Querida Amelia:
Me temo que nos acercamos al final de nuestra aventura. Nos comprometimos a cruzarnos diez cartas y vamos ya por la novena. No tendré más remedio, pues, que abordar la cuestión de la mujer y la religión, que dejé en tus manos sin éxito. No podemos soslayarla, y tú eres la primera en reconocerlo. Entiendo, sin embargo, que el tema de la religión es en sí mismo inagotable y comprendo que ambas nos resistamos a dejar planteamientos en el aire. En mi última carta me pareció oportuno tratar el contraste, tan explotado por la filosofía, entre la razón y la fe, una relación que no es banal para el entendimiento de creyentes y no creyentes en una democracia. El conflicto es aún mayor si las religiones son monoteístas, pues, como muy bien observas, el monoteísmo carece de ventajas» siendo como es mucho más racional y reflexivamente superior al politeísmo. Dices: «Las ventajas del monoteísmo son cognitivamente escasas, éticamente dudosas y políticamente peligrosas». Todo son desventajas, en suma, frente a las religiones que admiten múltiples dioses, los cuales, por el hecho de ser muchos, son más accesibles a los hombres. Por eso, el «alma simple» necesita los milagros, pruebas empíricas de que el Dios Único e invisible en el que cree está o se muestra en alguna parte, aunque no se lo pueda ver ni definir, ni muchas veces siquiera nombrar. De hecho, la fe en otra vida, el milagro de la resurrección de los muertos, no deja de ser, además de un misterio, una creencia a la que agarrarse para que la fe en el Dios inaccesible nos diga algo inteligible.
Cognitivamente, el monoteísmo aporta poco, en efecto, porque el Dios Único está demasiado lejos de los hombres para que puedan conocerlo. En cuanto a sus ventajas éticas y políticas, la mediación de las Iglesias, imprescindible cuando no hay vía directa con Dios, ha contribuido a subrayar precisamente aquello que éticamente merecía menos relevancia y que políticamente desestabilizaba más. Aunque Dios es la Palabra que lo funda todo, la palabra divina es inescrutable. Necesita mucha hermenéutica y quien se ha hecho cargo de ella —las Iglesias, los profetas, los teólogos— no siempre han acertado en el mensaje ético más adecuado, incluso en el mensaje más auténtico, teniendo en cuenta que el mayor precepto cristiano es el de la caridad.
Por otra parte, el Dios Único tiene que ser, a su vez, el verdadero por definición: tiene que o eliminar a todos los demás o absorberlos; en suma, hacerlos desaparecer. «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», todo con mayúsculas. Aunque los hermeneutas más abiertos entienden que «camino » — hodós en griego— debería traducirse por «método » y, en consecuencia, reinterpretar toda la frase como «yo soy el método que lleva a la verdad», me temo que esa versión no merece el beneplácito de quienes más poder tienen para fijar la doctrina. Las guerras entre religiones y sus consecuentes dimensiones políticas han sido disputas por el poder y el dominio de una de ellas contra todas las demás. Los monoteísmos son, en efecto, políticamente peligrosos. La Ilustración conjuró el peligro con la privatización de la religión, y exigió tolerancia. Pero sigue habiendo en el mundo religiones no despolitizadas, con la misma voluntad despótica de afirmar a su dios por encima de cualquier otro.
Entre esas «almas simples» que se agarran a los milagros y a los santos, porque son más prácticos y cercanos que el Dios único e invisible, han estado, sobre todo, las mujeres. Por incultas, dirás, y es cierto. El monoteísmo es inteligente y racional y se inspira en la filosofía; mientras que toda la parafernalia populista y milagrera que acompaña al fenómeno religioso constituye la expresión más irracional de la religión. Como la creencia en fantasmas y en brujas. Es decir, que ha sido el aspecto más ridículo e irracional de la relig ión el que ésta ha utilizado para instrumentalizar a los más débiles y dominarlos.
En primer lugar, una moral sexual de catecismo dio alas al machismo más rampante. La mujer ha de ser dócil, obedecer, callar y servir al marido, dice San Pablo. Al ser más crédulas, por más ignorantes y menos raciocinantes, y al carecer de poder —que todo va unido—, las mujeres han tardado más en rebelarse contra una moral sexual represora. ¿Recuerdas cómo era la confesión de los pecados en nuestra infancia y adolescencia? ¿Recuerdas que los hombres accedían al confesionario por una ventanilla central que les otorgaba el privilegio de hacer la mitad de cola que las mujeres y acabar antes? Había ahí toda una concepción de la mujer: más paciente, más dócil, más lenta y pesada en la enumeración de sus pecados, menos ocupada, más utilizable en suma. Sólo el espectáculo de la confesión daba ya una idea inequívoca del lugar que ocupaban los hombres y las mujeres en el mundo y en la Iglesia.
