciles a los problemas complejos, y en ese terreno las ortodoxias religiosas siempre están a disposición de  quien las quiera utilizar. No quiero ser injusta ni dejar de reconocer que las religiones no son por esencia fundamentalistas. Sin embargo, su doctrina pretende ser clara y demasiado concreta, y, cuando eso ocurre, el peligro de hacer de ella una interpretación inequívoca siempre está presente. Hay un libro, muy pasado de moda (tanto el libro como su autor), pero digno de ser recordado. Me refiero a El miedo a la libertad, de Erich Fromm. El temor a la libertad, dice Fromm, es lo que explica los totalitarismos, dado que la incertidumbre y la inseguridad con respecto a lo que hay que hacer o lo que hay que pensar no son situaciones cómodas. Vuelvo a lo que antes te decía: por inercia o por comodidad seguimos anclados en las costumbres religiosas, anhelando quizá que algún sucedáneo de la religión venga en nuestra ayuda.

El miedo del ser humano a vivir de forma autónoma, por sí mismo, y sobre todo a dar cuenta de lo que le sale mal, alimenta una necesidad religiosa (¿necesidad o pseudonecesidad?) que se presta a reivindicaciones interesadas. Como ves, me propongo abordar ahora el tema que te anunciaba más arriba: el inevitable problema de la religión en la escuela, que desde hace años arrastramos cansinamente en España. En una sociedad secularizada y con un Estado laico o aconfesional, ¿por qué la religión ha de formar parte de los planes de estudio y estar dentro del horario escolar, si no es por la razón estrictamente empírica de mantener un concordato con la Santa Sede, que por motivos oportunistas nadie se atreve a revocar? Se alude al derecho de los padres a elegir una enseñanza religiosa para sus hijos, derecho que, en el caso de ser tal, obligaría a todas las escuelas públicas a ofrecer esa enseñanza. Me parece que el derecho a elegir tiene más que ver con la igualdad de oportunidades que con las decisiones sobre determinados contenidos de la educación. Especialmente ahora, cuando la religión católica ha dejado de ser la única y quizá pronto incluso deje de ser mayoritaria. En tal caso, el derecho a elegir de acuerdo con las preferencias religiosas de los padres se complica mucho. Descartado, pues, ese argumento, que me parece mera expresión de intereses o prejuicios no confesados, quedan otras dos consideraciones en las que quisiera detenerme un poco más.

La primera de ellas atañe a cierta confusión en la que suele incurrir el debate sobre la religión en la escuela. La religión que demandan los padres o las asociaciones de padres más recalcitrantes no es otra cosa que una catequesis. Quieren que la escuela siga cumpliendo una función que, en un Estado laico o aconfesional, debería competerles sólo a ellos. Pura comodidad, otra vez. De esta forma, y dado que la catequesis como asignatura no puede ser obligatoria para todos como lo era cuando gobernaba un régimen nacionalcatólico, nos hemos metido en una enojosa discusión sobre cuál debería ser la alternativa a la religión para los hijos de los no creyentes. Se empezó proponiendo que fuera la ética y se ha acabado con propuestas que de tan peregrinas descarto siquiera mencionar. Tú y yo sabemos muy bien que la enseñanza de la ética no salió beneficiada en absoluto con esa propuesta. Consig uió tener entretenidos durante un tiempo a algunos profesores de filosofía, que, no obstante, pronto se volvieron escépticos respecto al alcance y posibilidades reales del proyecto. Algo que empieza sólo como alternativa a otra cosa más fundamental no puede salir bien.

El problema está en confundir la catequesis con unos conocimientos que nadie que pertenezca a nuestra cultura debería ignorar. Tenemos ejemplos irrisorios del analfabetismo religioso de los niños y jóvenes de hoy, incluido el de aquellos que asisten a la religión-catequesis. Los que explicamos filosofía y debemos remontarnos a los tiempos en que la teología y la filosofía se distinguían  poco entre sí, sabemos lo difícil que es explicarles a nuestros alumnos el trasfondo de muchas teorías filosóficas. No te cuento la perplejidad de los profesores de historia del arte, cuando advierten que el conocimiento de los libros sagrados es nulo: hay que explicar quién es la Virgen, San Pablo, qué es la crucifixión, quiénes fueron los apóstoles… Eso, y no la falta de catequesis, es lo que debe  ser corregido. La cultura religiosa debería estar integrada, bien integrada, en el currículo de la secundaria y el bachillerato (tú también manifestabas en tu carta esta necesidad). Pero no podrá estarlo mientras no nos atrevamos a distinguir entre la enseñanza de la doctrina religiosa —que debería estar fuera de la escuela, o en todo caso darse en horario extraescolar— y unas nociones de religión, cercanas a lo que antes se llamaba «historia sagrada», que deberían adquirir todos los alumnos, creyentes y no creyentes, porque forman parte inseparable de nuestra cultura. La cuestión se ha tratado con las administraciones pertinentes y a todos los niveles, pero no hay forma de que todos entremos en razón y consigamos ponernos de acuerdo. La defensa de la religión en la escuela es interesada —una cuestión política partidista, como te comentaba anteriormente—, y en esa circunstancia los términos en que se discute dejan de ser razonables.

