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Hablemos de Dios. IV Laicidad, laicismo, fundamentalismo

Mi queridísima Amelia:

Doy gracias a Dios, literalmente, de que estés ya bien y recuperándote del arrechucho que te ha tenido hospitalizada y ahora en fase de recuperación. Menudo susto nos has dado. Espero que puedas superarlo rápidamente y regresar a la normalidad. Por lo pronto, compruebo con satisfacción que ni siquiera te has retrasado en contestar mi última carta. Quizá es la mejor prueba de que no ha pasado nada y sigues en forma.

Dices que, en el hospital, has echado de menos que el capellán no acudiera a ofrecerte consuelo religioso. Tu constatación no hace sino confirmar algo que no hemos dejado de repetir de distintas maneras: España ya no es nacionalcatólica, pero la religión, de un modo u otro, sigue estando presente en nuestras vidas. O, lo que es lo mismo, su ausencia produce una especie de desconcierto que no hemos sabido o podido paliar de otra manera. Quizá es que este planteamiento es erróneo, y que lo que nos toca es vivir en el desconcierto y la incertidumbre con respecto a todo aquello para lo que la religión pretendía aportar seguridades. Este verano releí La Regenta para preparar un trabajo que ahora no hace al caso, por lo que recuerdo perfectamente el episodio de la muerte  del ateo oficial de Vetusta que tú muy oportunamente citas. Han pasado más de cien años, que son muchos, pero de aquella sociedad homogénea e inflexible en las normas y costumbres, donde el temor al qué dirán dominaba las conductas, por fortuna no queda nada. Salvo la presencia (meramente formal por lo que explicas) de un capellán en los hospitales, y la nostalgia que alg unos manifiestan destempladamente cuando cualquier atisbo de reforma pretende recordar que la religión debería residir solamente en el ámbito de lo privado. No hace falta mencionar la ley de educación que ahora se debate en el Parlamento.

Voy a tu última carta. Su lectura me sugiere que hay por lo menos tres temas que deberíamos plantearnos de inmediato. Uno, quizá el primero, es el de la laicidad, que ya se terció en nuestra discusión sobre la secularización, sin que llegáramos a determinar si ambas son una misma cosa o significan algo distinto. En segundo lugar —me limito ahora a enunciar los temas—, en tu carta aparece el problema del mal, que no podemos eludir en un libro que habla de religión y, en especial, de religiones monoteístas. Finalmente, habrá que abordar la gran cuestión de los fundamentalismos.

Al tratar de desvincular la moral de la religión, nos hemos referido por extenso a la cuestión del fundamento. Tú señalas con acierto que el fundamento divino de las normas fue desplazado por los desastres de las guerras de religión que asolaron Europa durante más de un siglo. La inoperancia y la escasa efectividad de las normas morales dejó tocado el origen divino de las mismas, aunque, en realidad, los culpables de que las normas no se cumplan y se transgredan de continuo no son los dioses sino nosotros, los humanos. Ahí es, sin embargo, donde asoma la cuestión del mal. Si Dios es el creador del mundo, incluidas las criaturas humanas, con su natural tendencia a desviarse del camino recto, ¿cómo se compagina la existencia del mal con la bondad divina? Más aún, ¿cómo explicar los terremotos, los tsunamis, las enfermedades, la muerte, si Dios es omnipotente y, en calidad de tal, podría evitar las catástrofes? Entrar en la cuestión nos obligará a hacer  teología. En fin, que los tres temas que te menciono me parecen golosos y apetecibles, pero quizá el del mal merezca capítulo aparte. Te propongo, por tanto, que rematemos (si es posible en filosofía rematar algo) la cuestión de la laicidad, que por sí sola nos llevará, ya lo verás, a la del fundamentalismo. Pues a mi juicio es evidente que rechazar el fundamento divino y apostar por una moral laica que se justifica a sí misma no sólo es algo explicable por razones históricas, sino que parece ser también la forma de evitar posiciones fundamentalistas. Una moral laica, en principio, tiene apoyos menos sólidos y se muestra más dispuesta a escuchar otras opiniones y puntos de vista. Ésa es la definición, la teoría; pero ¿realmente es así? Pensemos en ello.

En estos días, Francia conmemora los cien años de la ley que proclamó el Estado laico en 1905. A los franceses les toca hacerlo en unos momentos que, sin duda, no son los que ellos habrían escogido para una celebración de tales características. Los últimos sucesos parisinos han cuestionado, entre otras cosas, un modelo de integración que pone por delante la obligación de cualquier ciudadano, venga de donde venga, de hacer suyo el valor de la laicidad. Sea como sea, y a propósito de la efeméride, un sesudo artículo de Le Monde señalaba hace unos días una distinción que puede venirnos bien para resolver la duda que se nos quedó en el aire: ¿equivale una sociedad secularizada a una sociedad laica?, ¿son los procesos de secularización y de laicización una misma cosa? El autor del artículo distinguía y separaba la «lógica de la laicización» de la «lógica de la secularización». La diferencia entre ambas estaría en el hecho de que el proceso de autonomía de la sociedad con respecto a la religión, propio tanto de la secularización como de la laicización, se produzca desde arriba, a partir del Estado —entonces sería la lógica de la laicización—, o desde abajo, a partir de la sociedad civil —la lógica de la secularización—. Si el primer proceso tiene lugar en los países de dominación católica, donde la separación entre la Iglesia y el Estado siempre es conflictiva —¡que nos lo cuenten a nosotras!—, el segundo se produce más bien en los países de tradición protestante, con Iglesias que han experimentado su propia reforma interna. No sé qué opinarás, pero yo me he quedado bastante convencida y satisfecha con la precisión.