La moral católica se focalizaba en esto: una represión sexual absoluta, la obsesión por la decencia, un ideal de pureza ejemplificado en las muchas vírgenes que se nos presentaban como modelos a imitar. Los malos tratos contra las mujeres, que ahora se hacen públicos, deben de tener mucho que ver con la desaparición de aquellos hábitos que mantenían a las mujeres calladas y obedientes. No es extraño que Santa Teresa, una excepción a la regla de su tiempo, escribiera párrafos tan sorprendentes como éste: «No conocen la gran merced que Dios les ha hecho en escogerlas para sí y librarlas de estar sujetas a un hombre que muchas veces les acaba la vida y plega Dios que no sea también el alma».
La otra gran dominación que la Iglesia, como cualquier poder político, ha ejercido sobre la mujer es la de hacerla invisible; «subalterna», como se dice ahora siguiendo a la filósofa india Gayatri Chakravorty Spivak. La participación de las mujeres en el poder religioso es sencillamente inexistente, y hay una resistencia feroz por parte de la jerarquía a que las cosas cambien. La paridad en la Iglesia ni se plantea, ni seguramente podrá plantearse en serio mientras ésta no se democratice. Por si fuera poco, hay otro agravante. Las Religiones del Libro tienen textos y doctrina, pero éstos no son como la legislación que puede derogarse si se demuestra o se reconoce por mayoría que es injusta. Tanto en el caso de la moral sexual como en el de la exclusión de las mujeres del sacerdocio, existen textos memorables que fundamentan que todo siga como está.
Las religiones son conservadoras. No hay que extrañarse de que la resistencia mayor al cambio se produzca precisamente en los dos ámbitos mencionados. La doctrina católica ortodoxa sigue obsesionada con el matrimonio, la familia, la reproducción y la enseñanza de la religión. Tales son, sin ir más lejos, las fijaciones de la Conferencia Episcopal española. Sin embargo, la cuestión de la doctrina moral de la Iglesia es tan prominente que la otra, la de la invisibilidad de la mujer y su nulo acceso al poder religioso, ni siquiera es objeto de discusión. Hay en España mujeres teólogas que escriben y hablan de ello, pero no ha habido ni hay un debate público sobre ese tema. Es la ventaja que tiene la jerarquía: la orden siempre viene de arriba, por lo que es mucho más fácil conservar el statu quo.
Te decía algo al final de mi carta anterior respecto a la especial y flagrante inhibición de las religiones —o de las instituciones religiosas— ante los desafíos mayores de muestro tiempo. Uno de ellos es el feminismo, que fue una de las revoluciones más importantes, si no la más importante, del siglo XX. Pues bien, las Iglesias pasan de largo, o más bien se reafirman en sus ideas más vetustas. Es cierto que la moral religiosa, a diferencia de la ética universal y laica, es supererogatoria, es decir, prescribe normas que no están al alcance de todos ni tienen por qué estarlo, normas que no son universalizables. La doctrina de la Iglesia —se nos ha dicho siempre— va unida al escándalo: a pedir lo imposible. (La indisolubilidad del matrimonio, por ejemplo, es una de esas normas). El caso es que, debajo de las normas, que es el aspecto más visible, subyace una determinada concepción de la persona y de la relación entre el hombre y la mujer. Que la mujer no pueda ser sacerdote deriva de una concepción subalterna de la misma, por muchas florituras que hagamos para demostrar que la función de la mujer está en otra parte y es tan digna como la del hombre (cf. la encíclica de Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem). Esas convicciones hoy no son de recibo, y sirven sólo para desacreditar a unas religiones cuyo mensaje fundamental está en otra parte.
No sé si podemos hacer extensivos al islam los reproches que nos sugiere el catolicismo. Aparentemente, por lo que vemos, la situación no es comparable: las mujeres musulmanas siguen oprimidas y reprimidas en una medida mucho mayor de lo que tú y yo somos capaces de recordar —ablación del clítoris, matrimonios forzados, obligación de taparse, etcétera—. Si el catolicismo necesita mucha renovación, el islam aún no ha empezado a renovarse: ésa parece la conclusión más lógica. Sin embargo, últimamente he andado recogiendo declaraciones de mujeres islámicas, algunas muy conocidas, que no sólo reprochan a las mujeres ajenas a su religión que se entrometan en sus asuntos y les indiquen qué deben hacer, sino que razonan a favor de una libertad que incluya, por ejemplo, la opción de llevar el velo.