La segunda consideración a que quería referirme, pues la considero pertinente para lo que nos ocupa ahora, es la defensa que suele hacerse de la enseñanza de la religión como un buen instrumento —el mejor, según algunos— para el aprendizaje moral, o, como dicen ciertos psicólogos, para la formación de la conciencia moral. Es fácil ser simplista a este respecto y atribuir a la flojedad religiosa de nuestra época la relajación moral, la llamada «crisis de valores». Por mi parte, creo que crisis de valores la ha habido siempre: no me con sta de época alguna en que la moral se haya implantado de forma satisfactoria. La moral siempre ha significado la crítica, la denuncia de ciertas deficiencias, la insatisfacción frente a lo que hay, que está muy lejos de ser perfecto. Lo que sí es cierto es que las sociedades contemporáneas son más heterogéneas que las de otras épocas, y que, como dice An thony Giddens, se ha socavado lo que en tiempos constituía puntos de referencia sólidos e incuestionables: la familia, por ejemplo. ¿Cuántos modelos de familia tenemos ahora? ¿Y quién echa la culpa de la descreencia religiosa al hecho de que ya no haya un modelo ejemplar de familia? Pues bien, esa vinculación apresurada y poco reflexiva de la educación religiosa con la educación moral ha servido para reivindicar la enseñaza de la religión en la escuela, e incluso para proponer la ética como alternativa a ella. Incluso yo diría que es la razón que justifica el actual proyecto de una asignatura de educación para la ciudadanía como parte del currículo básico de todos los alumnos.

En fin, querida Amelia, todo lo que te digo lo veo relacionado con lo mismo: la necesidad de «aprender a vivir sin Dios». La religión nos resolvía muchas cosas, además de proporcionarnos los ritos de transición: por ejemplo, el engorro de distinguir entre el bien y el mal. Y nos proporcionaba una compensación —ultraterrena, eso sí, pero compensación al fin y al cabo—, para todas las injusticias. No sólo el mal se nos daba definido, sino que, además de tener explicación, tenía también redención. Claro que la religión que estoy describiendo aquí no es la buena (la de Juan XXIII o el Vaticano II, para entendernos), sino una religiosidad poco madura y que, en definitiva, no deja atisbo de autonomía para la persona. La otra, sin embargo, la que no se apoya tanto en la doctrina puesto que duda de muchas cosas, creo que compartiría las ideas que acabo de defender: la catequesis fuera de la escuela y una alfabetización religiosa para todos. En cuanto a la moral, el creyente que duda no acepta sin más la ortodoxia moral de la Iglesia; por lo tanto, su moral es tan incierta e indecisa como la de los laicos. Si en tales cuestiones, que son las verdaderamente conflictivas, estamos de acuerdo los creyentes y los agnósticos digamos reflexivos, ¿qué función le queda entonces a la religión?

Es una pregunta que me hago y te hago desde el principio y que tú, en lugar de contestármela, te empeñas en devolverme de nuevo. «Dímelo tú», me respondes. Pues te diré que no veo otra  posible función de la religión en nuestro mundo que la de satisfacer un deseo que no encuentra satisfacción por otras vías. Lo hemos hablado también a otro propósito: en la existencia humana,  con religión o sin ella, hay un anhelo de trascendencia que, en el caso del no creyente, tal vez se proyecte en el reconocimiento de los otros, en un cierto desprendimiento de los intereses más propios, en el compromiso ético en suma; un anhelo que, a su vez, se identificaría con una especie de integración en un todo en el que el individuo pervive y se sumerge cuando deja de ser sólo un individuo. En tal caso, como decíamos en un a carta anterior sería una trascendencia que recurre a lo inmanente, porque no va más allá de este mundo. Y ahí es donde creo que radica el problema. Las sociedades posmodernas, egoístas y consumistas disponen de poco espacio para que la trascendencia pueda expresarse, o para cultivar el anhelo de ir más allá de lo inmediato y material en cualquiera de sus formas posibles. En este punto, de nuevo la religión, ahora ya en sus formas más tradicionales o más rituales, vendría en auxilio de la falta de imaginación o de la incapacidad para responder a unas necesidades que sólo puedo calificar como espirituales. ¿Debería la escuela hacer algo en ese sentido? ¿Alguien debería hacerlo? Percibo ahí un vacío que no sabemos llenar. ¿Qué opinas tú?