Apliquémosla a nuestra realidad aquí en España, país católico donde los haya, por mucho que en la actualidad, según has comprobado en carne propia, la presencia de la religión tiende a desvanecerse. Lo que no obsta, como te decía, para que miles de personas se echen a la calle a protestar porque se anuncia que la religión quedará fuera del currículo escolar. Si la lógica que nos  correspondía a nosotros como católicos era la de la laicización, es evidente que no hemos llegado a implantarla satisfactoriamente. La Constitución tuvo que claudicar, supongo, ante los temores que suscitaba la expresión «Estado laico», proclamando en su lugar que el Estado español era «aconfesional » —un quiero y no puedo que había de permitirnos seguir mareando la perdiz en lo que hace a la financiación de la Iglesia y a la presencia de la religión en las aulas escolares—. Es posible que la sociedad española esté, de hecho, bastante secularizada, que haya más creyentes por inercia que por convicción íntima y que muchas prácticas religiosas se mantengan sólo a falta de otras formas aceptadas que las sustituyan. La gente bautiza a sus hijos, se casa por la Iglesia y, sobre todo, entierra a sus muertos con ritos religiosos, celebrando de esta forma momentos importantes de la vida, porque no le han sido dadas otras formas de hacerlo o porque le resulta más cómodo seguir haciéndolo como siempre. Ahora bien, esa tibieza religiosa contrasta con el empeño por evitar, por parte de sectores no tan minoritarios, que nuestro Estado sea declaradamente laico. No tuvimos Ilustración pero sí tuvimos Contrarreforma, además de muchos otros avatares desgraciados que han marcado nuestra historia más reciente. Se nota mucho.

Pero ésos son temas en realidad políticos y quizá nos  desvían de lo nuestro, que tiene que ser más conceptual y, en definitiva, filosófico. Si aún no podemos decir que España sea un Estado laico, lo cierto es que estamos en ello y que nos interesa hacerlo bien, es decir, sin caer en los errores que otros cometieron previamente (aunque la historia se encargue de demostrar cada día que aprender de los errores pasados no es nada fácil). Me refiero, concretamente, al peligro de convertir la laicidad en otro ismo, el «laicismo», algo similar a una nueva religión con todos los inconvenientes y  defectos de las religiones más clásicas. ¿No sería Francia, de algún modo, el ejemplo de los que han hecho de la laicidad «su religión»? Veamos en qué consiste lo que yo entiendo como una  perversión de la laicidad.

Está claro que un Estado laico será el que evite explícitamente vincularse a ninguna de las religiones que profesan sus miembros, un Estado que ha decidido, con todas las consecuencias, que la religión pertenece al ámbito de lo privado y no de lo público. Lo más coherente con tal postura es lo que se ha hecho, también en Francia, prohibiendo los signos religiosos en las escuelas, sean  éstos velos, turbantes o crucifijos. En el terreno moral, un Estado laico promoverá asimismo convicciones morales que todos puedan aceptar y suscribir, desvinculadas, por lo tanto, de doctrinas religiosas específicas. Es, Amelia, lo que te decía en mi carta anterior, cuando distinguía entre las morales de mínimos y universalistas y las de máximos. Las laicas sólo pueden ser las primeras, en cuanto que no aceptan obligaciones exclusivas de la moral católica, evangélica o islámica.

Ahora bien, el laicismo, a diferencia de la laicidad, no es mera renuncia a lo religioso como manifestación pública ni adhesión a una moral de mínimos. Es más que eso, es otra cosa. El laicismo es la laicidad convertida en una doctrina y en una militancia especiales, dedicadas a la agresión explícita y sistemática a lo religioso. Es el ateísmo de bandera, que no tolera la convivencia con la  religión o que considera que el hecho religioso es, por sí mismo y siempre, perjudicial para la vida en común. Actualmente y a propósito del terrorismo llamado «islamista», no es raro encontrarse con manifestaciones y discursos de preclaros pensadores que proclaman sin más la maldad intrínseca de la religión musulmana, y, por extensión, del fenómeno religioso en cualquiera de sus  formas y variantes. El laicismo sería, así, el extremo radicalmente opuesto a la confesionalidad manifiesta y pública del Estado. En lugar de aceptar la singularidad y la privacidad de las morales  religiosas, el laicismo las rechaza por sistema, con la misma virulencia con que las morales religiosas descalifican la moral laica. Abortistas militantes y antiabortistas recalcitrantes, para  entendernos. En lugar de mantenerse en una actitud principalmente negativa, que es lo propio de la laicidad, limitándose a evitar la expresión pública de lo religioso, el laicismo corre el peligro de convertirse en una confesión más, la única confesión verdadera por considerarse la más racional y «científica», con la característica, además, de pretender acabar con toda actitud que no sea laica. Desde mi punto de vista, afirmar la laicidad no debería consistir en borrar de este mundo cualquier vestigio religioso, sino en defender la libertad de conciencia y de religión así como sus  diferentes expresiones, siempre y cuando se hagan en el lugar adecuado para ello.

Creo que el laicismo entendido de esta manera, si lo que digo no es un disparate, se acerca mucho a una suerte de fanatismo; menos peligroso tal vez que los religiosos, pero que no hace sino atizar el fuego de los fundamentalismos más sectarios. Quizá sea el momento, pues, de abordar la cuestión del fundamentalismo, por desgracia inseparable del fenómeno religioso en estos momentos. Fundamentalismo o fanatismo, da lo mismo. Habría muchas posibles maneras de enfocar la cuestión y yo voy a hacerlo indirectamente, agarrándome a una de tus observaciones a propósito de la  falta de motivación moral a la que yo aludía como problema en mi última carta.

