Hace aproximadamente un año, las autoras de este libro decidimos iniciar un diálogo epistolar sobre la situación de la religión en el giro del nuevo siglo. ¿Motivos? Muchos y ninguno en particular. Ambas compartimos una serie de circunstancias que han hecho que la religión se convierta para nosotras en algo cercano y extraño al mismo tiempo. Por razones estrictamente generacionales, la educación que tuvimos fue rigurosa e intencionadamente católica. España lo era oficialmente cuando vinimos al mundo, por lo que nuestra inmersión en él tuvo una impronta de carácter religioso difícil de borrar. Es cierto que hemos sido testigos de más de una revolución. En el terreno intelectual —y, en nuestro caso, también profesional—, hemos pasado por la influencia del marxismo, del existencialismo y de la filosofía analítica, mayor la de esta última en el ámbito puramente académico. Una terapia, en conjunto, suficiente para socavar un buen número de creencias y también de prácticas y costumbres poco fundadas o, sencillamente, equivocadas. Las dos éramos jóvenes en los años que desembocaron en el mayo del 68. Y ambas somos feministas y hemos contribuido activamente, cada una a su manera, a extender y propagar el discurso de la emancipación de la mujer.
En el terreno estrictamente religioso, el Concilio Vaticano II permitió respirar con alivio y pensar que otro catolicismo era posible, si bien la esperanza duró muy poco. Luego vino el posmodernismo, con el relativismo y la descreencia como señas de identidad que ponían en apuros todos los ideales ilustrados. Nuestro país vivió una transición política sin precedentes y la religión católica, por fin, empezó a privatizarse. En definitiva y como resultado de todo ese proceso, hoy contemplamos el fenómeno religioso desde la distancia y la duda. Para nosotras, la religión es más un objeto de estudio, de interés y de curiosidad que algo que nos defina y nos constituya. Lo cual no obsta para que esa suerte de amamantamiento religioso que nos nutrió de niñas y de jóvenes siga notándose en la forma de tratar el tema religioso. Nuestro enfoque no es, creemos, el de quien busca un ajuste de cuentas con el pasado o habla movido por un cierto resentimiento. Si bien hemos visto cómo se debilitaban en nosotras algunas creencias que en tiempos fueron sólidas, pensamos, sin embargo, que sin creencias no se puede vivir. De todas ellas, la fe religiosa sigue teniendo un peso sustancial en la existencia de muchos individuos y de sociedades enteras, un dato que merece ser tenido en cuenta.
Ambas hemos dedicado una parte importante de nuestras vidas a esa extraña tarea que es la de pensar o filosofar. En la aproximación a la religión que se hace en las páginas que siguen seguramente se deje ver la impronta de la filosofía. Dicho de otra forma, no hemos querido hablar de teología ni tampoco hacerla, porque no somos teólogas. Sólo nos ha movido el deseo de reflexionar sobre el hecho religioso en el mundo de hoy, utilizando para ello el bagaje de ideas y argumentos que la filosofía occidental nos proporciona. Pero el género elegido es el epistolar, no la reflexión sistemática propia de un tratado riguroso y serio. Por otra parte, el plan que trazamos al empezar nuestra correspondencia ha ido variando a medida que o bien el propio diálogo hacía surgir temas nuevos o bien éstos venían propiciados por las circunstancias. Hemos dedicado, por ejemplo, un capítulo entero a las ofensas a la divinidad, algo que no hubiéramos hecho de no haber tenido lugar, en ese momento, la polémica sobre unas viñetas dedicadas a Mahoma.
El tema que hemos querido abordar es el de la religión, o las religiones, en nuestro mundo. Si nos referimos sobre todo a la religión católica es porque es la religión propia, la que conocemos por haberla vivido. Pero somos conscientes de que una de las preocupaciones actuales es, precisamente, el conflicto entre religiones o entre culturas, teniendo en cuenta que la religión ha sido y, en muchos casos, sigue siendo una de las dimensiones de lo cultural más significativa y sobresaliente. Así pues, el poder de los monoteísmos y la tendencia de los mismos a desviarse hacia posiciones fundamentalistas es una de las cuestiones directamente tratadas. Como lo es también la realidad de una secularización que se viene anunciando desde hace tiempo y que en Occidente incluso se da por supuesta y realizada. Nos preguntamos si es cierto que estamos secularizados y procuramos añadir en qué se nota que no lo estamos del todo. Y también nos preguntamos si las proclamaciones de laicidad que se hacen día sí y día no tienen sustancia suficiente.
Otro aspecto que nos une es el hecho de que sea la ética la disciplina que una y otra hemos cultivado de forma más específica dentro de la filosofía. Que todas las religiones tienen una doctrina moral es innegable. Más aún, esa doctrina es precisamente la que ha alimentado sobremanera la identidad de la religión católica. Éste es el motivo de que las relaciones entre moral y religión y el sentido y valor de una moral irreligiosa nos hayan proporcionado materia para llenar un buen número de páginas. ¿Una moral sin religión es una moral desprovista de fundamento? ¿Es posible pretender una moral universal que pueda ser compartida por creyentes y no creyentes? Preguntas como éstas son las que hemos intentado contestar, echando mano cada una de nuestras obsesiones particulares.
Y a propósito de las obsesiones, hay una que recorre el conjunto de cartas y que, de algún modo, responde al título del primer y último capítulo de este libro: dada la situación en que se encuentra la religión cristiana —una situación de privatización no del todo realizada—, ¿qué cabe esperar de ella, para bien y para mal? ¿Satisfacen las creencias religiosas alguna necesidad que no puede ser satisfecha de otra forma? ¿Podemos esperar de las religiones —de todas— un proceso de ilustración que haga menos incompatibles las posiciones del creyente y del increyente que no tienen más remedio que convivir y consensuar leyes y políticas comunes? El desarrollo científico y técnico pone constantemente ante nuestros ojos una serie de problemas que de forma irremediable enfrentan a los que profesan alguna religión y a los que están fuera de todas ellas. La paradoja de los monoteísmos es que no pueden renunciar a su verdad, mientras que la paradoja de las democracias laicas es que renuncian a toda verdad que no sea la contingentemente sustentada por las mayorías. Ninguna de ambas posiciones puede dejarnos satisfechas.