Definitivamente, lo dejo aquí. Espero tu nueva carta.

Que estés bien,
Victoria
Enero de 2006


Querida Victoria:
¡Qué alegría me da recibir tu carta! Aunque enero termina, hoy nieva. Los copos son tan enormes que parecen pequeños pañuelos blancos. Veo cómo la torre de la catedral va tomando relieves blancos.

Sí, dices bien, las fábricas de curas se vaciaron de un día para otro. Lo de fábricas lo digo con conocimiento de causa: en la Universidad de Oviedo ocupamos un enorme edificio neogótico, concebido hace un siglo como Seminario para dotar de clero a toda la provincia; y al otro extremo de la ciudad existe otro igual de impresionante. Su diseño conceptual es propio de la era fabril: grandes instalaciones para grandes retos. En este caso, el de cristianizar a una sociedad expansiva y revuelta. Ahora ambos son cáscaras vacías. Incluso al ocuparlos con los estudios de humanidades, los espacios se nos resisten por su magnitud; especialmente teniendo en cuenta que quienes nos dedicamos al presente a los estudios humanísticos somos cuatro gatos; de angora sin duda, pero cuatro.

Los seminarios vacíos; los monasterios haciendo concentración de efectivos; las monjas importando vocaciones de Hispanoamérica y de la India para poder atenderse… La Iglesia romana cuenta cada vez con menos efectivos, pero yo constato que, sin embargo, pretende abarcar lo mismo que en el pasado: los ritos y, por supuesto —como bien recuerdas—, el control social que deriva de la educación. Me asaltan extraños pensamientos, más propios de un liberalote lerrouxista que de mí: ¿por qué pretenden seguir dedicándose a la enseñanza si se ven obligados a contratar como docentes a personas que no son religiosas en absoluto? ¿Es el fuero o es el huevo? ¿O piensan que siempre fue así, que cuando funcionaban a pleno rendimiento tampoco sus propias gentes se creían todo lo que la organización mantenía? Ya te digo, voy a acabar como aquel viejo liberal que aseveraba muy serio que, de obispo para arriba, ning ún cura se creía nada de cuanto la organización enseñaba. Y recuerdo que alg uien replicaba: «De obispo para arriba no, de arcipreste».

Dime tú si se va a entender qué es un arcipreste si, como aseguras, las gentes jóvenes ignoran quiénes sean los apóstoles (agregas la Virgen María, la crucifixión, etcétera. ¿No estarás ex agerando? Sé que no va con tu natural, pero es que quedo asombrada). Nosotras nacimos en un país de ayatolás, que nos hacían memorizar casi las mismas cosas que ellos habían aprendido previamente. Y no exagero con la comparación: era impresionante la calle, con las filas de seminaristas dando su paseo; los clérigos arropándose en sus manteos negros, rodeados siempre de niños besándoles la mano; las vestimentas más disímiles de cien congregaciones religiosas. Y el summum se daba cuando, por gran celebración, se montaba un Congreso Eucarístico. Allí sí que lucía la ceremonia, aunque una buena misa de pontifical con sus tres horillas de rito y armiño no le cedía un punto. Al lado de todo aquello, el Vaticano II supuso una liberación enorme; tanta, que yo dejé de percibir la ceremonia como ceremonia: todo se había hecho «natural»… Aunque al final, para acabar como cuentas. Quizá entonces tenga razón Darius Shayegan, uno de mis autores favoritos, cuando augura que Irán, una vez que supere el gobierno islámico, se convertirá en el país más laico de la zona.

Hemos sido testigo de estos cambios, Victoria. Más que eso: han pasado por nuestras almas, alimentado nuestra inteligencia, formado nuestro carácter, afinado nuestra visión del mundo… Por todo ello, muy al principio de esta correspondencia te decía que sabemos mucho más de lo que incluso sabemos que sabemos. Aun así tú insistes en plantear la pregunta de para qué sirve la religión al día de hoy. Yo te la devuelvo, tú me la reviertes… Se impone poner orden.