Dices al respecto dos cosas que me han gustado. Recuerda  que mi argumento era que, a falta de una religión que sustente la moral, nos encontramos más desmotivados para actuar moralmente: no sólo porque a la conducta recta no le cabe esperar recompensa ni castigo, sino, sobre todo, porque no hay esperanza de que el reino moral llegue a realizarse nunca. Me respondes con dos  contraargumentos que manifiestan tu vena rebelde, algo en lo que siempre me superarás (lo cual, por otra parte, resulta perfecto para mantener la tensión de nuestra correspondencia). Dices, en  primer lugar, que, para algunas religiones, entre las que está la católica, la existencia de Dios es más bien un motivo para pecar: si Dios existe, todo está permitido. La confesión lo perdona todo, en efecto, e incumplir la norma no produce ni miedo ni angustia. Y dices también que las normativas grupales pueden motivar negativamente, cosa que una moral laica o una ética no pueden hacer. Un argumento éste que, sin duda, podemos vincular con el problema del fundamentalismo.

En ambas réplicas, querida Amelia, te doy la razón. La  doctrina moral católica ha sido permisiva, sin serlo formalmente, al poner demasiado fácil el perdón. En este sentido, más que motivar para  que se cumplan los mandamientos, incitaba a no tomárselos nunca demasiado en serio. Pero vayamos al otro argumento que viene más al caso de lo que me ocupa ahora. Sin duda, uno de los  peligros de las religiones es que los individuos se identifiquen demasiado grupalmente con las normas y puntos de vista doctrinales. Tales normas, a diferencia de lo que ocurre en la moral laica,  mucho más relativista, suelen ser concretas. Recordemos algunos de los diez mandamientos: «No cometerás acciones impuras » (por «no fornicarás», acto cuya sola mención ya era una indecencia), «No desearás la mujer de tu prójimo» o «No codiciarás los bienes ajenos». Mi conocimiento del Corán no es tan profundo como para poner ejemplos de otras religiones, pero sin duda los hay, o por lo menos hay base y doctrina interpretativa para que se prescriban o prohíban comportamientos tan concretos como el de que las mujeres deben taparse o el de que está prohibido  comer carne de cerdo. El problema de las normas muy concretas es que acaban siendo inflexibles e inequívocas. Pero, al propio tiempo, proporcionan el confort de saber que se está actuando correctamente, que no es posible equivocarse ni malinterpretar lo que se debe hacer. Y, por encima de todo, lo que tú dices: cuando la normativa es grupal, la capacidad de excluir al disidente y anularlo es muy grande. Es cierto que el grupo es un generador de emociones y sentimientos que pocas veces pasan por el filtro de la razón. Eso es motivador, por supuesto, pero lo es en la dirección equivocada. Como lo es la fuerza carismática de un sacerdote o de un imán. No lo niego. No obstante, Amelia, ésos serían los lados más oscuros de las religiones, las desviaciones. ¿O no? Si no es así, ¿habrá que concluir que las religiones son por naturaleza un fenómeno peligroso? ¿Que eliminarlas de raíz significaría un progreso para la humanidad?

Si los fundamentalismos nos llevan a esa conclusión es sólo porque hacemos la trampa de tomar la parte por el todo, error en el que ni tú ni yo deberíamos caer. Volveré sobre este asunto, pero no  quiero dejar pasar otra idea que añades a propósito de la motivación. Vienes a concluir que el ser buena o mala persona no depende del ser o no religioso, que en todas partes cuecen habas; y  añades que «no es nuestra índole, sino la de nuestras leyes la que nos hace mejores». Creo que discrepo de lo último. En primer lugar, las leyes las hacemos nosotros y una de sus fuentes es la moral vigente. Por lo tanto, nosotros, con nuestra moralidad, estamos en la antesala de las leyes. Cierto, por otra parte, que sin leyes, sin coacción, «el fuste de la humanidad » se torcería más de lo que ya se tuerce, para utilizar la metáfora kantiana. Ahora bien, estoy convencida de que las leyes solas consiguen muy poco. La formación de una voluntad racional —o moral— no depende exclusivamente de normas jurídicas ni de experimentos coactivos.

Veo además ahí otro elemento que separa al fundamentalismo de lo que no lo es. Al volverse fundamentalista, la religión se hace más coactiva, tanto a través de la presión o la dominación del grupo como a través del castigo que sucede al incumplimiento de las normas. Es el fundamentalismo que se expresa en el «fuera de la Iglesia no hay salvación», en la Inquisición y en las  excomuniones. La religión no sólo no tolera al heterodoxo, sino que lo expulsa de sus filas impidiéndole discutir con los suyos sus puntos de vista. No es la religión, entonces, la que se vuelve rígida, sino más bien la Iglesia y sus doctores, únicos intérpretes y jueces de la doctrina, que dictaminan sobre la forma de entenderla y practicarla.