Amelia, sé lo que piensas del asunto y me temo tu reacción, por eso quiero apoyar lo que voy a decir en afirmaciones que no me invento. No estoy pensando en la extravagancia de una jovencita inglesa que se ha querellado recientemente contra su escuela (¡y su abogada ha sido Cherie Blair!), porque no le permitía taparse más de lo que allí se aceptaba, que era bastante. Ésas son anécdotas sin más trascendencia y no merece la pena utilizarlas. Me refiero, por ejemplo, a Fatima Mernissi, escritora galardonada con el premio Príncipe de Asturias, a la que creo que conoces y admiras. Estuvo hace unos meses en Barcelona y declaró que «la base del islam es la igualdad», una igualdad que, a su juicio, no defendemos bien cuando criticamos la cadena árabe Al Yazira, cuando establecemos fronteras entre los países o nos negamos a comprender a los musulmanes. Dijo también que el Corán «prohíbe la esclavitud, da a la mujer el estatuto de persona, destruye el aristocratismo»: por eso su base es la igualdad. En un sentido similar, Salima Abdeslam Aisa, diputada de la Asamblea de Melilla, defiende la libertad de elegir llevar el velo e insiste en que el Corán no justifica la desigualdad, sino que reconoce a todos, hombres y mujeres, los mismos derechos. La escritora y periodista turca, Nevval Sevindi, sostiene que «la situación de las mujeres no se debe al islam, sino al machismo», y que el problema no es la religión, sino el patriarcado. Otro testimonio más en este sentido es el de Farida Benlyazid, cineasta marroquí, quien en un artículo escribía hace unos meses: «Soy musulmana, creyente y practicante, pero hacer del pañuelo el símbolo de mi religión me molesta profundamente», añadiendo que la lucha contra el pañuelo como signo de opresión la libró su madre, y que ella nunca se ha sentido obligada a llevarlo.
Mis fuentes no parecen muy sólidas, desde luego: todas son periodísticas (entrevistas y artículos de periódico). Pero hay algo de verdad en ellas, y en mi opinión reflejan un punto de vista que debe ser tenido en cuenta. Hace un año estuve en Tánger y en Tetuán dando unas conferencias, una de ellas en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Tánger. La decana de la Facultad era una mujer y no llevaba velo; pero sí lo hacía, en cambio, el cincuenta por ciento de las estudiantes. Me contaron que es corriente, cada vez más, que en un momento determinado las chicas jóvenes opten por hacer suyo ese signo, cuyo significado no sabemos ya si es de opresión, de afirmación de la identidad o de puro capricho. Cualquier razón sirve para fundamentarlo.
Es cierto, por otra parte, que existen posturas como la de la diputada holandesa Ayaan Hirsi Ali, que acaba de publicar el libro titulado Yo acuso en su traducción al castellano. En él niega que el islam pueda reformarse a través del Corán, y opina que se debe rechazar la religión como criterio moral. (La apoya su propia experiencia personal, al parecer terrible: una chica somalí, que sufrió la ablación del clítoris y que estuvo a punto de ser casada con un familiar al que no conocía). También ataca sin compasión a los relativistas culturales, que abandonan a los musulmanes a su suerte; lo que no es lo mismo —y estoy de acuerdo con ella— que otorgarles libertad. Dice: «Hay que ofrecer a los musulmanes aquello que en su propia cultura les falta: dignidad como personas». En resumen, para Hirsi Ali el islam es incompatible con las convicciones de un Estado de derecho.
¿Qué hay que decir o que pensar ante puntos de vista tan dispares? Vayamos por partes. Lo primero, no se debe olvidar que cualquier texto sagrado —el Corán, la Biblia o el Talmud— tiene de todo, y que todo lo que tiene es interpretable o contextualizable. En los Evangelios hay párrafos de sobra para fundamentar la represión sexual de la mujer, su dominación por el hombre y su exclusión del sacerdocio. Sin embargo, hay creyentes —hombres y mujeres— que no dejarán de serlo para defender las posturas feministas más igualitarias, pues no ven incompatible su fe cristiana con la defensa de la dignidad de la mujer. Me imagino que lo que vale para la Biblia, vale también para el Corán, aunque es cierto que, en nuestro caso, ha habido ya una tradición ilustrada y hermenéutica que a ellos todavía les falta. Pero que esa tradición sea inexistente no significa que no pueda llegar a haberla y producir la transformación necesaria.
Otra cuestión importante es la de la libertad. Entiendo que las musulmanas quieran dar sus propias versiones del asunto y no recibirlas de quien no deja de ser un extraño en su cultura. Es la suya una actitud similar a la de esas prostitutas que reivindican la legalización de su trabajo, aduciendo que lo ejercen libremente. ¿Y la dignidad de género, se apresuran a añadir las que abolirían la prostitución sin más? ¿Por qué debemos permitir el velo que es signo de sumisión? ¿Va contra los derechos fundamentales? Vemos que las respuestas son discrepantes: para unas usar el velo es escoger la libertad, mientras que, para otras, es someterse. Me dirás, seguramente, que aquí lo que no tiene sentido es la palabra «escoger»: no se escoge lo que está en la tradición o en la cultura, lo que siempre se ha hecho, lo que se sigue haciendo por causa de la presión social. Aunque haya una posibilidad formal de optar, la dominación que trata de imponer el velo es una realidad más poderosa. Es cierto. Pero quizá no sea una dominación distinta de la que ha llevado a nuestra juventud a aficionarse al piercing o al tatuaje. En sí mismo, quizá sea tan aberrante tener que cubrirse la cabeza como perforarse el ombligo o la lengua con el único argumento de que es divertido o que todas lo hacen.
