Feroces islamistas destruyen con saña esculturas asirias de hace casi tres mil años, con la misma furia con que decapitan
Los que no reverenciamos a ningún dios, visible ni invisible, disfrutamos ecuménicamente con las representaciones de lo divino y de lo humano
En el Metropolitan Museum me acuerdo siempre de Baudelaire y de su declaración de amor por las imágenes: “Glorificar el culto de las imágenes (mi grande, mi única, mi primitiva pasión)”. Y me acuerdo también, inevitablemente, estos días de esos vídeos donde feroces islamistas destruyen con saña esculturas asirias de hace casi tres mil años, con la misma furia con que decapitan a seres humanos, con el mismo esfuerzo físico estéril que hizo falta para destruir aquellos Budas gigantes tallados en una montaña de Afganistán. El amor de Baudelaire por las imágenes no es una solitaria elección cultural: es un rasgo innato en nuestra especie, que no ha parado de fabricarlas y de adorarlas desde el origen mismo de aquella revolución cognitiva que hará cuarenta mil años nos hizo lo que todavía somos ahora.
Baudelaire escribió esas palabras en la crónica de su visita al Salón de 1959 en París, en uno de aquellos recorridos visuales que hasta hace muy poco han sido el eje de la experiencia moderna en la contemplación del arte. Sin más armas que su inteligencia y la agudeza de su mirada, esa mirada dolorosamente atenta que se ve en las fotografías de Nadar, Baudelaire recorría las salas de una exposición de pintura y sabía no sólo distinguir lo nuevo y valioso de lo académico y lo trivial, sino sobre todo apreciar la forma de belleza que se correspondía con su propio tiempo y lo expresaba. Y entre los pintores del pasado reconocía a aquellos que estaban en la raíz del arte moderno: por eso le gustaban tanto Rembrandt y Goya. Pero además de las imágenes reverenciadas de la pintura antigua amaba las estampas modernas, los grabados de las revistas ilustradas, los figurines de moda, incluso la fotografía, a pesar de que le despertara tanto recelo. Amaba las imágenes del arte porque alimentaban su pasión por el espectáculo de vida en la ciudad, el mundo nuevo que él vio nacer, los bulevares inundados de tráfico, la velocidad y el ruido y el humo de los trenes, los faroles de gas, los escaparates iluminados en la noche.
Mi grande, mi única, mi primitiva pasión. Nada más entrar en el vestíbulo del Metropolitan uno se encuentra con una escultura gigante en basalto negro del faraón Ramsés II. Y a partir de ahí, en cada sala, en cada piso, al final de escalinatas solemnes o de corredores en los que uno de pronto se encuentra solo, el museo es una enciclopedia de todas o casi todas las imágenes posibles que han inventado los seres humanos: pinturas al óleo, mosaicos bizantinos, santos y monstruos de capiteles románicos, vírgenes góticas, cabezas casi abstractas de las islas Cícladas, relieves funerarios griegos, máscaras de Japón o de Bali o de África, demonios y dioses de la mitología tibetana, campesinos de Brueghel, crueles retratos romanos en bronce, reyes barbados asirios, sacerdotes o escribas mesopotámicos tallados en basalto… Muchas veces voy al Metropolitan sin ningún propósito, sólo dejándome llevar por el culto de las imágenes, o la idolatría, en el sentido literal de la palabra, y nunca disfruto más que cuando me encuentro perdido en una sala donde no hay nadie y a donde no llega el rumor de los visitantes, donde me encuentro tan solo, tan estimulado, tan sobrecogido, como en un santuario: el santuario secular de los que no reverenciamos a ningún dios, visible ni invisible, pero disfrutamos ecuménicamente con todas las representaciones de lo divino y de lo humano, y de lo animal y lo fantástico, igual que disfrutamos con todas las historias y con la parte rara y poética que hay en todas las mitologías.
Todo lo bien hecho nos subyuga. Y además tenemos la ventaja de algo que le oí decir una vez a Antonio López, mientras apreciaba muy de cerca una cabeza egipcia: el artista antiguo no se equivoca nunca. Amar las imágenes es asombrarse de las variaciones infinitas en la expresión de lo humano: pares de ojos igual de penetrantes y de ensimismados nos miran desde las distancias diferentes del tiempo, cada uno con su revelación y con su enigma, reconocibles y a la vez impenetrables. Unas salas más allá de un Cristo románico policromado hay un Buda en meditación con los ojos entornados y un principio de sonrisa en la boca. Un casco etrusco de bronce es igual de terrible que un morrión calado alemán del siglo XVI o que el tocado y la máscara de un samurái de dos siglos más tarde. Segregamos y admiramos imágenes igual que contamos y escuchamos historias. El ejemplo más antiguo de arte figurativo que existe es una espléndida figura humana con cabeza de león, de treinta centímetros de altura, tallada en un colmillo de mamut, que quedó enterrada en una cueva alemana hace unos cuarenta mil años. Puede ser un dios o un chamán con una cabeza de animal o un chamán convirtiéndose en león. “La imaginación es la reina de lo verdadero y lo posible es una de las provincias de lo verdadero”, dice también Baudelaire.
La saña contra las imágenes es una negación de lo quimérico y de lo posible, de la pluralidad en las búsquedas de lo verdadero. Una vez establecida la verdad única y sagrada, como recordó aquí hace unos días Santos Juliá, hay que proceder cuanto antes al exterminio del infiel o el hereje y a la destrucción de todo lo que no se sujete a la ortodoxia, de todo rastro de un pasado anterior al advenimiento del nuevo mundo. La pureza exige demolición tan perentoriamente como exige anatema y degüello. Una sola historia verdadera y total vuelve superfluas todas las historias parciales, caprichosas, individuales, paganas, privadas. En el Antiguo Testamento los guerreros hebreos ponen tanto celo en derribar las estatuas de los dioses extranjeros como en eliminar a sus adoradores. Bandas de fanáticos religiosos armados con martillos y sierras, con antorchas, luego con explosivos y latas de gasolina, atraviesan los siglos desde el principio de la historia dejando atrás un rastro de estatuas despedazadas, cuadros y libros quemados, víctimas sin sepultura. Siglos antes de la conquista cristiana, fundamentalistas almohades y almorávides incendiaban las bibliotecas del Al Ándalus omeya, demasiado tibio en su ortodoxia islámica. Los iconoclastas bizantinos pusieron la misma furia en la destrucción de las imágenes que los primeros invasores musulmanes. Destruir estatuas milenarias fue una tarea emprendida en China por los guardias rojos de la Revolución Cultural con el mismo celo entusiasta con que quemaban libros o humillaban a golpes no ya a disidentes políticos, sino a personas que llevaran gafas.
Como ahora todos vivimos con una secreta alarma, yo me pregunto a veces, paseando por el Metropolitan, qué pensará un islamista que visite el museo, qué ofensa imperdonable contra su dios y su profeta verá en toda esta proliferación de imágenes. No sé si le parecerá más grave que la presencia de mujeres solas que van a lo suyo con la cabeza descubierta, o que un gesto de ternura de un hombre hacia otro, o un crucifijo en el cuello de alguien. Quizás uno ama tanto las imágenes por la misma razón por la que esta gente las odia. Y por eso es más urgente que nunca celebrarlas y defenderlas, glorificar su culto con el descaro apasionado de Baudelaire.
Charles Baudelaire. Salones y otros escritos sobre arte. Traducción de Carmen Santos. Antonio Machado Libros. Madrid, 1997. 424 páginas. 15,20 euros / Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos. Traducción de Antonio Martínez Sárrión. Visor. Madrid, 2009. 174 páginas. 9,50 euros.