Una moral laica —que no «laicista»— no caerá nunca en el fundamentalismo. Pero tiene otro peligro que tú también mencionabas. Dado que los términos de la moral laica son inevitablemente abstractos —libertad, justicia social, dignidad, tolerancia—, es lógico que la identifiquemos más con la ética que con una moral particular. Permíteme que insista en algo bien sabido: cuando utilizamos el término «moral», al menos en filosofía, nos estamos refiriendo más bien a una moral concreta —como la católica o la islámica—, mientras que la palabra «ética» la empleamos para referirnos a la reflexión o al discurso sobre la moral. Pues bien, una moral laica oscila continuamente entre la determinación de unas obligaciones concretas y la discusión sobre si, por ejemplo, la dignidad absoluta de la persona debería significar esto o aquello. Hay ética, lo dices muy bien, allí donde hay debate. En cambio, hay moral donde se ha logrado un consenso sobre lo que ya no es objeto de discusión. El derecho a la libertad religiosa, por ejemplo, es un precepto de la moral laica, como lo es el que debemos ser tolerantes y solidarios. Lo que no obsta para que nos preguntemos a menudo qué debe significar, en la práctica, la libertad de religión, cómo deben garantizar tal libertad los Estados laicos, cómo debe traducirse la libertad religiosa en los comportamientos personales. De la misma manera que también nos preguntamos a qué obliga ser solidario o ser tolerante, cuáles son los límites de la tolerancia o cuáles son las mejores muestras de solidaridad. La moral laica, en efecto, es más ética que moral, dado que es más imprecisa y que sólo en ocasiones deviene una moral aceptada mayoritariamente.

El problema de esa ética que no llega a convertirse en moral, como tú misma has observado, es que puede sumirnos en la anomia, en el relativismo o en el escepticismo. Y eso es malo porque se acerca a la proclamación del «todo vale», lo que sería la negación de la ética misma; o porque se traduce en pura indiferencia con respecto a las actitudes morales. Lo siento, Amelia, pero me encuentro aquí de nuevo con la cuestión de la motivación. Por una parte, debemos insistir en recordar que es bueno que la ética se limite a reconocer los grandes derechos y los grandes valores sin llegar a precisar demasiado sobre el contenido de los mismos; por otra, la indeterminación en que nos quedamos hace que esa misma ética sea poco operativa y, a la postre, poco creíble. Se nos llena la boca de grandes palabras, pero a la hora de la verdad ahí siguen la pobreza, las guerras, las discriminaciones, los odios. Todo esto puede conducir al aplauso a los fundamentalismos —aunque no siempre se reconozca que lo son—, pues ellos sí que concretan y dicen claramente qué es lo que se debe o no se debe hacer. Por supuesto que la duda no me lleva a desertar de nuestra moral laica y abstracta, sin fundamentos autoritarios; pero sí a lamentar el desprestigio y la poca credibilidad que merecen las declaraciones de principios que con tanta dificultad, hay que reconocerlo, la filosofía o el pensamiento han ido descubriendo y desarrollando.

Voy acabando, Amelia. Te dejo el comentario y el desarrollo de estos dos temas que he unido no sé si con acierto. Un Estado laico —decía— es el que opta políticamente por la separación con respecto a las Iglesias, pero que permite que éstas florezcan en su seno siempre y cuando no se inmiscuyan en los asuntos que han de ser administrados públicamente. Cuando la actitud laica se vuelve intolerante con las religiones y tiende a eliminarlas sin más, deviene fundamentalista, laicismo puro. Ahora bien, por otra parte y ya en el terreno de la moral, una moral laica se nos presenta siempre como indefinida e imprecisa, poco apta para construir sensibilidades que reaccionen con energía y dureza contra las injusticias. Es como si hubiéramos alcanzado el estadio de madurez moral, que es el de la autonomía para interpretar las normas y aceptarlas por convicción propia y no por la autoridad divina, sin estar suficientemente preparados para ello. De una constatación parecida a la que hago supongo que han salido los distintos movimientos que reclaman la vuelta a las experiencias comunitarias con el fin de conseguir adhesiones más firmes a los valores en los que supuestamente creemos. Como filósofas que somos, estos problemas no son nada del otro mundo. Lo malo es que la misma filosofía se nos queda corta para abordarlos.

En cuanto al fundamentalismo religioso propiamente dicho, no sé si he acertado al proponer la concreción y la casuística de sus prescripciones como las notas que lo definen, así como esa fuerza coactiva de las mismas, debida sobre todo a la identificación grupal de los correligionarios y al carisma de sus dirigentes. No obstante, aunque la tendencia e incluso tentación fundamentalista sea una condición inevitable de casi todas las religiones —con excepción, quizá, del budismo—, no me parece legítimo vincular al hecho religioso con el fanatismo o el fundamentalismo sin más. ¿Qué piensas, Amelia, de todo esto?

Espero tu respuesta, pero más que nada espero que me digas que te encuentras bien, plenamente recuperada.

Mil besos,
Victoria
Noviembre de 2005


Queridísima Victoria:
Estoy bien. Bueno, quizá no tanto, pero sí estoy mejor, bastante mejor. Hoy es día diez de diciembre, aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos y, además, Santa Olaya de Mérida. La Navidad empieza. Y bien. Porque ayer mismo el papa Ratzinger ha aprovechado para denostar el consumismo —disculpa esta aleluya—, y yo, que vivo frente a un centro comercial, veo que el flujo no disminuye: las masas deambulan entre abetos de pega arramblando con todo. Da gusto. En lo que a mí respecta, por el momento las compras son emociones fuertes y temo que tendré que abstenerme del feliz anonadamiento en la sima de la masa «compratoria».

Vamos, encaremos a fondo el asunto de la sociedad y el Estado laicos, porque lo llevamos arrastrando desde nuestra primera carta y creo que ya tenemos base suficiente como para aclararlo lo mejor que se pueda. Occidente —más Europa que América, Australia o Sudáfrica— acompañó su proceso de mundialización con un proceso paralelo de laicización, esto es, «caída de la explicación religiosa del mundo, tanto en el orden natural como en el moral». Este proceso no fue uniforme y tuvo y tiene saltos atrás y recaídas. ¿Hasta aquí de acuerdo?