En nuestro cruce de cartas no nos ha movido tanto el ánimo de polemizar como el de pensar en voz alta sobre una cuestión que no suele ser objeto del discurrir más habitual. Quizá porque tuvimos una época católica hasta la raíz y también hasta lo siniestro, una época que no quisiéramos olvidar para no repetirla, nos falta la agilidad necesaria para hablar con distancia de algo que, nos guste o no, es una parte bastante determinante de nuestro ser. Sería bueno recuperar el debate filosófico, político y social sobre la religión. Sería bueno y conveniente para no entretenernos con anécdotas tangenciales que sólo contribuyen a impedir el mutuo entendimiento. Cuando Jonathan Swift satirizó: «Tenemos la religión suficiente para odiarnos, pero nunca la suficiente para amarnos los unos a los otros», estaba resumiendo maravillosamente bien ese rasgo que de forma inexorable y fatídica ha acompañado a las religiones. A explicarnos por qué esto es así deberían ir dirigidos la reflexión y el debate sobre la religión. Ojalá hayamos conseguido alentar dicho debate. Sea como sea, la causerie a la que nos hemos entregado durante unos meses ha resultado estimulante, una diversión intelectual y un pretexto para dedicarnos a un ejercicio nada despreciable: el cultivo de la amistad.
Sant Cugat del Vallès y Oviedo, septiembre de 2006
I. EL LUGAR DE LA RELIGIÓN EN EL SIGLO XXI
Querida Amelia:
A través de estas cartas que vamos a cruzarnos, nos hemos emplazado a hablar de religión: de la relig ión aquí y ahora. Por eso, y también para situarnos, se me ocurre comenzar por una primera aproximación que nos diga dónde nos encontramos y que, al mismo tiempo, apunte ya una serie de cuestiones que trataremos más adelante. Para empezar, pues, ¿dónde estamos con respecto a la religión? Creo que la idea que nos llevó a emprender esta aventura de un libro conjunto no es otra que la de reflexionar sobre algo que está adquiriendo unos relieves distintos de los que dábamos por supuestos. Tanto tú como yo tuvimos una educación muy marcada por la religión. Mamamos la religión católica en el colegio y en el ambiente nacionalcatólico en que nos tocó crecer. Pero poco a poco, y por razones que supongo que irán emergiendo a lo largo de estas líneas, fuimos relativizando las creencias que se nos inculcaron. Sin duda la inmersión en la filosofía y en el pensamiento racional tuvo algo que ver en todo ello. No sé cómo quieres definirte tú exactamente, pero yo me considero agnóstica, un atributo que —estoy convencida— identifica a muchas personas de mi generación. Como filósofa, la religión siempre me interesó, tú lo sabes. Cuando buscaba un tema para mi tesis doctoral, me atraían, sobre todo, los problemas del lenguaje religioso planteados por la filosofía analítica y, en especial, por mi filósofo preferido, Ludwig Wittgenstein. Mi primer libro, lo recordarás, llevaba el título de Los teólogos de la muerte de Dios.
Aparentemente la filosofía del siglo XX se ha desentendido de la religión, ha pretendido barrerla y eliminarla de su discurso. Empezó Nietzsche proclamando la muerte de Dios y le siguieron todos los demás: Marx, Freud, Sartre, Heidegger. Hubo algunas excepciones —Marcel, Maritain, Mounier, Ricoeur—, pero no marcaban el camino. La filosofía del siglo XX, pues, prescindió de la religión, al considerar que ésta no le hacía ninguna falta. Ni siquiera le ha interesado traerla a colación aunque fuera para relacionarla con otros temas, como la presencia cada vez mayor de la ética y la política en el discurso filosófico. Se ha dado por supuesto algo que, quizá, no sea tan obvio: que la sociedad occidental se ha secularizado, que es laica, y que la trascendencia, sobre todo si se la escribe con mayúscula, no es una hipótesis ni interesante ni necesaria para el pensamiento.
Hablaremos en otras cartas de todo ello, del proceso de secularización, del laicismo, de la difícil relación entre religión y moral o ética. Pero dejémoslo para más adelante. Lo que ahora me interesa poner de relieve, para entrar ya en el tema de esta carta, es que tengo la impresión de que una serie de hechos recientes nos fuerzan a repensar el tema religioso, o por lo menos a preguntarnos si estamos en la perspectiva correcta al mantenernos en la línea de los filósofos que acabo de citar. Uno de los fenómenos a los que quiero referirme tiene que ver con la religión católica, con la nuestra, y es el espectáculo de masas que ha rodeado el reciente fallecimiento de Juan Pablo II. El otro, ante el que nos hallamos más ignorantes y desconcertados pero que de ningún modo podemos eludir, es la presencia creciente de la religión islámica en el mundo occidental. Ambos son dos hechos muy diferentes, pero uno y otro muestran de forma más que suficiente que la religión no ha desaparecido en absoluto de nuestro mundo. Las religiones continúan ahí y siguen moviendo a las personas para bien y para mal —aunque eso me temo que siempre fue así—. Empiezo por el primero de los fenómenos mencionados, la muerte del último Papa. Confieso que me sorprendió la respuesta, digamos, general. Ciertamente los medios de comunicación contribuyeron a hacer del hecho un gran espectáculo de masas. Ésa es su obligación y además Juan Pablo II había hecho méritos sobrados para provocarlo. No obstante, y no sé si me equivoco, tiendo a valorar a la gente más de lo que el término «masa» da a entender. Creo que no es tan fácil atraer a las multitudes, que tiene que haber algo verdaderamente mag nético para que la gente responda como lo hizo. Porque no fueron sólo los católicos los que acudieron a Roma, sino representantes de todas las Iglesias, cristianas y no cristianas: algo bastante insólito. Podríamos extendernos ahora en la singularidad de ese Papa. Una singularidad, sin embargo, que, a mi modo de ver, es muy «religiosa». Es decir, tuvo, en varias ocasiones, una capacidad de convocatoria o, si quieres, de evangelización, sorprendente. Y la obtuvo, además, diciendo y predicando cosas a contracorriente: sobre la sexualidad —maldito tema—, sobre el aborto, sobre los homosexuales. Diciendo lo que nadie, salvo los ortodoxos de siempre, tenía especial interés en oír y, sobre todo, en poner en práctica. ¿Hay algo interesante detrás de este fenómeno? ¿Es algo más que un fenómeno televisivo? ¿Nos dice algo sobre lo que la gente hoy —y es complicado siempre hablar de la gente en general— es- pera o rechaza de la religión?