Sabes bien que, en la cuestión del velo, mi opinión se inclina a favor de la defensa del derecho a la libertad individual y, por tanto, en contra de su prohibición. Creo que el velo no contradice tanto nuestros valores como para eliminarlo. En su momento, leí con atención el informe Stasi, que inspiró la ley por la que en Francia se prohibió el velo en las escuelas. El informe, que es muy bueno y ponderado, reconoce la dificultad de dar razones convincentes a favor de la prohibición en nombre de unos derechos fundamentales. Finalmente, me pareció que el argumento básico utilizado para fundamentar la prohibición era el del orden público: no alterar el funcionamiento escolar, que se veía seriamente comprometido por la falta de una normativa clara. El orden y la seguridad son razones válidas y legítimas, pero reconocerás que tienen poco que ver con la preservación de los derechos básicos de unos y otros. Lo que sospecho, por otra parte, es que, en el trasfondo del alegato que sostienen algunas mujeres musulmanas a favor de la libertad de usar o no el velo, hay una apuesta por un símbolo identitario que rebaja el nivel del argumento y que encuentro poco defendible. No es que crea que no está bien preservar lo propio e incluso identificarse con ello. Pero eso propio, que sintetiza lo que soy, no puede acabar siendo un velo, una chapela o una barretina. Lo siento, pero la identidad, si es tan importante, debería utilizar símbolos menos ridículos.
En resumen, y más allá de estas discrepancias que he apuntado para darte pie a que me contestes y entres de una vez en el tema, tanto si vamos al islam como si nos quedamos en el catolicismo nos encontramos con costumbres retrógradas que hoy no son de recibo. La pregunta conclusiva es si esas costumbres machistas son atribuibles a la religión, o si lo que ocurre, sencillamente, es que la religión se limita a ser eco de una concepción del mundo que ha excluido a la mujer desde siempre y en todas las culturas. Creo que es más bien lo segundo que lo primero. La religión no se ha distinguido por su presteza y perspicacia en reconocer y corregir la desigualdad de la mujer; si lo ha hecho ha sido en ocasiones esporádicas. Jesús se rodeó de mujeres, incluso de mujeres rechazadas por la sociedad, pero ese comportamiento ni siquiera llegó a ser un mensaje susceptible de desarrollo en ningún sentido progresista. En definitiva, pues, lo que quizá haya que reprocharles a las religiones —aunque a unas más que a otras— es que no hayan sabido progresar con los tiempos, o que incluso hayan entorpecido una marcha que ya es imparable. Como fuente de doctrina moral que son, su responsabilidad es mayor que la de otras instituciones. Y dado, además, que aunque sus textos permiten interpretaciones y lecturas distintas, en todas ellas hay un mensaje de igualdad y de amor bastante básico, la acusación de hipocresía y de seguir intereses inconfesables se hace inevitable. Amelia, pongo punto final a mi carta para que puedas contestarme y corregirme. La reflexión sobre la desigualdad de la mujer en las Iglesias nos remite, de nuevo, a una pregunta que no hemos dejado de plantearnos desde el comienzo, y que deberá ser el tema de nuestra última carta: ¿tiene sentido seguir sosteniendo a la religión?, ¿tiene futuro la religión? Espero tu respuesta.
Un gran abrazo,
Victoria
Abril de 2006
Querida Victoria:
Estoy muy orgullosa de mi estrategia: finalmente te has visto obligada a iniciar el importante tema del feminismo. Y es que, como a estas alturas ya debes haber notado, prefiero que la primera mano corra de tu cuenta, porque creo que eso beneficia a todos, a nosotras y al tema. Tu ponderación asegura siempre lo ya elucidado y aceptado, mientras que yo, en este asunto, me encocoro con mayor facilidad. Pues bien, vayamos al caso por fin: Dios y Nosotras, las Mujeres.
Citas muchas cosas: el velo, el desprecio, el estatuto invisible y subalterno de las mujeres. .., en fin: la opresión femenina; y presentas a las religiones, unas menos y otras más, amparando todas estas prácticas. El problema del velo, por ejemplo, no es un problema de las mujeres o de las niñas, sino que es el problema general de a qué parámetros hay que acudir para poder vivir juntos. Porque, como bien afirmas, una noción falsa de tolerancia nos puede conducir a mantener que todas las culturas aportan algo y por lo tanto todas son respetables. Creo que si de algo tendremos que hablar en Europa en los próximos veinte años es de qué va a ocurrir con un a Europa multirreligiosa, quizá multicultural y con seguridad multirracial. Pues bien, las mujeres somos la parte central de ese conglomerado. Somos el sexo sobrenormado a la vez que, según creo, el sexo piadoso. Hay que entenderlo para poder al menos «hacer la paz con la realidad» que decía Hegel, y, siendo algo más optimistas, contribuir a cambiarla. Nadie puede asegurar lo que va a pasar: está sólo en nuestras manos. Con los mimbres conocidos deberemos ir fabricando esa construcción de lo llamado «políticamente correcto», que no nos viene dada. Este debate nuestro, tan amistoso y rico que me va a doler cerrarlo, también forma parte de ello: hablando de religión lo hacemos asimismo sobre lo que vamos a considerar políticamente correcto.