En paralelo, sobre todo en el siglo ilustrado, dado que por entonces muchos de estos asuntos no pasaban aún del plano inicial y teórico, las Iglesias y congregaciones religiosas siguieron manteniendo un dominio amplio de la situación. Como no eran pacíficas, la idea de tolerancia —en principio y siempre entendida como tolerancia religiosa— vino a exigirles que practicaran sus credos dentro del respeto mutuo y el acatamiento del orden civil. No descubro nada; esto ya está en Hobbes. Los países del norte de Europa, reformados, aceptaron más o menos renuentemente la tolerancia (creo que eso es lo que intenta contar el por ahora anónimo autor de Le Monde que citas); los del sur, católico-romanos, no lo hicieron. Pero la Ilustración también ilustró al clero y no podemos, por pura justicia, olvidar que algún clero ilustrado fue de gran ayuda allí donde la Ilustración era por sí misma débil. Nuestro caso, por ejemplo: tuvimos Contrarreforma e Inquisición, hasta 1835; pero también tuvimos a Feijoo, a Isla, a Sarmiento…, o al propio secretario del Tribunal Inquisidor, Llorente, que pidió en época ilustrada la abolición de tal Tribunal. En lo que respecta a la Iglesia romana, máxime con un Papa que era además monarca de parte de la actual Italia, lo de la tolerancia nunca le gustó. Como bien recuerdas, se veía obligada a pedirla para ella misma donde la catolicidad era minoritaria.

Detengámonos por un instante: hay un periodo largo, de casi un par de siglos, en el que la explicación religiosa del mundo está decayendo y sin embargo las Iglesias conservan por lo general su  poder. ¿Cómo? Cambian, se adaptan, se «espiritualizan». Piensa en el pietismo, en el norte, pongo por caso. Las congregaciones católicas se vuelven caritativas, al menos todas las nuevas, o educadoras. En el sur de Europa se vive todo un siglo de tensiones entre la Iglesia romana y el Estado burgués, que se salda con la independencia de Italia y las desamortizaciones españolas.  Francia —la hija preferida de Roma— es un caso aparte que podemos dejar de momento. ¿Qué tal si refrescamos el Concilio Vaticano I? Una catolicidad levantando murallas contra cuanto el mundo había producido de nuevo en los últimos dos siglos. Si lees sus conclusiones no sabes nunca si aterrarte o echarte a reír. Está claro que allí donde el catolicismo era poderoso, las reformas y la tolerancia le tuvieron que ser impuestas, quizá «desde arriba», como dices.

Pero, por lo común, la religión y el sentimiento religioso se hicieron privados —lo que, como ya maticé, no quiere decir clandestinos, sino privados, cosa de cada quien—. Las Iglesias cristianas renunciaron durante el XIX a explicar el mundo físico, mas no a ordenar el mundo moral. Y desde luego aceptaron, con mayor o menor entusiasmo, la preeminencia normativa del Estado liberal. La Iglesia romana siempre fue algo más lenta, pero, tras el Vaticano II, se colocó en un registro similar al del resto de las confesiones cristianas. De momento, fin de la historia. Sin embargo el cristianismo no es la única religión del planeta, ni siquiera la más extendida; es, simplemente, la nuestra. La sociedad laica existe allí donde no son las confesiones religiosas quienes imponen sus ritmos y su manera de ver el mundo al conjunto de la comunidad sociomoral y política. Pero ¿es, por ejemplo, laica la sociedad hindú, en la que las castas y las formas religiosas son tan inseparables como indiscernibles? ¿Es laica Birmania donde hay tantos monjes como militares? Y el Tibet, en el exilio su monarca, el Dalai, ¿lo es?

Victoria, a veces el peligro es otro. Algunos despotismos políticos nunca dejaron crecer lo bastante a las religiones, naturalmente en beneficio propio. El budismo se extendió fuera de su lugar de origen, que era la India, por territorios con fuertes y despóticas organizaciones, como China, por ejemplo. Allí convivieron los politeísmos normales rurales, el budismo adaptado y el pensamiento oficial de la casta gobernante, el confucianismo, que no es una religión. Y otro tanto vale para Japón, que se deshizo del cristianismo en cuanto el Shogun vio su capacidad de poner en riesgo el poder establecido. No podemos decir que esos países fueran laicos. Ni tampoco laicistas. Simplemente su autoridad no admitía otros focos diferentes. Y así le fue también al islam con el Imperio Turco. El islam se hizo independiente como religión cuando sus formas políticas despóticas se fragilizaron. Pero su clero está tan contento que todavía no lo ha asimilado y pretende sustituirlas. Vaya esto por las religiones que tenemos presentes en la actualidad, porque la historia de las religiones extintas también podría enseñarnos algunas cosas de relieve. Pero no hay tiempo para todo.

Lo anterior es un trazo que intenta dibujar lo laico, no agotarlo, pero la conclusión me parece clara y firme: donde la sociedad y el Estado son laicos, las religiones son espirituales y privadas. Y esto es distinto, insisto, de la secularización, pero para ello me remito a lo dicho en nuestras primeras cartas.

¿Cómo anda de laico el mundo? Hablas del laicismo militante, Victoria, y dices que es una peste moral y política. De acuerdo, pero ¿dónde lo hay? Hubo ateísmo militante en la extinta Unión Soviética y ahora la gente vuelve a las iglesias con fervor. Sabemos poco de lo que ocurre en China, donde a veces hay persecuciones y otras el gobierno ampara Iglesias «oficiales». En todo el mundo la gente acude a sus templos y en muy pocos lugares la autoridad pública les impide la entrada. Normalmente no se encarcela al clero, y, si eso sucede, organizaciones laicas, como Amnistía Internacional o las de derechos humanos, organizamos una buena tremolina.