La pregunta concreta que quiero hacerme y hacerte es la siguiente: en las sociedades avanzadas del siglo XXI, sociedades donde se educa a las personas para el consumo y el ocio, sociedades muy individualistas y hedonistas y en las que la presencia de la religión —salvo en los Estados Unidos— es más bien conflictiva y discutida, sociedades por último que se autoproclaman, con orgullo, laicas, ¿qué papel desempeña la religión, si es que representa alguno? Y si tiene un atractivo especial, ¿en qué consiste? ¿Se espera de ella que llene algún vacío? ¿Se espera que dé respuestas que otras instancias no dan? ¿Vivimos en un mundo que anhela poder tener creencias?
Me quedo con esta última pregunta, la más solemne, lo reconozco: ¿Vivimos en un mundo necesitado de creencias? Vinculo el concepto de creencia al de religión, porque, antes de nada, conviene que delimitemos, en la medida de lo posible, qué vamos a entender por «religión». No se trata de definir el concepto, pero sí de eliminar de su contenido cosas como, por ejemplo, los nuevos nacionalismos o los happenings culturales. Me inclino porque entendamos la religión como la creencia en algún tipo de trascendencia, es decir, en la existencia de algo que está más allá de este mundo y que no es verificable más que de forma muy indirecta y discutible. Que esa trascendencia se escriba con mayúscula o con minúscula es algo que, puesto que no hablamos como teólogas de ninguna fe específica, quizá ahora no deba preocuparnos. Tampoco quiero entrar, en este momento, en las implicaciones prácticas o morales que la fe en la trascendencia pueda tener, sino analizar la creencia en sí misma y en las circunstancias actuales.
Vivimos en una época que ha sido denominada por los filósofos «posmoderna». La posmodernidad, como muy bien sabes, se caracteriza por la falta de fe en una serie de valores que resultaban obvios en la Modernidad, dos de ellos de gran calado: la fe en la razón o en la capacidad humana de encontrarle fundamento racional a todo, y la fe en el progreso de la humanidad. Tales hipótesis o premisas de la Modernidad no han podido ser verificadas. Al contrario, la historia se ha encargado de desmentirlas con creces. Así, nos encontramos en unos tiempos que se caracterizan por poner en duda todo lo que antes fueron certezas. Nuestra época es la era del vacío, del crepúsculo de las ideologías; se acabaron los llamados «grandes relatos», las utopías y los proyectos políticos y sociales sólidos. Un sector del pensamiento cristiano —protestante, sobre todo— pareció darse cuenta de tal fracaso e intentó un proceso de desmitificación y arreligiosidad al que yo me acerqué modestamente en el libro que citaba más arriba. Un proceso que pretendía librar al cristianismo de una teología meramente especulativa y sin vinculación con los grandes problemas y conflictos de los cristianos concretos. La teología de la liberación, otro de los relatos que han ido languideciendo hasta extinguirse, fue una consecuencia de esa crítica.
A todo esto muere un Papa y, al menos durante unos días, hasta que se elige a quien va a sucederle, no se habla de otra cosa. TVE canceló la programación de todo un día para dar sólo noticias pontificias. ¡En el siglo XXI y cuando estábamos casi convencidos de vivir en un Estado aconfesional! Hemos comentado más de una vez, a propósito de otros temas, que las leyes cambian con una cierta facilidad, mientras que las costumbres se mantienen incólumes y retrógradas sin que ni siquiera percibamos que es así. Tiene que ocurrir algo extraordinario para que nos demos cuenta de que no estamos donde pensábamos estar. La muerte de Juan Pablo II ha puesto de manifiesto que mucha gente acude a la religión, aunque sea esporádicamente, y que espera algo de ella. Por algo lo hace. ¿Por qué?
El catolicismo en el que nos educaron se nos ofrecía como un consuelo para los infortunios y las miserias de esta vida, y como el fundamento de una norma moral de vida. Dejo el aspecto normativo para cuando hablemos de ética y me detengo ahora en la consolación que la religión ofrece. Los grandes males de la existencia humana y, en especial, la finitud y la muerte como culminación de todos ellos no tienen respuesta ni compensación en nada que no sea la creencia en otra vida: la creencia en la inmortalidad del alma o, para decirlo en términos teológicos, en la resurrección de los muertos. Sólo una Trascendencia (ahora sí, con mayúsculas) omnipotente para impedir que muramos de verdad redime al mundo de todas sus miserias: las guerras, los terrorismos, los holocaustos, el sufrimiento. Todo puede quedar bien resuelto en un más allá salvador. Esta reducción de la religión a la fe en otra vida fue criticada por el teólogo protestante Die- trich Bonhoeffer, que la llamó fe en un Dios «tapa-agujeros», es decir, un Dios que sirve para resolver lo que, desde las capacidades humanas, es irresoluble. No obstante esa crítica, tiene razón nuestro común amigo Manuel Fraijó, cuando efiende en su último y excelente libro Dios, el mal y otros ensayos que la esencia del cristianismo radica finalmente en la esperanza escatológica, en un mundo «radicalmente otro» (para decirlo con la conocida expresión de Horkheimer).