Tanto tú como yo, que no estamos de acuerdo en tantas cosas, sí que compartimos una evidente: ninguna cultura, ninguna forma religiosa es enteramente respetable; de cada una de ellas se pueden respetar unos rasgos sí y otros no. Una falsa tolerancia, a veces inducida por quienes la piden cuando por su parte no la practican, predicará que hay que respetar todo, un todo sin fisuras. Pero eso no es posible a poco que respetes tus propios valores; que no son caprichosos, sino el decantado de al menos tres siglos o un poco más de ir reciclando experiencia, e intentar dar una salida, en forma de ley civil y de práctica moral, a las sociedades tradicionales de las que venimos. Un conjunto de valores, de leyes, normas y usos que ha costado una ingente cantidad de violencia y sufrimiento, y por el que han trabajado y se han sacrificado las y los mejores; unas libertades y nuevas formas morales que nos alejan de la tradición y nos ponen ante «la difícil gloria de la libre existencia ». Pues bien, el cuerpo preferente de cualquier tradición lo compone el estatuto subordinado de las mujeres. La comunidad existe cuando las mujeres respetan las reglas. Una comunidad son las mujeres de esa comunidad: si ellas dejan de respetar las reglas, esa comunidad se percibe en peligro, siente que se va a disolver: ¿Quiénes somos nosotros si no podemos pedir o imponer a nuestras mujeres que nos respeten? Estamos ante una invariante a la que cada cultura, cada civilización ha añadido modismos.
Repito tus propias palabras por lo ajustadas que son: «sigue habiendo en el mundo religiones no despolitizadas, con la misma voluntad despótica de afirmar a su dios por encima de cualquier otro». Y añado: y con la misma voluntad de pervivir sobre la sumisión femenina. Los valores que nos han permitido vivir juntos y moderadamente mejor en los últimos dos siglos son los valores de a igualdad y la libertad, que suponen, frente a la sociedad religiosa tradicional, la laicidad como terreno de acuerdo político y la tolerancia como virtud individual. La laicidad advierte de que las religiones se tienen que tolerar entre sí, y el Estado ampararlas a todas y no darle la razón a ninguna; y la tolerancia religiosa implica que aunque yo esté convencida de que mi divinidad es mucho mejor que la ajena, no por ello voy a interrumpir sus cultos ni encerrar a sus fieles. El Estado no me lo permitiría y yo he de desarrollar una virtud privada que me haga acordar en la justicia de esta geografía, que implica, desde luego, cambiar el tipo de seguridad religiosa presente en las sociedades tradicionales. El otro no es un disidente, sino alguien con otras creencias que tiene, como yo, el deber de respetar las leyes comunes. En esa masa de valores, el feminismo se condensa como una nueva idea de justicia que ha de ser asumida por todos. Las mujeres somos seres humanos, por lo que nuestros derechos son derechos humanos; de la misma manera que nuestros anhelos, expectativas y esperanzas deben estar en nuestras manos porque somos sujetos, como cualquiera, y no ya las perpetuas sujetas.
Igualdad, libertad y solidaridad son los valores que democracia y feminismo comparten, pero que tantas veces el feminismo ha tenido que mantener en solitario contra viento y marea: contra la malevolencia, el ridículo y el anatema religioso, sin ir más lejos. Sin embarg o, el feminismo no ha sido siempre laico; ha tenido pliegues muy notables. A mí no se me va de la cabeza que de las mujeres que iniciaron la Segunda Ola del Feminismo, el Sufragismo, o de las que firmaron el Manifiesto de Séneca muchas eran reverendas cuáqueras. Qué notable, ¿no es cierto?
Las mujeres son el sexo piadoso, por lo menos en el cristianismo y el budismo: si entras en los templos de estas religiones, las encontrarás en número mayor; y parecida cosa ocurrirá si lo haces en sus monasterios. El judaísmo y el islam son religiones bastante masculinas en lo que hace al control de la asamblea y el rezo; en ambos la imagen religiosa y la social apenas divergen. Pero es que en el cristianismo las mujeres estaban desde el principio: no hay manera de evitarlas porque ocupan sin cesar los textos fundacionales. Una auténtica tropa de ellas seguía a Jesús y parece bastante claro que no se limitaban a tareas de intendencia (recuerda la historia ejemplar de Marta y María): se sentaban, escuchaban y opinaban; recibían y daban noticias; fundaban congregaciones, tenían visiones y profetizaban, y todo ello dentro de una sociedad que no era particularmente igualitaria.