Sin embargo, ¿han aprendido las religiones a tolerarse entre sí? ¿Qué opinas a la luz de lo que ocurrió en Yugoslavia? ¿O en la India? ¿O Arabia? Si la religión está organizando al grupo, tendrá fricciones con otras que estén haciendo lo mismo, sobre todo si sus territorios coinciden. ¿Sería deseable, te preguntas, que las religiones desapareciesen? Eso no va a ocurrir. Pero sería muy bueno que todas, absolutamente todas, se volvieran privadas y espirituales. (Cosa que no consigo adivinar si tampoco va a ocurrir). Apunto, además, que deben resistir en tanto que formas étnico culturales, lo que normalmente sí hacen y bien. ¿A quién no le gusta ver un templo Shinto, sus danzas o sus procesiones? Las religiones, sus festivales, dan color al mundo. Y lo van a seguir haciendo. Lo que no tienen por qué darle es eso que insistes en llamar «éticas de máximos» y que yo prefiero calificar de maximalismos religiosos, que, Victoria, de nuevo siempre son grupales. Algunas religiones, cuando se desenvuelven en ese nivel, con tal de obtener la seguridad y la conformidad son capaces de llegar a ser muy, pero que muy detallistas en sus mandatos.

Te tomo la frase: las normas religiosas suelen ser concretas. Dices que no tienes suficiente conocimiento del Corán como para poner ejemplos. Dado que tú misma lo propones, busquemos uno: «Los camellos deben formar parte de la ofrenda que dedicáis al Señor. Los beneficios que os proporcionan son múltiples. Invocad el nombre del Señor sobre los que inmoléis. Que en el momento del sacrificio estén sostenidos por tres patas y sujetos por la pata izquierda delantera…». En el Antiguo Testamento (Levítico, Éxodo, Deuteronomio o Números), abundan otras normas igual de precisas que voy a ahorrar…, de momento. Pero algunas se las traen. Hace meses corrió por la red una carta que las colectaba a fin de sacar esta conclusión: cuando se nos dice que nos guiemos por la palabra divina, ¿debemos hacer estas cosas? De nuevo no sabías si palidecer de miedo o morirte de risa.

Muchos de los preceptos religiosos grupales no resisten la prueba del universalismo, está claro, pero tampoco la del sentido común, que es algo que hemos ido construyendo. No me resisto a transmitirte una de las preguntas que se hacía el autor de la carta:

Tengo un vecino que insiste en trabajar en sábado. Éxodo 33, 2 claramente establece que ha de recibir la pena de muerte. ¿Estoy moralmente obligado a matarlo yo mismo?… Mi tío tiene una granja. Incumple lo que se dice en Levítico 19, 19, ya que planta dos cultivos distintos en el mismo campo y también lo incumple su mujer, ya que lleva prendas hechas de dos tipos de tejidos diferentes (algodón y poliéster). Él, además, se pasa el día maldiciendo y blasfemando. ¿Es realmente necesario llevar a cabo el engorroso procedimiento de reunir a todos los habitantes del pueblo para lapidarlos (Levítico 24, 10-16)? ¿No podríamos sencillamente quemarlos vivos en una reunión familiar privada, como se hace con la gente que duerme con sus parientes políticos (Levítico 20, 14)?

Mira, Victoria, ya sabemos que el problema está en la interpretación literal. Pero es que todos los fundamentalismos hacen interpretaciones literales. Es más, creo que el literalismo es buena parte de su esencia (esto lo digo por mentar la esencia, que es cosa sumamente filosófica). Ves a dónde quiero llegar, ¿verdad?

Lo mejor contra el fundamentalismo es el humor. Aquí, mal que bien, lo podemos utilizar. Pero donde no hay libertades públicas porque son las autoridades religiosas quienes gobiernan, o porque quien gobierna las teme lo bastante como para no acatarlas, el humor es lo único que queda y es privado, secreto y pecado.

Luego te admito, aunque sólo en parte, el asunto de la motivación , pero con la cautela que le hacemos: en bastantes momentos las religiones motivan en la dirección equivocada. ¿Son por naturaleza, te preguntas, un fenómeno peligroso? Lo que son, creo yo, es un fenómeno de tal envergadura dentro del proceso de hominización y formación de las memorias y normas colectivas en que las culturas consisten que las hace difíciles. Desde luego, en momentos h istóricos concretos (casi todos) han sido y son una fuente de desastres políticos. Y por eso son peligrosas. Todas, hasta las más bonancibles, lo han sido y lo pueden volver a ser. Creo que fue Berlioz, el compositor, quien afirmó algo como esto: «Yo, que he tenido la suerte de nacer dentro de la religión cristiana, la más suave, blanda y dulce de las confesiones, sobre todo desde que no queman a la gente…». Empero, acepto tu reprimenda: no debemos tomar la parte por el todo, y aquí me pliego.

Supongo que eso quiere decir que no debemos juzgar los fenómenos religiosos por sus fases fundamentalistas. Bien está. Entonces tracemos unos cuantos rasgos para ilustrar cómo son y en qué consisten esas «fases» fundamentalistas, a veces tan extensas. Dices que «al volverse fundamentalista la religión se hace más coactiva»; pero concluyes: «No es la religión, entonces, la que se vuelve rígida, sino más bien la Iglesia». ¿Y cómo las separamos, Victoria? Si tú misma, al final de tu carta, resumes que las notas del fundamentalismo son la concreción y la casuística de sus prescripciones así como la fuerza coactiva de las mismas, ¿no estás incluyendo a las congregaciones? Dejo apuntado que religiones sin clero son muy raras, aunque alguna ha habido. Pero de nuevo acuerdo.