Posiblemente, por encima de cualquier otra cosa los creyentes de hoy piensan en ese horizonte de vida que perdura y no acaba. Es una suerte, dicho sea entre nosotras, poder aferrarse a esa creencia que, sin duda, ayuda en los trances más penosos de esta vida. Al reconocerlo así, estoy entrando en un terreno que no es otro que el de la diferencia entre el creyente y el ateo, un debate que fuerza, en ambos casos, a encontrar razones a favor o en contra de esa creencia fundamental. Creo que es inobjetable que el creyente de hoy sigue confiando en las ventajas que la religión dispensa frente al dolor y la muerte. Pero seguramente hay algo más que concede a la religión un atractivo especial en estos tiempos, por otra parte, tan descreídos. Creer en la inmortalidad del alma es algo, en definitiva, bastante concreto. Sin embargo, tengo la impresión de que lo que hoy se pretende con la religión es llenar un vacío que no queda colmado sólo por la respuesta escatológica. Pienso que se busca «la experiencia religiosa», y no se me ocurre otro término más exacto ni más original. «Experiencia» en el sentido de experimentar emociones y sensaciones distintas de las que se ofrecen a diario. La religión es lo escatológico no sólo porque alimenta la fe en otra vida, sino porque proporciona incentivos que escapan a la dinámica material de la producción y el consumo, que es nuestra circunstancia.
Me doy cuenta, otra vez, de que no es legítimo hablar de la experiencia religiosa como si fuera algo homogéneo. Sin duda hay de todo entre los creyentes de nuestro tiempo, desde aquellos que nunca han dudado de su fe a los aficionados a cualquier espectáculo sea del signo que sea. Hoy más que nunca, las religiones se caracterizan también por la pluralidad interna. Pero quisiera que hiciéramos el esfuerzo de pensar qué sentido puede tener ser religioso hoy y de hacerlo en abstracto, que a fin de cuentas es lo nuestro como filósofas. Más allá de la respuesta escatológica y su racionalización, ¿qué puede aportar hoy la religión que sea singular y específico del mundo en que vivimos?, ¿qué vacío contribuye a llenar en una sociedad laica?, ¿qué significado adopta en medio de la globalización? Marx definió la religión como «el opio del pueblo». Pero el opio que necesitaba el pueblo del siglo no XIX es el que necesitan las sociedades avanzadas del siglo XXI . En las sociedades que tienen unos derechos reconocidos, que gozan de unos índices de bienestar bastante satisfactorios y que tienen mecanismos para reivindicar las necesidades más básicas, ¿qué falta hace la religión?
Schleiermacher se refiere a la religión como un doble sentimiento: un sentimiento de «dependencia absoluta» y de «gusto del infinito». Creo que son dos buenas maneras de caracterizar el sentimiento religioso, y que resultan útiles para concretar algo más las preg untas que acabo de hacerme: ¿por qué existe esa necesidad de dependencia absoluta o de gusto por lo infinito?
Me parece bastante fácil contestar la primera de estas cuestiones. Aunque no estoy plenamente de acuerdo con la tesis de Ulrich Beck de que vivimos en «la sociedad del riesgo» (no creo que la nuestra tenga mayores riesgos que otras sociedades ya pasadas), seguramente sí es cierto que tenemos más conciencia de él y, sobre todo, que lo toleramos peor: queremos sentirnos seguros y a salvo. Esa seguridad la proporcionan, sin duda, la fe en Dios y la dependencia absoluta de él. Desde esta perspectiva, cualquier cosa que ocurra, por inexplicable o injusta que parezca, tendrá alguna razón de ser, por mucho que a nosotros se nos escape. O será compensada en el más allá. La dependencia absoluta, pues, es el reverso de la moneda de esa fe en otra vida de la que te hablaba hace un momento.
¿Y el gusto por lo infinito? Creo que aquí se encuentra el verdadero meollo de la cuestión. O, por lo menos, de la cuestión en la que me gustaría detenerme en tanto que es menos obvia. Me refiero a algo así como el encuentro con la dimensión espiritual de la existencia. Lo siento, Amelia, pero no encuentro otra forma de decirlo. El espíritu, el alma, la vida espiritual no caben ni encajan en nuestro mundo. El mismo concepto de lo espiritual se ha perdido, y dudo que nuestros hijos o hijas —que ya no han oído hablar del alma— sepan identificarlo con algo o explicar en qué consiste. Sin embargo, denota una realidad que requiere ser expresada. Y me temo que la religión consigue darle formas de expresión. Algunos preferirán hablar de la dimensión mística. Quizá sea más claro. O más atractivo.
Me dirás que también la filosofía es expresión del espíritu, y, si me apuras, la literatura, la pintura, la música o la cultura en general. Es cierto. Pero no lo son de un modo, digamos, popular, accesible a todos. En un debate entre Habermas y Ratzinger que publicó recientemente La Vanguardia, el Papa actual se refiere a «una situación europea marcada por la fatiga del racionalismo» (es —añade— la Europa de Carl Schmitt, Martin Heidegger y Leo Strauss). Efectivamente, la racionalidad occidental tiene sus límites, los cuales, además de hacer difícil o imposible el diálogo con otras culturas, dejan un vacío que algunas personas no quieren o no pueden aceptar. No es sólo el vacío de cómo dar respuesta al sufrimiento y a la muerte, aunque también eso cuenta —ya lo he dicho—; sino el de cómo dar salida y expresión a una especie de alienación con respecto a la materia de este mundo. El dinero, la oferta de entretenimiento, el consumo en general, el éxito cuando se alcanza, incluso la buena suerte, no bastan para llenar todas las aspiraciones humanas. Se siente una especie de orfandad que un dios o la religión vienen a remediar. Aunque también la cultura podría llenar ese vacío, insisto en que ni está tan al alcance de todos ni, además, es exactamente lo mismo. En ambos casos, sin embargo, se manifiesta eso que, no sé si acertadamente, llamo el espíritu.