No todo tiene utilidad, sino que, como sabes mejor que yo, buena parte de las grandes cosas no tiene ninguna. El criterio de utilidad es muy moderno, muy de la Modernidad, y tiende a ser epistemológicamente invasivo. Por si se te ocurriera defenderte con palabras, arguyendo por ejemplo que has escrito «función» y no «utilidad», te adelanto que para mí utilidad y función, según qué usos, son conceptos cercanos. Hay cosas que están ahí, vienen de muy atrás y no piensan irse. Por lo demás, cabe hacer ciertas aproximaciones utilitarias. Para los clérigos de cualquier especie, la religión tiene una utilidad suma: es su modo de vida. Para algunos poderes despóticos también la tiene, si pueden utilizarla o manejarla. Para muchas gentes es un consuelo y grande; para otras, una regla confiable, moral y social. Y se podría seguir.

Tú, por el contrario, insistes en la pregunta más general, «para qué sirve en sí», y adelantas la respuesta: para «satisfacer ciertas ansias de trascendencia que no encuentran satisfacción por otras vías». Pero ¿qué ocurriría si la mayoría de la gente no tuviera ni conociera tales ansias? Plantéatelo por un instante. La gente —y me refiero al común de los mortales, a ti y a mí, a los otros cinco mil millones, a los ya fallecidos…— es mucha gente. Que, además, lo ha pasado muy mal, azacaneada por hambre, enfermedades invencibles, desamparo, miedo… No niego de plano las ansias de trascendencia (veo que he de explicarme); pero estoy segura de que ocupan un lugar muy posterior en la cola de los apremios básicos. Y la religión es parte de la manera de entender y dar forma a esos apremios. Por lo tanto creo que tu respuesta contiene más peso previo, porque la pregunta que supone es esta otra: «¿qué función tendría la religión en el mejor de los mundos posibles, esto  es, aquel en que los apremios básicos estuvieran relativamente cubiertos?». Entonces, a lo mejor, ese soplo de trascendencia tomaría altura. Pero no se te oculta que para la mayor parte de la humanidad el mundo sigue siendo difícil, y la vida, en bastantes lugares todavía, aquello que escribió Hobbes: «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta».

Aun con panorama tan desolador —puedes argumentar—, la gente, al menos alguna gente, ha sentido el ansia de la trascendencia. Bien pudiera ser, pero el gozo lo obtiene en su mayoría de las felicidades sencillas. Se es feliz, naturalmente que a ratos, por cosas como el hambre saciada, la música y la danza, los vestidos y paramentos, la compañía, la salud recuperada, los tesorillos de cada cual; y por los buenos hijos, los buenos actos, el aprecio de la buena gente. Todas esas cosas dan brillo a los ojos y buen color a las mejillas. No veo dónde incluir la trascendencia. Además, que pudiera haber trascendencia, o incluso mística, pero no inmortalidad, pongo por caso. Muchas formas religiosas lo que dicen asegurar son esos bienes que te enumeraba, no otras fuentes ni formas de sentido. Si cumplimos con los dioses, tendremos esas cosas, aquí. Para bastantes formas religiosas del pasado y del presente no hay más sentido que este permanecer: para la  comunidad, en el transcurso del tiempo; para cada persona, mientras la vida dura.

Esas ansias que invocas pertenecen al alma de Agustín de Tagaste, obispo de Hipona: «Señor, he salido de Ti y mi espíritu permanecerá inquieto hasta que descanse en Ti». Ello me lleva a la mística de nuevo. Tú dices ¿es posible un mundo sin dioses? Yo digo ¿es posible la subj etividad sin Dios? (El Único, como indica la mayúscula). La mística es un producto del monoteísmo del que aún no hemos hablado, y que a mi entender ha influido directamente en lo que llamamos «Yo». San Agustín, el principal Padre de la Iglesia Latina y patrón de los teólogos (por cierto, ¿sabías que la bibliografía más productiva del planeta, la que cuenta con un número mayor de publicaciones, es la teología? ¿A que el dato asombra?), San Agustín, te decía, fue también el inventor del yo occidental, de esa dimensión subjetiva e interior, conversación constante, flujo interrumpido al que llamamos así: «yo» (o también por otro nombre, «conciencia»). Agustín fue el discípulo más aventajado de Ambrosio de Milán, el primero que aprendió a leer en silencio, según sabemos, pero llegó más lejos. Su «Yo» se crea y fabrica su espacio en el diálogo con la presencia divina, pero no con cualquiera, sino con la del Dios Único con quien constantemente conversa, que jamás descansa y siempre vigila y escucha. Los dioses anteriores, como mucho, hacían revelaciones parciales a sus devotos: visiones, profecías…, cosas de escasa monta. Esta divinidad monoteísta tiene mucha más capacidad: te crea desde el mismo momento en que se relaciona contigo en el interior de tu alma. Existes en su presencia, y si esa presencia desaparece, la existencia deja de ten er sentido. El alma ansía a su Dios para saber de sí mism a. En ella se multiplican las estancias, los recovecos, los lugares íntimos; allí habita también el silencio. (Mira que todavía no estoy hablando de mística, aunque por las palabras se ve que me estoy aproximando a esa geog rafía). Ese Dios Único ha de ser amoroso o misericordioso o padre —entre estos tres nombres se mueven también las Religiones del Libro—. A su lado las viejas deidades locales empalidecen. Son protectoras de la vida y de la suerte, pero no pueden competir con esta nueva «potencia de sentido» que marca el verdadero nacimiento del individualismo.