Vamos pues a concretar, si somos capaces de ello, los rasgos del fundamentalismo —en esta carta he apuntado otro, el literalismo, válido para formas religiosas que tengan textos sacros  establecidos y cuerpos de interpretadores— y a ordenarlos. Primer rasgo: defiende que la religión es el más excelente de los vehículos normativos y que sus textos se interpretan literalmente; segundo: defiende también la pretensión de verdad absoluta de las normas grupales frente a cualesquiera otras, así como que su interpretación resida en las manos de un cuerpo clerical experto; tercero: añade la pretensión de que la vida pública y política deben regirse por ellas, como sucedió por ejemplo en la Ginebra de Calvino o en los países islámicos que aplican la sharia; cuarto (y veamos si último): como consecuencia de lo anterior, los clérigos se atribuyen un papel carismático y superior dentro del orden político.

Pues bien, si se admite que éstos son rasgos definitorios del fundamentalismo, no sólo es que no haya fundamentalismo laicista —que es el argumento empírico que antes te di—, es que no lo puede haber. Esa bonita expresión puede servir para la propaganda, pero es una memez en toda regla. (Sí, ya sé que tú no la has usado, pero es que ya se la he oído decir alguna que otra vez a  algunos inefables curas o imanes, que de todo escucho). Por lo mismo que tampoco las religiones pueden pedir tolerancia, que es una virtud moderna, para sus prácticas o creencias premodernas; esto es cosa que hacen algunos avispados, pero debe decírseles que resulta ser un anacronismo. Por ejemplo, ni tú, ni yo, ni él o ella tenemos que «tolerar» que se explique como verdadera la creación en seis días, porque, así dicho y creído, tal cosa no resiste el menor análisis. Pero podemos perfectamente admitir que el pasaje bíblico se lea, cite y glose como lo que es: un venerable relato del que cabe hermenéutica histórica; un tesoro cultural, en ese caso, al que podemos seguir dando cuantas vueltas se nos ocurran. Porque la geología, la biología y la teoría de la evolución no están ahí por nada ni para nada. Parejo caso es el de si deberíamos «tolerar» que una mujer no pueda ser atendida por un médico si éste es varón. Por no hablar de lo que caiga bajo penas aflictivas como lapidaciones, latigazos, golpes, mutilaciones… Tolerar, se tienen que tolerar las religiones entre sí, y lo que un Estado laico ha de hacer es protegerlas a todas siempre que no interfieran poniendo en peligro la paz pública, ¡que eso está ya puesto por letra en la Holanda del siglo XVII, caramba! Pero es un abuso utilizar el término «tolerar» para forzarnos a admitir creencias imposibles o prácticas penales o morales malvadas. No creo que esto convierta a nadie en laicista, porque no hay laicistas: hay gente y gente religiosa, y ambos grupos deben cuidar de  mantenerse dentro de lo comúnmente aceptado, de los marcos morales universales y comunes que con tanto trabajo se han ido construyendo. Han de hacerlo especialmente quienes tienen tendencia a sobrepasarlo, que suelen ser los exaltados, una especie que, cuando la religión se convierte en bando, abunda.

Y ahora quisiera hacer un aparte donde tú lo has hecho. Dices, y en eso también estamos de acuerdo, que la tendencia fundamentalista es una condición inevitable de casi todas las religiones, pero haces del budismo una excepción, lo que creo que merece cierto examen, porque yo no estoy tan segura. El hinduismo, que mira tú que perpetúa el sistema social más duro que se conoce, anda por el mundo pasando por tolerante gracias a Gandhi, y sospecho que otro tanto le ocurre al budismo. ¿Te recuerda algo la expresión «quemarse a lo bonzo»? ¿Y crees que grandes agrupaciones de varones solos, que recitan sin cesar tablillas mientras tocan címbalos y tamborcillos son normales? Ojo, que yo no digo que los que tocan órganos polifónicos lo sean. Hay cierto tufillo… El budismo ha vivido dentro de sociedades políticas muy autoritarias, y, bien, puede que se haya constituido en un remanso de paz dentro de ellas, pero algo me sigue disonando. Eso de quemarse, por ejemplo.

De manera que volvamos a la buena senda: como antes te decía, lo mejor contra tales exaltaciones es el humor. No es una idea mía, es de Shaftesbury, quien en 1708 escribía: «En suma, señor mío, la manera triste de tratar las cosas de la religión es lo que, en mi opinión, la pone tan trágica, y es ocasión de que produzca efectivamente en el mundo tragedias tan funestas… Si nos proponemos tratar la religión de modo sensato, nunca nos excederemos utilizando el buen humor» (este delicioso texto, la Carta sobre el entusiasmo, pertenece a una colección dirigida por ti, te haces cargo). Si creemos a este ilustrado, lo mejor que se ha escrito por ejemplo contra el fundamentalismo iraní son los dibujos e historietas de Marjane Satrapí. Puede que no sea tan desatinado pensarlo, pues por lo que venimos comprobando, los fundamentalistas no se amilanan ante la razón. Le dan un uso torcido hacia dentro y se cierran grupalmente hacia el exterior. Hacen el círculo  y ni ven ni oyen: hablan sólo para los que están en el corro.