Ahora bien, se me ocurre otro interrogante: ese anhelo por lo espiritual, por la trascendencia, por llenar un cierto vacío, ¿no será, al mismo tiempo, un anhelo de doctrina? Me temo que sí y que ello tiene que ver con ese sentimiento de dependencia absoluta y de búsqueda de seguridad a que antes me refería. La secularización, la separación de la religión y el Estado —de ello hablaremos en otra carta— han traído consigo el relativismo y la indeterminación, sobre todo respecto a la moral. Una incertidumbre que a muchos les incomoda y les resulta intolerable (no sólo por lo que hace a su propia conducta, sino, sobre todo, por lo que hace a la de los demás: basta aludir al tema de los homosexuales). La seguridad que proporciona la religión —al menos cualquier religión monoteísta— es una seguridad moral que dice claramente hasta dónde está permitido llegar. Y ese confort religioso proporciona un paraguas bajo el que se vive muy a gusto.
Con todo esto que vengo afirmando, seguramente soy injusta con aquellos creyentes que intentan encontrar en la religión algo más que la esperanza escatológica y la expansión individual o comunitaria del espíritu. El cristianismo, en concreto, trajo un mensaje revolucionario de amor e igualdad, y ha conocido muchas versiones radicalmente progresistas que han intentado hacer
de él un mensaje de justicia social. La teología de la liberación, sin ir más lejos, representó uno de los últimos inten tos en este sentido. Muchos movimientos sociales de nuestro tiempo siguen en esa línea, renunciando a la opulencia y a las comodidades de la sociedad de consumo para dedicarse a las causas más perdidas. La religión ha aportado su granito de arena en la resistencia a algunos de los aspectos más temibles de la globalización. Reconozcamos, sin embargo, que estas voces son hoy las que menos se oyen en medio de fenómenos de masas como el de la muerte de Juan Pablo II. No sé si porque son minoritarias o porque —es lo que tiendo a pensar— los programas de justicia —tan imprescindibles, por otro lado— no requieren, a fin de cuentas, el soporte de la religión. Pero aplazo también este tema para cuando hablemos de moral.
Voy acabando. Me definía al principio como agnóstica y añadía que el apelativo es muy propio de estos tiempos. A diferencia del ateo, que niega la existencia de Dios y la bondad o utilidad de la religión, el agnóstico ni afirma ni niega. De algún modo, pertenece a lo que José Gómez Caffarena ha llamado «creyentes problematizados», es decir, ex creyentes que no carecen de sensibilidad religiosa. No sé si estás de acuerdo en incluirte también entre ellos. Yo, por mi parte, no lo dudo. Por las razones que sean, la religión me interesa y me atrae, aunque ya dejé de creer en sus verdades y me irritan muchas de las formas en que se expresa y se manifiesta. Lo que sí me parece obvio es que hemos superado la desazón que le produjo a Nietzsche la muerte de Dios. Para decirlo con unas palabras de nuestro amigo Antonio Santesmases, la disyuntiva hoy está entre «el horizonte de la vida perdurable», que es el de los creyentes, «y el pacto conformista con la oscuridad», que es la situación del agnóstico. Una oscuridad, sin embargo, que no nos impide asomarnos con una cierta curiosidad al exterior a ver qué pasa.
Espero ansiosa tus primeros comentarios. Victoria
Agosto de 2005
Querida Victoria:
Mientras leo tu carta, todo el verano verdegueante de Llanes me entra por la ventana; está amaneciendo y las gaviotas vuelan en rasante. Sólo sus graznidos se mezclan con el rumor lejano del mar. La luz del sol comienza a picar las puntas de los árboles. Es hermoso muchas veces el espectáculo del mundo. «El gran libro en que se lee la gloria de Dios», creo que lo llamó un filósofo medieval, quizá Anselmo. Porque al dios de los monoteísmos hay que leerlo en sus obras ya que a Él mismo «nadie lo ha visto», como se escribe en una de las epístolas paulinas.
Tu primera carta hace una gran entrada en muchos temas pertinentes y algunos de ellos, debo añadir, bastante escabrosos. Antes de enumerarlos y decir en qué estoy de acuerdo con tu visión y dónde sin embargo disiento, comienzo por reconocer un gran fondo común entre ambas. Las dos tenemos, por educación y tipo de actividad, gran interés por los temas religiosos, y no sólo esto, sino que también tenemos sobre el articular un volumen considerable de conocimientos y saberes. De manera que pongamos lo que es común al descubierto.
Como tú, yo también recibí una educación religiosa —en mi caso rozaba el fundamentalismo—. Durante la dictadura, simplemente no había ninguna voz competidora de la Iglesia, ni autorizada ni en la sombra. Lo que ésta quisiera decir era verdad sin más, como ahora gusta de hacer el estrenado clero islámico. Demás que, como tú y yo somos mujeres, la religión se nos daba en grandes raciones, ya veremos más tarde para qué, que no es ahora momento. Antes de abandonar la infancia sospecho, pues, que ambas habíamos oído y estudiado casi más prédicas y dogmas que cualquier otra materia conocida; o al menos ése fue mi caso. Admito que eran circunstancias extrañas, pero no tanto que no haya habido épocas muy parecidas. Hace tiempo solía decir que la única ventaja de haber nacido en la España de Franco era haber conocido la Edad Media por experiencia propia, sin necesidad de mayor verstehen (vale decir esa capacidad y entendimiento especialísimo del pasado que hay que tener y poner en práctica para comprenderlo, según ciertos sabios alemanes). Nosotras hemos conocido el pasado casi en directo. Nos hicieron vivir en él. Y, mira, para algo ha de servir tal experiencia; a mí, en particular, me es útil para entender algunos aspectos del fundamentalismo.
