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Cuando yo era así de chiquitica, el 8 de diciembre o festividad de la Purísima Concepción -que el buen Dios la tenga en su gloria- celebrábamos fervorosamente, en nuestras Españas, el Día de la Madre. Por entonces no existía ni un mal Corte Inglés, y se nos caían por las costuras cardenales, obispos, monjas, curas y sacristanes, que junto con el que iba bajo palio sabían un huevo de sexualidad y querían dejar bien claro que la maternidad y la pureza eran prácticamente inseparables incluso practicando con insistencia opusiana la segunda, y que el producto resultante, la reprimida dama, solía poseer muy mal carácter. Lo cual contribuía grandemente a mantener el país en posición de firmes, sembrando en hijos e hijas un sano temor a los placeres de la carne.

La misma esposa del General Ísimo concibió como quien dice por milagro, y a mi propia progenitora, de misa y confesionario desde que perdimos la guerra, solo se le agujereaban las medias. Que era, precisamente, lo que yo le regalaba -cinco duritos- por el Día de la Purísima Madre. Bien sabe el cielo que, en cuanto crecí un poco, habría preferido regalarle cajas de condones, pero esta es otra historia.

Les cuento todo ello para desengrasar, porque los euroescépticos que han resultado ser los eurócratas del Norte nos están dando un acueducto que tal parece que nos quieran romper los piños, y una se tranquiliza como puede recordando historias siniestras del ayer.

Sin embargo, no hay consuelo. Daba yo vueltas mentales al asunto mientras repasaba la versión digital de este diario cuando me di de fauces con frau Merkel en actitud de sostener un bouquet de flores. Y lo vi clarísimo. Ha vuelto la purísima, gélida y empecinada madre-matrona de los peores tiempos, y ha vuelto para convertir nuestras vidas en un infierno.

Qué miedo me da.

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