Si el Único se va, no habrá manera de ocultar su ausencia: ¿ante quién vivimos y para qué? La conciencia no es amiga de la vida, sino que la interroga y la supera. De manera que nuestra teología lleva tres siglos, los mismos desde el inicio de la Modernidad, ahondando el surco del Dios escondido y del Dios Ausente, ese que tú misma has citado en cartas anteriores. Por eso hace tan extraño oír la frase: «Yo no creo en Dios», que hasta parece una necedad a la que siempre cabe replicar: «Él sí cree en ti» (lo que no es una broma).

Una de las pruebas de la existencia de Dios, el Único, es que se revela a los místicos, esto es, que su existencia es o ha sido empíricamente verificable para ciertas personas. Y dado el estatuto que le concedemos a la empiria, no sería cosa de dejar de lado tal prueba. Tiene el punto flaco, flaquísimo, del solipsismo, porque no hay manera de saber en qué consiste una experiencia que sólo algunos sujetos poseen y no pueden transferir. (Pero los hay, recuerdo por ejemplo a García Morente). Lo que yo apunto, sin embargo, es casi lo contrario: para poder hablar con Dios no ha hecho falta que Él existiera, basta con que lo hayamos supuesto. Eso ha creado lo que ahora contempla el mundo; y más cosas: ha creado un individuo que se sabe y quiere independiente de sus  circunstancias, accidentes de una sustancia devenida necesaria, la mismidad. Si Dios existe, sólo Él es bueno, justo juez y reverenciable, todo lo demás es menos poderoso. Hasta el igualitarismo prende en parte desde esta raíz. La ética y la política del yo moderno, en tanto que son monoteístas y herederas del agustinismo, a través de Lutero, tienen en este ancestro su condición de posibilidad.

Así que no veo bien cómo podremos aprender a vivir sin Dios; nos tiene bien agarrados. Puedes objetarme que ahora llamamos individualismo a otra cosa: pensar sólo en lo propio e intentar salirnos con la nuestra. Pero creo que bastan dos frases de Agustín para marcar mejor su verdadera extensión: «más vale creer a los que enseñan que a los que mandan», y «el falto de sabiduría es un indigente ». Ni el poder ni la riqueza deben impresionarte si tú eres alguien capaz de contener a Dios en tu corazón. Nada menos. Es cierto que esta sabiduría venía de antes, del inicio de la  filosofía, de Sócrates y también del helenismo, de las grandes escuelas morales: estoicos, epicúreos y cínicos. Pero todo ello cuajó en Agustín, justo cuando la romanidad iba a dejar de existir. Y su manera de darle forma al mundo resultó tan firme y trabada que pervivió mil años. (Mil años, que sepamos, porque su falsilla sigue bien viva, como lo prueba tu pregunta).

¡Basta ya de metafísicas! Vamos al trigo: ¿crees tú, Victoria, que la religión puede enseñarse? Desde luego los clérigos de cada una de ellas pueden dar su propia catequesis, pero, como bien dices, son «especialistas en dar respuestas fáciles a problemas complejos»; bueno sería, por tanto, que lo hicieran en sus propios espacios religiosos y para los previamente bien dispuestos a tales métodos. Una catequesis siempre es una versión mermada, interesada y parcial de todo lo que la religión comprende. (Esto último la filosofía y las ciencias de la religión casi no lo han abarcado aún). No obstante, siquiera en sus líneas más conocidas, la religión debería enseñarse a todos como parte de una educación conveniente para entender el mundo. El universo se lo podemos dejar a la física; pero el mundo, eso específicamente humano, está tejido y teñido por nuestro entendimiento, las ideas heredadas, las prácticas sociomorales y políticas, el imaginario colectivo…, y tantas  otras instancias. Todo eso no se entiende sin saber lo que la religión es y ha sido. No se trata únicamente de saber iconografía para entender lo que colgamos en los museos: que si el de la espada es Pablo y el de las llaves Pedro; o que en esa miniatura persa, el del rostro como una llama es Mahoma. Se trata de saber qué somos, de dónde venimos, puede que incluso qué nos cabe esperar,  aunque esto lo dudo un poco.