Retomo el hilo para que las circunstancias de mi biografía no me apuren y me desvíen. Como al comienzo te decía, es bello a veces el espectáculo del mundo, aunque habremos de admitir que en él hay una larga serie de cosas que, si bien se compadecen con la idea de un único dios creador y mantenedor, no lo hacen con que esa divinidad sea buena. El dios único era lo que estaba tras el telón que es el mundo. Pero no de todo ese espectáculo, claro. Porque el mundo a veces se las trae. Está el problema del mal, que tú citas y que habrá que abordar de forma individual y profunda. Reservemos también por ahora ese nuevo asunto. Pero no olvidemos señalar que el mal representa un problema únicamente para los monoteísmos.
Ambas hemos nacido y nos movemos dentro de los márgenes marcados por el monoteísmo. Dentro, pues, de una de las tres grandes formas religiosas que Lessing llamó «Religiones del Libro» y que son bastante recientes, si lo vemos en términos evolutivos. Judaísmo, cristianismo e islam abarcan dos milenios y pico, mientras que, según parece, la especie tiene más de un millón largo de años. Produce vértigo. En fin, en ese par largo de milenios se ha desarrollado la novedosa idea de que el mundo tiene un único creador que coincide con el Supremo Dador de la Ley. Sabemos bastante de cómo y por qué caminos ha na- cido y se ha desarrollado el monoteísmo. Apunto única-mente aquí que su origen tiene bastante que ver con el proceso de desarrollo del racionalismo. El dios único o, en realidad, los dioses únicos han ido sustituyendo al poli- teísmo previo donde y cuando han podido —que no ha sido en todas partes, incluso dentro de las propias sociedades monoteístas—.
Ambas somos, lo quisiéramos o no, cristianas por tradición cultural. El cristianismo es nuestro medio sociomoral, nuestra memoria colectiva y puede que muchas cosas más. Tú afirmas en tu carta que de los tres monoteísmos es el más secularizado. Y en este punto pienso que es útil hacer una precisión que nos facilite proseguir el diálogo, pues, desde mi punto de vista, una cosa es el proceso de laicización y otra el de secularización. Te resumo mis opiniones con intención de buscar el punto de entendimiento.
La sociedad europea es bastante laica, como lo muestra el debate habido sobre si en su Constitución convenía citar el cristianismo o no; pero creo que esto es distinto de que esté secularizada. Conviene distinguir las dos cosas porque hacerlo así tiene que ver con otro tema que apuntas: el de la posmodernidad y sus implícitos. En el proceso por el que la sociedad europea se hizo más y más laica, la filosofía tuvo mucho que ver. Llamamos laica a una sociedad que, tolerante con las religiones, no las usa como explicación ni fundamento de la convivencia. Y, por lo común, tampoco les concede un gran papel en la explicación del mundo físico. Una sociedad laica ni prohíbe ni persigue las diversas confesiones religiosas, sino que las coloca en su propia esfera, la de las creencias privadas. Sabemos bien que el camino del laicismo no fue nada fácil, pues las religiones ni eran tolerantes ni deseaban en absoluto restringirse a la esfera privada. En general tampoco les hizo gracia la ciencia moderna, dado que ésta restaba capacidad explicativa a sus propios relatos. Así pues, el que Europa sea hoy relativamente laica ha sido fruto de un largo y difícil proceso, iniciado tras las terribles guerras de religión que casi acaban con nosotros como civilización. La Modernidad ha requerido una larga y accidentada marcha hacia la tolerancia y las libertades públicas.
La secularización es otra cosa y tiene que ver precisamente con nuestra herencia cristiana. Lo que colegas como Riedel o Vattimo llaman secularización es más bien el molde, todavía cristiano, de muchas de nuestras grandes ideas modernas; en particular de las que, a juicio de aquéllos, la posmodernidad ha abrogado. El progreso, la confianza en el triunfo final de la justicia, las utopías sociales y otras más son, en su opinión, herencias del pensamiento religioso que dejaron su molde en el pensamiento laico produciendo desencajes diversos. De manera que se puede afirmar que nuestra sociedad es bastante laica, pero no que esté secularizada, pues porta o arrastra, según lo queramos mirar, un enorme legado del paradigma religioso en que se formó.
Así pues, si estás de acuerdo, convengamos en que nuestra sociedad europea es bastante laica y no prejuzguemos cuán a fondo lo sea. Casi seguro es una de las más laicas, pero culturalmente es cristiana; o, mejor aún, ha llegado a ser laica partiendo de un severo monoteísmo previo, no lo olvidemos nunca. A menudo las sociedades religiosas que nos contemplan desde fuera creen que somos así desde siempre y por naturaleza. Pero no es el caso. La laicidad no forma parte del programa de serie de ninguna de las sociedades humanas conocida. Somos una especie religiosa.
Estarás pensando que acabo de dar un salto de cuidado, y es cierto, de modo que te adelantaré a dónde pretendo llegar con él. Para mí, la religión, más que el sentimiento religioso, está en la base misma del proceso de hominización. Nosotros creamos a nuestros dioses para que ellos nos crearan a nosotros como seres humanos. Creo que esto es bastante más profundo y verdadero que la apelación a un vago sentimiento de infinito, por lo demás típicamente romántico. Pero es cierto que, según enseñó Montesquieu, una cosa es cómo y por qué nace algo y otra muy distinta por qué se mantiene. En esto coincido contigo: en que al día de hoy las religiones se mantienen con vigor, no hace falta ser muy aguda para darse cuenta. Y opino que lo seguirán haciendo mientras ocupemos la piel de esta tierra. No puedo probarlo, claro está. Sin embargo, el sentimiento de dependencia —que citas de Schleiermacher— nos acompaña, aunque mejor diría de limitación
y de estar en algún punto al arbitrio de lo imprevisible. Observarás que ese sentimiento se parece bastante al miedo. Y no al buen tuntún escribió Lucrecio que el miedo creó a los dioses. Pero de nuevo, en cualquier caso, una cosa es lo que hace que pervivan las religiones y otra, a veces muy otra, lo que mantiene funcionando a las Iglesias.