Voy a tomar un primer hilo, que me parece que ya ha salido en nuestra correspondencia: el de que el cristianismo ha dignificado la posición de la mujer, según nos decían de niñas. O sea, que había que entender que nos había hecho un gran favor, porque el mundo preceden te era mucho menos habitable para nosotras. Mernissi, por ejemplo, afirma ahora lo mismo del islam: que dignificó y mejoró la posición de las mujeres. Se trata, pues, de un cliché; pero debe de significar algo. Elaine Pagels, una autora muy apreciada, ha estudiado la formación del cristianismo primitivo sobre la base del descarte de los textos descubiertos en Nag Hammadi, y ha dejado bien explicado cómo el cristianismo se fue transformando en una religión masculina a partir de estos azarosos y poco presentables orígenes, los cuales, sin embargo, han dejado una fuerte huella en los textos fundacionales, llenos de mujeres que tienen con el Maestro una relación especialísima.
Poco de ese supuesto beneficio apreciamos en nuestra propia vida, la tuya y la mía; y supongo que el caso de la religión islámica o la judía son parecidos. Es posible que el cristianismo contribuyera, lo que tampoco está muy claro, a la libertad y dignidad de nuestras antepasadas; pero no se ha desvivido por las nuestras. Has recordado en tu carta cómo simplemente el funcionamiento del mueble confesionario ya nos iba dando una idea de lo que pintábamos. ¡Vaya que si el catolicismo romano nos marcaba el territorio! ¿Recuerdas que había una barandilla de separación entre el altar y los fieles, la que cerraba el llamado presbiterio, que las mujeres no podíamos traspasar, aunque sí podía hacerlo cualquier varón, incluso un niño monaguillo?
Sexus sequory sexo impuro, además (nuestras madres no pudieron ir a nuestros bautizos). Si se te olvida, date un paseo por alguna antigua cartuja y párate a pensar que las mujeres no podían siquiera entrar en su iglesia; y sin necesidad de recurrir al pasado: acércate ahora por Silos o lugar similar y atiende, simplemente, cómo te miran aquellos varones del hábito. La misoginia eclesiástica es todo un tracto idiosincrásico de la general. Yo, en particular, recuerdo varias prédicas enfadadas en las que el preste se quejaba de que los hombres iban poco a la iglesia; y aprovechaba para humillarnos a las que le hacíamos, según él, despreciable parroquia. Porque allí estábamos, a pie o rodilla firme, aguantando el chaparrón de viril iracundia.
Según tú, Victoria mía, diré que las mujeres fueron y todavía lo son la parte más nutrida de la hornada de los fieles, de las «almas simples»; y que ocurre así por su incultura. Pues no, he de corregirte; sororalmente, pero lo haré: ocurre por su debilidad. Y quizá por algo más: porque necesitan desesperadamente apoyo y confianza. ¿Quién va a escucharte o a compartir tu llanto o tu miedo si no tienes a nadie? ¿A quién puedes amar cuando la realidad no es amable? ¿Por qué aquella tropa de mujeres seguía a Jesús? Hay mucho sufrimiento y mucha esperanza en la religión de las mujeres, porque ambos van siempre juntos. Es innecesario citar a Bloch, ¿verdad? Otra razón, cierto que menos presentable, es que en algunas religiones la práctica piadosa es el pasaporte de la decencia. Y las mujeres saben que jugar con la decencia es muy peligroso. Pero, en esto como en todo, lo importante es la medida, que nunca la pones tú: poca iglesia, mala fama; mucha iglesia, beatería. Es decir, que poca religión y estás a un tris de perderte; mucha, y «entre santa y santo pared de cal y canto». Lo mejor, pues, es quedarte en tu casa atendiendo a los tuyos; y de devoción, la justa, que la mayor ha de ser para padres, maridos, hermanos, suegra y parientes.
¿Cómo no se iba a enojar aquel santo varón de perder su tiempo e intelecto con devotas de tan poco fuste como nosotras? No nos mandaba a hacer calceta porque el templo siempre nos dio albergue, no por falta de ganas. El ninguneo de las mujeres por las religiones también ha conseguido, por ejemplo, que en los otros dos monoteísmos ni siquiera se comparta el espacio de rezo: ellos en el templo, entre ellos, y ellas escondidas en la galería (aunque creo que hay una sinagoga especialmente progresista en Suiza, donde les han puesto a las fieles un corralito a nivel del suelo). También me consta que a las musulmanas se las anima a rezar en su casa en vez de andarse de callejeo para ir a la mezquita.
La verdad es que ni el judaísmo ni el islam han ocultado en este punto sus ideas, bien patentes tanto en sus prácticas como en sus textos. Las mujeres son inferiores y basta. Es el cristianismo el que tiene tensiones. Recuerda que al propio S an Pablo, a quien se le atribuye fijar bien los rangos: «el varón es cabeza de la mujer», se le atribuye también esta otra frase: «en Cristo no hay amo ni esclavo, varón ni mujer». Mucho tuvo que haber caminado el helenismo para que esas palabras fueran posibles. Sin embargo, todas las religiones han heredado el conglomerado anterior de normas vitales para el grupo o tribu, esas que regulan todo. Y la sumisión y posición subalterna de las mujeres —insisto en ello— constituyen el insumo normativo principal de cualquier tribu humana. De manera que la tribu ha ido venciendo, desde dentro, al racionalismo y al universalismo presentes en los monoteísmos inclusivos y ex pansivos; y éstos, igualitarios en tantos aspectos, no han tenido sin embargo inconveniente en pactar la sumisión femenina o en aceptar también cualquier otro despotismo.