Ves que estoy respondiendo tan sólo al final de tu última carta, pero es que ese final tiene su enjundia. Afirmas que la trascendencia, su necesidad, existe, y que las religiones lo que hacen es facilitarla, mitigar lo radical de ella, ahormarla, quitarle imaginación; afirmas asimismo que esa trascendencia —que llamas necesidades espirituales— también debe ser enseñada, aunque no sabes ni cómo ni quién podría hacerlo (cito literalmente: «Percibo ahí un vacío que no sabemos llenar»); y añades que todo ello va a contracorriente en las sociedades posmodernas, que calificas —pareces McIntyre— de egoístas y consumistas. Pero no te cansas: «En la existencia humana, con religión o sin ella, hay un anhelo de trascendencia». Bien, pues si piensas todo eso, no sé por qué te preguntas por la continuidad de la religión, pues si ese anhelo existe, siempre habrá quien sea capaz de satisfacerlo, con productos más o menos elaborados, de mejor o de peor calidad.

Se supone que la filosofía también tiene algo que ver con eso; hace tiempo, hace alguna carta, te dejé caer que si la religión positiva perece a lo peor la filosofía se va con ella. Aunque, amiga  querida, no me respondas todavía a esto. Déjame que desvele otra de tus ideas de fondo. Creo que en ti alcanza gran poder la imagen espinosista del ser (no es que haya sufrido yo un fogonazo de  inteligencia, es que lo dices tú misma). Voy a esto: no se te escapa que los primeros grandes sistemas barrocos son teodiceas. El modelo organicista de Spinoza es impresionante porque además proporciona imágenes plásticas de ese todo bullente al que llama Dios o la Naturaleza. Siendo como es mucho más visualizable que el atomismo cartesiano, tiene también mayor pregnancia. Casi parece que hace flotar ante nuestra vista las imágenes, muy posteriores, de las galaxias en formación: un ser único y fluido, flotando en sí mismo, componiéndose de sus infinitas transformaciones…, y cada uno de los vivientes una imagen, un modo en que se manifiesta; un modo único, como añadiría más tarde Leibniz. Destellos del Gran Todo, que es lo que recoge la frase más popular: «polvo de estrellas».

Spinoza era ya un filósofo copernicano. Su Todo es, y normalmente no se dice, una imagen heliocéntrica: una gran luz central de la que las cosas fluyen. Heliocéntrica y no descentrada, como es ya la copia oscura que de su pensamiento realiza en pesimista ese que siempre sale al final, Schopenhauer. ¿Qué sucede si la gran luz arde para nada? ¿Sabes? Todo ello me trae a la cabeza algo que en sus Memorias de una joven formal escribe Beauvoir sobre su propia adolescencia y su pérdida de la fe . Cojo mi viejo volumen:

Sentí angustiada el vacío del cielo… De pronto todo callaba. ¡Qué silencio! La tierra giraba en un espacio que ninguna mirada atravesaba, y perdida sobre su superficie inmensa, en medio del éter ciego, yo estaba sola. Sola. Por primera vez comprendía el sentido terrible de esa palabra. Sola; sin testigo, sin interlocutor, sin recurso. Mi respiración en mi pecho, mi sangre en mis venas y ese barullo en mi cabeza, no existían para nadie.

Y por otro recoveco del libro añade: «La imagen me persiguió mucho tiempo, la de ese gran fuego ardiendo en las tinieblas».

Aprender a vivir en un universo ciego y silencioso: creo que no podremos. Son dos cosas lo que afirm o: primero, que las religiones mantendrán su imperio, por todo lo que ya venimos viendo; y, segundo, que quienes necesitan algo distinto a la catequesis, quienes, quizá no todos, pero siempre algunos, experimentan ese anhelo de sentido de que hablas, ésos no pueden ni satisfacerlo ni abandonarlo con independencia de que tengan o no fe en alguna de las religiones positivas.