Comienza en nuestro calendario cristiano, ahora casi planetario, el siglo XXI. El islam está organizando en una versión violenta y radical a cientos de millones de personas. En América Latina, por su parte, el cristianismo fundamentalista se extiende sin cesar. Y la muerte del último Papa convoca a todos los poderes de la tierra con un despliegue mediático que casi lo convierte en un tsunami informativo. Te parecen síntomas sobrados de que algo que la filosofía del XX no calculó está sucediendo. Y yo estoy de acuerdo contigo. En efecto, el funeral por el papa Wojtyla tuvo las suficientes cosas notables como para dar que pensar. Al menos en un par de aspectos. El primero, la manifiesta fuerza que los medios de comunicación han conseguido, mayor incluso de la que pensadores tan avanzados como McLuhan les concedieron en los años setenta. El segundo, la orquestación de apoyo mutuo entre los cleros, travestida de algo que no sé si llamar ¿«multirreligiosismo»?
Veamos el primero. Desde que comenzó la agonía del Papa e incluso la semana anterior, todo el proceso de su muerte se convirtió en público. Vivimos en una sociedad que esconde la muerte —lo estudió magistralmente Ariès—, pero a la que le gusta poner alguna en el candelero. Yo creo que el papa Wojtyla lo sabía y lo quiso así. Supongo que lo estimaba como un servicio a la Iglesia de Roma. De manera que hasta finalizar con el cónclave, cada una de las ceremonias de las exequias parecía un transcurso pensado para ocupar permanentemente los medios durante casi un mes. No es que no hubiera más noticias: es que lo que pasaba en Roma se convertía en la noticia. Y, sin embargo, todos conocíamos tanto lo que pasaba como lo que iba a pasar: que el Papa moriría, que las gentes rezarían y llorarían en la Plaza de San Pedro, que el cónclave se reuniría y que un nuevo Pontífice sería elegido. En esta ocasión, incluso, parecía bastante claro por dónde podría discurrir la inspiración del Espíritu. Pero el espectáculo, los medios y la gente decidieron que, de todos modos, el proceso continuaba siendo interesante. De manera que cada secuencia, cada ceremonia fueron programadas, pensadas, organizadas, espacializadas y concebidas para retransmitirse. Y así se hizo. Pero dado que al fin y al cabo no pasaba nada o nada que no fuera estrictamente previsible, el exceso informativo fue tanto y tan continuado que de verdad puede llamarse «tsunami papal». No en vano Huntington —que no es ningún lerdo— afirma que la Iglesia de Roma es el cuarto poder planetario. Y a la vista de su capacidad mediática es cosa de ir tomando en serio tal afirmación.
Quizá aún no hayamos reflexionado suficientemente sobre cómo funciona un mundo informado, tan visible. Puede que sepamos menos de ello de lo que pensamos.Nuestra calidad de homo videns cambia nuestro universo relacional, mental y, posiblemente, también el moral. Y si alguien todavía tenía dudas de la fuerza de los medios, ese mes informativo debería despejárselas. Sin embargo, de nuevo, otra cosa es sobre qué informaban los medios. Y puesto que tiempo y espacio son poder, creo que lo hicieron sobre la vigencia del poder que se traspasaba.
Esto me lleva a la segunda de esas cuestiones que la muerte del anterior Papa me suscitó (sin que ello impida retomar la que acabamos de tratar cuando convenga): lo que he llamado «multirreligiosismo», o la orquestación de apoyo mutuo que se escenificó en la Plaza de San Pedro. Al funeral asistieron representantes de cuantos credos con suficientes credenciales se asientan en la varia humanidad. Allí estaban todos los monoteísmos conocidos en sus ramas compatibles e incompatibles. Formaban por cierto fila frente a los «poderes terrenales», representados por varones más conocidos y menos vistosamente engalanados, a cuyas esposas se les había pedido que se cubrieran la cabeza con un velo negro de modestia. Muchos clérigos, todos varones, de muchas religiones, todos juntos, todos orando por uno de ellos, todos saliendo en las noticias prime time . O apoyo mutuo o quizá el mundo camina hacia el deísmo.
Más o menos por los aledaños ilustrados comenzó la crítica filosófica abierta a la religión, que consistió en asimilarla a la superstición pura y simple —aunque la religiosa fuera una superstición de mayor nivel y mejor organizada—. No obstante, en parte para salvar la piel y en parte por finura de otro tipo, los filósofos ilustrados centraron su crítica en lo que llamaron «religión positiva» Con ello, su intención era salvar una especie de núcleo religioso más puro que todas las religiones compartirían y que convirtieron en deísmo. Es decir, cada religión positiva había construido un conjunto de mitos y ritos más o menos fantasiosos o incluso absurdos para dar forma y color a ciertas verdades como la de la existencia de un dios único, bueno, creador y providente. Esto, sin adherencias ni disfraces, era lo que una persona ilustrada debía seguir creyendo. Las religiones positivas eran todas supersticiosas, útiles para el pueblo desinformado, pero indignas de las personas con buenas luces y moral desarrollada. Al clero cristiano e ilustrado de entonces, que lo había y lo sigue habiendo, no le pareció mal el diagnóstico. Intentaron así frenar las manifestaciones más supersticiosas de la religión cristiana, los milagreríos, las procesiones étnicas, con diablos, ángeles, disciplinantes, cirios y hasta espíritus arbóreos; y también atemperar la religión de las reliquias y las sanaciones…, en fin, que casi acaban con la tradición folclórica de Europa entera.
Pero volvamos al asunto que nos ocupa: el deísmo duró lo que duró. El Gran Arquitecto no te quita la fiebre ni te consuela cuando padeces, aunque, eso sí, te pone en paz con los otros que también quieran limitar sus propios folclores. (Momentáneamente, debo añadir; porque tras desatar hartas guerras por motivos religiosos, ahora lo hacemos igual de bien sin tener que invocarlos). El caso es que o todo aquel clero presente en San Pedro era deísta y cada uno practicaba su positividad por motivos patrióticos y altruistas —lo que les permitía rezar juntos a un mismo dios sin atributos, como en efecto hicieron—, o cada uno en particular y todos en conjunto estaban allí por alguna otra cosa, rezando cada uno a sus propios dioses, únicos o no, y no sabemos bien, ni sabremos nunca, en qué términos. La verdad es que no me siento capaz de decidirlo.