A estas alturas, sin embargo, ni las explicaciones religiosas del mundo son lo normal, ni sus normativas tampoco lo son; son peculiaridades poco exportables, aunque algunas resulten muy interesantes. Tenemos ahora al papa Ratzinger (me vas a decir que no se me cae de los dedos, pero es que lo sigo mucho) muy enfadado con los franciscanos, porque en un alarde de ecumenismo realizaron un festival multirreligioso en el que no sólo se invocó a todos los dioses únicos —que de eso ya sabes lo que pienso—, sino que también se bailaron las danzas de la lluvia y se hizo vudú con gallinas muertas y desangradas (y todo ello dentro de la iglesia en que oía misa Clara de Asís). Por una vez, yo le comprendo. Eso estaría bien para un seminario sobre formas religiosas, incluidos los animismos si se quiere. Pero el tal festival ¿qué tiene de ecuménico? Las formas religiosas son muy variadas, tanto como la humanidad, de la cual son según Herder «las memorias más antiguas», como alguna otra vez te he citado.

Ahora en la parte cristiana del mundo se celebra el solsticio de invierno con gran aparato: árboles, belenes, luces, adornos, comidas y cenas sin tregua, canciones, músicas, regalos, películas… en fin, el espíritu de la Navidad. Hay quien en estas fechas se pone enfermo, y el índice de depresiones e incluso suicidios sube. No, no voy a soltar la tonta broma de que es porque no hay quien las resista. Son las grandes fiestas solsticiales que el cristianismo adaptó tras comprobar que en una romanidad casi ya cristiana, la gente seguía celebrando las Saturnalia. Y estuvo bien. El cristianismo, que era una religión muy filosófica, se entroncó así con las viejas formas religiosas de los ciclos agrícolas, resignificando no sólo este tracto, sino todos y cada uno de los lugares y tiempos sagrados y festivos del mundo antiguo. Las formas religiosas, las religiones, son un palimpsesto asombroso, y en mi opinión todos deberíamos tener algunas nociones de ellas. Por eso me parece mal que se enseñe en las aulas y fideístamente una religión concreta, porque eso debe hacerse en la iglesia, la mezquita, la sinagoga o el templo correspondiente; pero en cambio sí defiendo que la instrucción sobre las religiones debe realizarse como parte de la cultura elemental corriente. Nos ayuda a entendernos como sociedad, a entender el mundo en que vivimos y también los mundos que conviven con el nuestro; eso por no mentar el pasado, que es evidente.

Demos una nota más al fundamentalismo, para concluir: ¿celebra la Navidad gente que no tiene fe? Dalo por hecho. Probablemente la mayoría, porque en una fiesta la fe es la fiesta, no aquello a lo que parezca aludir. Y esto vale para el ramadán, la hanukkah, el mohar ram et sic de coeteribus. Pero el fundamentalismo no gusta de las fiestas, ni siquiera de las suyas propias. Recuerdo todavía las desatadas prédicas contra el árbol de Navidad por «foráneo e impío», así como sermones inflamados a propósito de las cenas familiares en las que la gente se alegraba más por el vinillo y el verse que por el nacimiento de Nuestro Señor. En fin, que tiene razón Shaftesbury: el fundamentalismo es triste. Dejo pendiente la cuestión de cómo usamos en la vida corriente los ritos religiosos, algo demasiado interesante como para tratarlo simplemente de pasada. Cómo marcan los ritos de paso. Cómo administran y nos administran la esperanza, la tristeza y el perdón. Y te propongo que lo hagamos a la vez que el tema nodal de cómo organizan las religiones a las sociedades y, dentro de ellas, especialmente a las mujeres. ¿Estás de acuerdo?

Querida Victoria, he dejado esto para el final: a la vista de todo lo que venimos poniendo en la mesa, ¿cómo me puedes refutar la sentencia de Demócrito de que son las leyes las que nos hacen buenos? Dices que las leyes las hacemos las gentes. Es verdad. Y que difícilmente haremos algo mejor que lo que seamos. Pareces Hegel. ¿Así que no crees en el Entendimiento Agente?  Perfeccionamos las leyes y ellas nos perfeccionan. Cuando llegamos a un consenso y ello se convierte en ley —una de esas que incluyen principios, no las derivadas—, se convierte en un nudo admitido de la moral laica compartida. Bien dices que se nos llena la boca de declaraciones y que es de sentir que luego se traduzcan poco. Pero algo se va haciendo, Victoria, yo lo creo así. Tú, como Mill, que era sobradamente grande, no sabes si se llegará a realizar nunca el reino moral; yo tampoco. Sin embargo, las buenas leyes (que, lo admito, necesitan la educación de voluntades buenas) son escalones necesarios. Si vivo en un lugar que admite la tortura, las mutilaciones, las delaciones; que me veda caminar libremente, me impone creencias poco demostrables, me vigila, ¿cómo voy a poder ser moral por buena índole que yo posea? Es el viejo asunto de si hay justos en una ciudad injusta.

Sí, es cierto, hay declaraciones que se cumplen poco y mal. Pero las hay, y eso es importante, porque se van encarnando en consensos morales, principios constitucionales y leyes positivas. Y además son laicas. Seguiré confirmándote que tengo aprecio por Rorty: como él mantiene, esas declaraciones, que no hay tantas, son elementos de innovación tanto o más importantes que la masa de innovaciones técnicas que nos rodean. Nuestro mundo está ahora urdido y también urgido por ellas. Son las buenas losas con las que vamos empedrando el camino de decencia humana. Y lo seguirían siendo aunque el mundo que habitamos fuera a terminarse mañana, que en esto, como ves, soy kantiana estricta.

Cuánto te estimo, Victoria. Deseo que ambas pasemos ahora unas buenas y tranquilas fiestas. Pero que eso no nos retrase, porque pocas cosas me contentan tanto como esta correspondencia.

Mi mejor abrazo,

Amelia
Diciembre de 2005

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