Saco esta convicción de mi amistad con ciertas personas, incluso clérigos, que son capaces de llegar a ese límite. De la misma manera que toda nuestra experiencia está dentro del espacio y el tiempo —recordando a Kant—, nuestra potencia de sentido, que reside en la razón y en el lenguaje, ya no nos deja suspenderla. Por eso tanta gente se declara agnóstica. Lo que no quiere decir que evada la cuestión para no significarse socialmente, como sucedía a veces en el pasado; sino que, en verdad, ni puede creer los contenidos corrientes ni puede tampoco abandonar ese deseo, en ocasiones desesperado, de sentido. Y bien te digo que antes era más fácil, pues a medida que la razón humana se hace más fuerte porque crece su conocimiento científico y su capacidad de investigar todo lo anteriormente librado al mito y al arcano, más nota y percibe, en consonancia, el horror del vacío.

Resulta evidente que los contenidos de cualquier forma religiosa, por lo mucho que de ellos y del mundo ya sabemos, tienen que sufrir una hermenéutica. Por ese motivo, el mundo se está llenando de «cristianos culturales», «budistas culturales» y, aunque la situación ahora lo oculte, también de «musulmanes culturales». Hay además en danza una cultura extendida, una «teología moral» compartida que se va abriendo paso. Casi toda esa misma gente percibe que las religiones no proporcionan tanta moral como dicen, sino que ellas han de ser las primeras en moralizarse. Esto ya lo vio el joven Hegel, quien dejó escrito en un apunte de juventud jamás publicado que no veía mucho sentido a reunirse para leer textos sin duda importantes hace dos mil años en Siria; pues ahora, lejos de extraer moral de esos textos, había que estar introduciéndola en ellos constantemente. Ahora la distinción entre moral y religión ha comenzado a verse más nítidamente que nunca, aunque la Modernidad la haya alumbrado hace ya tres siglos; porque nunca antes todos los que poblamos el planeta nos habíamos conocido tanto y tan bien. Ya nadie es exótico para nadie. (Me puedes acusar de optimista, es cierto; pero creo que las cosas van por ahí, aunque aún no hayan llegado tan lejos). No sé si tal situación gustará a esas maquinarias de poder que son las congregaciones y jerarquías religiosas de cualquier religión suficientemente extendida.

Ya sabemos, además, que la religión no es racional, de modo que ninguna teología pretende escolastizarse en el presente; pero con el fondo irracional y oscuro del alma humana no se puede jugar indefinidamente. Por si fuera poco —me repito—, aunque la religión sea irracional, la razón es religiosa. Tiene, y no podemos evitarlo, ansia de totalizar, y lo que llamamos «sentido» es el resultado lateral de ese decurso totalizador. Pero —mejor, empero— en la vida corriente nos movemos en terrenos alg o más firmes. Conocer el bien y el mal no es que sea fácil, que no, no lo es; sin embargo, vamos consiguiéndolo con bastante buen compás. Otra cosa es lo que dices, que de conocerlo no se sigue el que lo pongamos por obra. Y a eso quiero dedicar un último apunte.

Victoria, tú, normalmente tan ponderada ¡has osado quitar la razón a Sócrates! ¿Ves lo que pasa cuando se deja pensar a las mujeres? ¿Ves como Nietzsche tenía razón? Si Sócrates es el padre fundador de la filosofía… (Y eso que no dejó nada escrito, aunque quizá también por eso es irrebatible). Sostienes que el filósofo griego se empeñó en hacernos creer que conocer el bien implicaba practicarlo, pero que en ese punto se equivocó de plano. Pues sí y no. Yo creo que tiene razón en lo que toca a la mayoría de los mortales, esos que, por mera estadística, ni son buenísimos ni malvados. Pocas personas hacen mal, grave mal, a sabiendas, porque no es confortable. Pero si se sienten a cubierto y no lo consideran mal, entonces proceden tranquilamente. Por ejemplo, todas las sociedades, ya lo hemos tratado, prohíben terminantemente a los particulares la extrema violencia, el robo y el falso testimonio; las normas sexuales constituyen capítulo aparte; y en cuanto al tema de la religión y las mujeres, convengamos en que tenemos que tratar por separado. Volviendo a lo nuestro: la mayor parte nos portamos regularmente bien. Y el caso del malvado ha de pensarse con detenimiento, porque quien actúa mal a sabiendas ¿es malvado o está enfermo? Sabes que yo creo poco en los sociópatas. Hay personas malvadas, pocas, pero las hay. Dices que la moral que tenemos entre todos —este tejido impresionante de relaciones— no es un problema de conocimiento sino de voluntad. Y has repetido ya en bastantes ocasiones que debemos educar una voluntad buena. ¿Ayuda a conseguirlo la religión? Pues mira, va siendo hora de decir que no mucho; y caso de hacerlo, unas religiones ayudan más y otras menos. ¿Preferirías que no entráramos en eso de momento? Yo, la verdad, sí (aunque me temo que habrá que hacerlo).