Tú aventuras esta hipótesis: «¿Vivimos en un mundo necesitado de creencias?». Pues tampoco puedo resolverla, pero algo sí sé. Las religiones no han sido simplemente conjuntos de creencias, sino fortísimos conjuntos prácticos que te explicaban el mundo y te ordenaban lo que tenías que evitar y lo que debías hacer. Según creo, Victoria, el mundo comenzó ese imparable proceso de no necesitar explicación religiosa hace un par de siglos, a principios del XIX, cuando aparecieron otras explicaciones compitientes, veraces y plausibles. Al principio, las religiones se opusieron a ellas, y sólo después, cuando vieron su lucha perdida, se contentaron con convertirse en sentimiento religioso. En bastantes Estados de la Unión los fundamentalistas impiden que se explique la teoría de la evolución y se obstinan en que es una «mera hipótesis»; va de suyo que tampoco es muy apreciada en las escuelas coránicas. Si nuestro mundo siguiera necesitando creencias, que es tu pregunta, éstas serían distintas de las explicaciones de las que la religión, sin embargo, nos surtió durante mucho tiempo.
¿Qué explica ahora la religión? Me refiero, claro es, a una que no sea inmovilista, que no quiera devolvernos al pasado. No explica. Es ese vago sentimiento de lo sagrado sobre el que no podemos apresurarnos y que tú llamas «gusto por el infinito». Habrá que matizarlo, porque es denso y oscuro. Sin embargo, lo que tenemos más cerca, los distintos cleros, eso es otro cantar. A algunas personas ese mismo vago sentimiento, que envuelven con las llamadas «grandes cuestiones perennes», las lleva a la filosofía. Y, cuánta razón tienes, se llevan una tremenda decepción. Porque desde que Nietzsche escribió lo de «Dios ha muerto» la filosofía ha hecho como que era verdad y se ha desinteresado completamente del asunto. Cuando esas personas que trasladan sus preguntas a la filosofía se topan con la del siglo XX sienten un vértigo parecido al que tendría quien sólo conociera de la pintura Las Meninas y fuera llevado directamente del Prado a un body art . Quizá hemos zanjado la cuestión religiosa demasiado rápido y ha quedado abierta. Por lo demás, que la filosofía se haya desinteresado de la religión es algo muy grave para la propia filosofía, pues corre el peligro de marcharse con ella.
En otros términos, aunque la filosofía contribuyó lo suyo a la Modernidad y al fin de la explicación religiosa del mundo, en gran parte siguió siendo interesante porque la religión le dio aliento, aunque fuera secularizado o polémico. Pero las actuales formas religiosas ni pueden ni quieren comprometerse con la explicación del mundo. Saben que tienen poco que contar y se limitan a administrar nuestros ritos, nuestros miedos, nuestras etnicidades posilustradas. Y eso las religiones desarrolladas, porque las que no lo están lo que hacen es seguir oponiéndose con resistencia a la Modernidad y a todos sus supuestos. (Bien se ve que no creo que la tal Modernidad haya acabado; pero es que algo tan importante como clausurar todo un periodo histórico no ocurre porque lo decidan dos revistas). Las religiones ya no explican, ni quieren hacerlo; pero sí administran.
Te preguntas al final de tu carta, como ha hecho mucha otra gente reflexiva, por la pertinencia actual de una cuestión de esas perennes: ¿Por qué estamos aquí? Yo comenzaré un poco más atrás, por la pregunta de ¿Qué es «aquí»? Cuando mi hija era muy pequeña —rozaba los tres años— construía tanto preguntas como explicaciones. Se preguntaba, por ejemplo, quién hizo el mar y quién los árboles, y se inventó un par de creadores. Te digo, Victoria, que eso me preocupó, pues parecía responder a una indudable y arraigada tendencia humana que se manifestara con independencia del ambiente. Piaget trata de ello y afirma el existir de una tendencia a antropomorfizar, a construir y dar explicaciones de los fenómenos naturales en términos humanos, como productos de una acción. Para Piaget ésas son las primeras explicaciones y se presentan muy pronto en el desarrollo de niñas y niños.
Pero volviendo a lo que nos ocupa: aquí está el mundo y nosotros en él. Por alguna razón no nos ha gustado sentirnos parte de él, sino en él; colocados en él, como nos ponen los textos del Génesis, que son bastante antiguos. Buena parte del fondo y fundamento más sólido de la religión tiene que ver, pienso, con ese sentimiento de extrañeza respecto del mundo. Y creo que tal extrañeza, aunque necesite más tiempo, que lo tenemos, para desarrollarla, depende de nuestra capacidad simbólica, de nuestro extrañísimo lenguaje humano. Fíjate que pertenecemos a una religión que afirma que el mundo fue creado por una palabra.
El espíritu es el aire que alienta en el lenguaje. Y en ese lenguaje hemos articulado nuestra limitación. Somos una especie que sabe que muere, por ejemplo. Ése no es un peso leve. La divina fuerza del lenguaje, añadida al saber de la limitación y conjugada con la fragilidad daría ya molde suficiente para todo lo que la humanidad ha colocado en el registro religioso. Estoy segura de que contiene más cosas, pero también de que pocas de ellas tienen que ver con el espectáculo celebrado en la Plaza de San Pedro. En fin, Victoria querida, el atractivo de la religión, su poder, es mucho más oscuro y profundo. Y me alegra poder dialogar de ello contigo, porque, como dijo cierto amigo común, «Me parece que la religión es algo demasiado importante como para dejárselo a los curas».
Que estés bien. Amelia Agosto de 2005
P.D. Sé qué es «aquí», pero ¿a qué te refieres cuando dices «fuera»?