No sé pero, a veces, pienso que algunos obispos ni se enteran ni quieren enterarse. No dudo que deban felicitarse con estas altas cotas de encuentro con la Religión católica en las aulas andaluzas, aún cuando para hacerlo ignoren que el enganche sea cada vez menor en función de la edad de los afiliados y olviden que España es el quinto país de la Unión Europea -y somos veintisiete- que menos interés muestra por lo religioso. Pero, en fin, que se diga por estos obispos que lo han conseguido "pese al ambiente de laicismo y de cierta beligerancia" es una imprudencia, si es que no una provocación.
En España y en Andalucía lo que hay es un Estado aconfesional. Así se establece en la Constitución y en el Estatuto para Andalucía. Y quiero seguir pensando que, como la Constitución es una declaración solemne por la que el pueblo español constituye el Estado y afirma que ninguna confesión religiosa es estatal, estos obispos deberían dejar de inflamar el ambiente con afirmaciones como las que han hecho. Más aún, en un tiempo en el que existen movimientos para dividir a esta sociedad.
No podemos engañarnos. La democracia establece las vías a través de las que se ejercitan los derechos. Los grupos políticos democráticos disponen de los cauces adecuados para que sea la voluntad del pueblo, expresada en las urnas, la que elija a sus gobernantes. El Estado de Derecho cuentan con todos los instrumentos legales para, desde las instituciones y con los recursos en la mano, puedan rectificarse decisiones cuando no resultan ajustadas a la legalidad.
Pues bien, como ésta es la realidad no se entiende demasiado bien que un grupo político, que vive y acepta las reglas de la democracia, promueva a nivel local, autonómico y de Estado actuaciones al margen de estos cauces. Los llamamientos, por parte del PP, a la movilización callejera, como instrumento para desgastar las instituciones y poner en tela más que de juicio actuaciones legales -por muy discutibles o rechazables que puedan ser- constituyen un abandono de los medios democráticos para lograr el poder. La vocación legítima de acceder al poder y al gobierno, que califica y tiene todo grupo político democrático, no puede convertirse en un conflicto político que divida y enfrente a la sociedad.
La opción a favor de la perturbación y el entorpecimiento de la acción gubernamental por estos cauces reflejan a la sociedad que no se quiere ni se confía en las instituciones, ni en sus mecanismos de control y de rectificación. Una situación, ésta que se está generando, para que vuelvan a aparecer mensajes y banderas fascistas, representativas de grupos que nunca han querido ni han aceptado la democracia y buscan su destrucción. Los grupos políticos, en democracia, controlan al gobierno en el Parlamento y la sociedad con su voto decide quién le gobierna.
La movilización a la que se está llegando sólo conduce a la confusión y al enfrentamiento. Un mal ejemplo, al que no son ajenos unos obispos que ponen el grito en el cielo por mantener unos privilegios y que, en cambio, callan ante aptitudes que pueden llevar al enfrentamiento social. Gritos, provocaciones y silencios que califican a algunos dirigentes, sean políticos o sean religiosos, y no van a lograr otra cosa que acentuar sus frustraciones y sus nostalgias.