La educación de la voluntad, ¿lo recuerdas?, estaba en manos de los «directores espirituales» y los confesores. Hace mucho que no oigo ni leo nada sobre la práctica de la confesión que no  aparezca relacionado con acoso o abusos sexuales; sin embargo, puede que en momentos sensibles de nuestras vidas todos necesitemos ayuda que hay que calificar de «espiritual»; puede que enfrentemos situaciones y nudos sentimentales que no seamos capaces de resolver sin que otro ser humanos cruce su mirada con la nuestra. También en estos temas, «Cuatro ojos ven más que dos». (Amigos nuestros psiquiatras, como Carlos Castilla del Pino, lo saben bien). Crecer en sabiduría y bondad no es sencillo; incluso puestas las buenas leyes y dejando por lo tanto el camino  individual bastante despejado, convertirse en un buen ser humano es difícil. A ti te g usta citar la Ética Nicomaquea de Aristóteles, que es dura en este tema: para ser bueno hay que ten er primero muchas cosas buenas como familia, posición social, belleza…

Mira, Victoria, yo creo que el Dios cristiano —heredero como era de pensadores que amaron la moderación o incluso la pobreza, algo consustancial a todas las escuelas morales helenísticas— suplió con el amor de Dios todas esas duras condiciones que pedía el gran filósofo griego. Las Religiones del Libro pusieron al alcance de cualquiera el poder ser moral, democratizando la bondad y alejándola de su primitivo engarce con la nobleza de sangre y el poder. Cualquiera de los mártires, incluso los niños, era más valeroso que Escipión o que el mayor de los generales; cualquiera que daba lo que tenía, más generoso que aquellos cresos que compartían sólo con sus amigos lo que les sobraba; cualquiera capaz de rezar por su enemigo tenía el alma más grande que Ciro o Alejandro. La virtud se hizo doméstica, se puso al alcance de los pequeños sin perder por ello ni valor ni coraje. Sobre los pedestales había que poner nuevos ejemplos y se pusieron: Blandina,Inés, Pancracio…, todos los que llenan las Actas de los Mártires. Ya sé que hay que tomar con cautela esa literatura, pero ello no empece para saber lo que pretendía: la sustitución de los modelos de virtud del mundo antiguo, la enseñanza de una nueva forja de la voluntad, de nuevos patrones de éxito… Todo ello, claro está, ante la mirada del Dios Único, que era el garante de la sustitución.

Ahora, ¿cómo educar la voluntad? Más aún, ¿cómo evitar la psiquiatrización de cualquier mal? ¿Se ha convertido la filosofía, como proponen algunos movimientos y colegas, en consejo espiritual experto? Dices, con razón, que no podemos soportar un relato que no tenga un final feliz: Dios es el final feliz para el relato que la humanidad viene narrándose en los últimos dos mil años. ¿Y si afirmáramos, como Hegel, que tiene una realidad en proceso?

Te cito textualmente: «Me resisto a aceptar que las sectas, el fútbol o los fervores patrioteros hagan las veces de las religiones»; también yo. Incluso me resisto a aceptar que las religiones hagan las veces de la religión. Creo que pocas de las confesiones religiosas —entre paréntesis, ¿por qué no adoptamos la expresión «religión positiva» que es muy clara?— están formando voluntades buenas. Pero, cierto, son estructuras de apoyo social en Estados en que las coberturas sociales son desconocidas; lo fue el cristianismo en la Roma imperial —«mira cómo se quieren entre sí los cristianos»—; o lo son ahora, por ejemplo, los «hermanos musulmanes» en buena parte del Magreb e Indonesia, o las Iglesias Evangélicas en América Latina. La supervivencia y la trascendencia no son lo mismo. Las religiones positivas usan los dos resortes, lo que no siempre es hecho ni por personas genuinamente religiosas ni para buenos fines. ¿Qué tal si le dedicamos un tiempo al negocio de la vida eterna?

Tu amiga que te quiere,
Amelia
Enero de 2006

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