Por descontado, las formas religiosas que se asientan sobre desigualdades permitidas y las profundizan no sufren tensiones: en el hinduismo, si tienes suerte y eres perfecta, puede que en tu próxima vida no te encarnes en mujer. Curiosamente, todos los griegos que acordaron esta doctrina pensaban lo mismo, desde Empédocles a los pitagóricos, con lo que no hacen sino dar razón a lo que es patente: aun en esta parte del mundo, nacer mujer no es ninguna bicoca. No digamos ya en los mundos pasados y presentes que no son el nuestro, donde pura y simplemente es una desgracia. Así que los dioses no han tenido inconveniente en repetir lo que ya saben los hombres. Pero, por amor a la verdad, hay que reconocer que el cristianismo constituye una excepción, al menos en sus inicios y en algunos de sus textos. Que el texto sacro te dé instrucciones sobre cómo lapidar a una adúltera no es lo mismo que el Maestro frene a la turba con el siguiente reproche: «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra».
Siendo las religiones excelentes transmisoras de normas duras para las mujeres en lo relativo al trabajo, el ahorro, el recato y la honestidad, cuanto más universalistas sean, más tensiones son capaces de gestar entre lo enseñado y lo vivido. Y al menos dos monoteísmos comparten esta característica, el cristiano y el islámico, porque el israelita no es inclusivo: naces o no dentro del pueblo, desciendes o no de Abraham, pero no te conviertes. La tribu, aquí, no se esconde, el pueblo es el elegido. Pero los dos monoteísmos del Libro restantes, el musulmán y el cristiano, arrastran lo suyo.
¡El cristianismo ha heredado tantas cosas, bebido de tantas fuentes…! Ahora termina la Semana Santa, en la que las gentes pasean imágenes como venían haciéndolo bastante antes de que el cristianismo existiera: las grandes diosas del Mediterráneo, que lloraban a sus hijos o esposos muertos, hace milenios que recorren las ciudades, por eso resultan tan impresionantes. (Es fácil de apreciar en los países católicos, porque en ellos el paganismo sigue vivo y por lo tanto los dioses son visibles). Todo esto me lleva a rozar siquiera un tema que no podemos afrontar por falta de espacio y tiempo, ¿qué pasa con las diosas? Aunque lo solventaré de un plumazo: no parece que hayan cambiado nunca la humillada condición de las mujeres allí donde tienen o han tenido devotos; sólo hay que mirarles la geografía y ver si se corresponde con la de la libertad de las mujeres. No descarto que las diosas nos ayuden en el futuro, pero no parece que hayan sido capaces de cambiar a la tribu en el pasado; al fin y al cabo, eran diosas de la tribu. Sólo el universalismo lo hace, esto es, el vindicar la misma regla séase varón o mujer, una regla humana, única, justa. Pero admitirás, de nuevo, que es mucho más impresionante un trono con su diosa coronada que la norma fundamental o el imperativo categórico. Así son las cosas.
Los dioses antiguos han tomado el lugar del universalismo helenista y han reproducido sus pompas pese a todas las órdenes en contrario presentes en los textos cristianos. Cierto es que poca gente se confunde ya con esto: ahora sabemos que esas manifestaciones no son tanto de religiosidad como de cultura popular, aunque sea difícil discernirlas. Y es también cierto que en otras religiones el asunto es aún más peliagudo y las mujeres están todavía más afectadas.
Vayamos a la ablación, el pañuelo y la poliginia, que los citas y no son poca cosa. Si me lo permites, que lo harás, haré un par de precisiones: no todo el islam practica la ablación, aunque todo él, al presente, aconseja el pañuelo. En Egipto la ablación ya se la habían practicado a Nefertari o incluso a la reina Hatshepsut. También el velar a las mujeres es una práctica casi inmemorial en muchas sociedades, particularmente en las que, siendo urbanas, practicaban el encierro femenino. En éstas, además, el velo era símbolo de distinción: no lo podían llevar las mujeres de clase baja porque tenían que trabajar fuera, nadie las mantenía a resguardo intramuros de una casa rica; ni tampoco las mujeres que se prostituían, porque no tenían derecho a él ni al respeto. Los antiguos códigos babilonios son muy didácticos sobre esto. Pero ¿qué significa ahora el pañuelo? La común amiga Celia Amorós afirma que las mujeres se ven en la obligación de tener que portar la identidad del grupo. Creo que es plenamente cierto cuando el velo se lleva aquí, en Occidente; pero habrá que matizarlo cuando ocurre en su contexto local.
Y ¿qué hay que pensar de la poliginia? Observarás, dada tu perspicacia, que no me pliego a llamarla poligamia. Y lo fundamentaré: políg amos somos los occidentales, o monógamos sucesivos, si lo prefieres en el actual estado de cosas. Pero no hay sociedades polígamas, sino poligínicas, donde un varón puede desposar a varias mujeres a la vez, y ellas sólo tienen ese marido. Ni que decir que la poliandria es un mito: algún antropólogo bastante romo se atrevió a llamar así a la compra de una sola esposa entre varios varones en culturas sumamente pobres.
Velo, poliginia, asesinatos de honor y en algunos casos ablación. Bonito panorama. Duro es tenerlo delante y mucho más tenerlo dentro. Ése es el reto del presente. ¿Convivimos internacionalmente con eso? Parece que sí, porque no veo que los países que aceptan tales prácticas sean expulsados de los organismos internacionales. Y ahora, para mayor ludibrio, lo podemos tener en casa. De eso nos avisan las jóvenes feministas musulmanas que integran el movimiento «Ni putas ni sumisas». De ahí que vuelva al asunto de los contextos. En sus sociedades de origen, el pañuelo puede hasta significar un avance respecto a tipos previos de veladura. Lo he podido comprobar personalmente: ese pañuelo que proviene del jomeinismo iraní es menos excesivo que los velos étnicos tradicionales de Marruecos o de Egipto, por ejemplo. Y la gente femenina lo lleva por lo mismo que llevaban mantilla por la calle nuestras bisabuelas: es de buen tono, hace decente y asegura un discreto tránsito por lugares antes vedados. En Occidente, el mismo signo es siempre «perlocutivo» (¡querido Austin!), esto es, que para saber qué significa no se puede aislar del contexto cercano. Así hay pañuelos étnicos, los de las mujeres mayores o con menos capital cultural; pañuelos reactivos, los de las fundamentalistas, y pañuelos obligados, los de la mayoría. Del pañuelo y lo que significa vamos a tener que seguir hablando muchos años. Pero por lo que toca a la poliginia o los asesinatos de honor, no creo que ninguna mujer en «situación ideal de diálogo» o ningún ser humano en «velo de ignorancia» los tuviera por buenos. No pasan la prueba.
Si el cristianismo es reacio a aceptar la Modernidad, imagina el islam. Pero las religiones han de ceder ante la libertad de las mujeres, entre otras cosas porque ya está bien. Hemos salido de una minoría de edad que se nos había impuesto y cada vez somos más conscientes de lo injusto y ridículo de la situación anterior (que para muchas mujeres del planeta Tierra no se conjuga en pasado, sino que escuece en el abierto presente). Pero la libertad no se tiene si no se defiende o no se estima. Pues bien, la libertad es, prima facie, la libertad individual, y ésa es la que las mujeres no han tenido y en muchos lugares no tienen todavía. Mientras las religiones la entorpezcan, la disfracen de obediencia a su dios, o de cultura, siempre según les convenga, la laicidad habrá de hacerles firme frente. Una laicidad no de casinillo, como decía Clara Campoamor, sino informada, demócrata y no sexista. Que sabe distinguir los problemas sociales de los religiosos, pero no ignora que las religiones han dado y dan voz y cauce a formas sociales y políticas ilegítimas. Igual que ahora el islam presta cobertura a una rabia que también dimana de muchas fuentes…
Porque, es cierto: hay mucha rabia en los guetos, por ejemplo en Francia, en Inglaterra, en Holanda, en Alemania… Aquí, en España, rabia que se vuelve contra las mujeres, porque son las que se escapan, porque son el punto de fuga. Muchas veces no hay trabajo pero, es curioso, los chicos de los guetos saben que hay menos trabajo para ellos. Sabemos que las tasas de paro femenino son mayores, pero también sabemos que las mujeres aguantan mucho más, aceptan lo que sea, cosas con las que el orgullo masculino no transige. Ellos puede que no hayan sido los mejores de su clase, sino mediocres; pero creen que tienen derecho a algo más, van cultivando la rabia, incluso en algunos casos justificada. Da igual: la pagarán con ellas y luego con los demás. (Que nadie olvide que la injusticia con las mujeres se transforma inevitablemente en violencia común). En los guetos se está fabricando una identidad reactiva que tiene que ver con una integración deficiente. No obstante, no pensemos que toda la culpa es nuestra. La integración es deficiente, pero la identidad reactiva es malvada y amenaza un orden, el de la democracia y sus valores, que es vital.
Querida Victoria, esta carta está ocupando demasiado y aún me queda otro tanto. Lo dejo aquí, en la peligrosa mezcla, de nuevo, de religiones e identidades reactivas. Repito tus palabras: «La identidad, si es tan importante, debería utilizar símbolos más altos» y, sobre todo, no tener la endiablada manía de escribirse siempre sobre la piel de las mujeres. Que la primavera nos sea propicia.
Un gran abrazo de tu amiga,
Amelia
Abril de 2006