Aunque la Humanidad llevaba milenios contemplando el firmamento nocturno, la astronomía tuvo la poca fortuna de alcanzar su edad adulta en una Europa enfrentada por un sinfín de conflictos religiosos. Ni la Iglesia de Roma ni los protestantes de centroeuropa recibieron bien los nuevos hallazgos y teorías de los dos observadores del cielo más revolucionarios del siglo XVII: Galileo y Kepler.
Galileo Galilei, nacido en Pisa en 1564, es el científico que mejor simboliza la ruptura con el mundo medieval y la irrupción del método hipotético-deductivo, es decir, el método de la ciencia moderna por excelencia. La gran ruptura que provocó este sistema de estudio se debe a que no se limitaba a argumentar en abstracto, sino que se apoya en observaciones y experimentos que otros investigadores pueden confirmar por sí mismos y que reafirman o refutan la hipótesis de la que se parte.
Fascinado por las nuevas posibilidades de la óptica, Galileo fabricó su propio telescopio y comenzó a estudiar la Luna entre 1609 y 1610. Ese mismo año se publicaba en Venecia 'Siderius nuncius' (Mensajero sideral), la obra que contiene todas las observaciones de este científico sobre nuestro satélite. Analizando cuidadosamente las variaciones del terminador (la frontera entre la parte iluminada de la Luna y la zona que permanece oscura), descubrió la existencia de valles y montañas lunares. También dedujo que las zonas oscuras (los cráteres) eran las más bajas, por lo que estas deberían corresponderse con los mares, de acuerdo con la visión pitagórica de la Luna como un mundo similar a la Tierra. Galileo, que no era muy amigo de la antigua filosofía griega, no apoyó directamente esta teoría, sino que se limitó a mostrar que, de existir mares, estos deberían ser las manchas más oscuras.
Galileo era católico, pero despreciaba sobre todas las cosas los argumentos basados en el principio de autoridad. Al parecer, este irreducible espíritu crítico lo había heredado de su padre, quien, según sus propias palabras, le había enseñado: "Me parece que aquellos que solo se basan en argumentos de autoridad para mantener sus afirmaciones, sin buscar razones que las apoyen, actúan de forma absurda. Desearía poder cuestionar libremente y responder libremente sin adulaciones. Así se comporta aquel que persigue la verdad". Educado en esta mentalidad, y armado con las sólidas pruebas que le proporcionaba su telescopio, no tuvo ningún reparo en despojarse de la tesis aristotélica de que la Luna era un cuerpo perfecto, muy extendida entonces entre los académicos cristianos.
Por el contrario, Galileo consideraba que haber descubierto la verdadera naturaleza del satélite era una especie de regalo divino. "Doy infinitas gracias a Dios por haber sido tan bondadoso de permitirme solo a mí ser el primer observador de maravillas que se habían mantenido escondidas en la oscuridad durante todos los siglos anteriores", escribió. El jesuita Cristóbal Clavius, uno de los impulsores del calendario gregoriano, no creía que fuese posible que la Luna tuviese irregularidades, pero Galileo logró convencerlo mostrándoselas con un telescopio. Pese a haberse resistido a creer en su existencia, Clavius daría nombre después a un inmenso cráter lunar. La Iglesia no pudo nunca oponerse a los descubrimientos del toscano sobre la Luna por la sencilla razón de que cualquiera podía verlos con sus propios ojos. Los problemas vendrían después.
Animado por sus éxitos, Galileo apuntó su telescopio hacia nuevos planetas. Su aversión por el aristotelismo y el argumento de autoridad abarcaba todos los campos, desde la mecánica hasta la astronomía. Pero en esta última disciplina, además, contaba con el apoyo de una obra monumental publicada medio siglo antes y que Galileo conocía muy bien: 'De Revolutionibus Orbium Coelestium' (Sobre las revoluciones de los orbes celestes), de Nicolás Copérnico.
Este astrónomo polaco había pasado veinticinco años estudiando los movimientos de los astros y había descrito un sistema cosmológico en el que todos los planetas, incluida la Tierra, giraban alrededor del Sol en órbitas circulares, mientras que las estrellas seguían una órbita aún más alejada pero también alrededor del Sol. Teniendo en cuenta las limitaciones de su tiempo, en el que el universo no excedía el sistema solar, el modelo de Copérnico era básicamente correcto. Dos de sus errores, además, se corregirían enseguida: Kepler demostró que las órbitas de los planetas no son circulares, sino elípticas; y Galileo descubrió que la Tierra no es el único planeta sobre el que gira un satélite, ya que Júpiter tenía hasta cuatro lunas a su alrededor. Cada nuevo descubrimiento parecía despojar a nuestro planeta de todas sus peculiaridades para relegarlo a un lugar secundario en la inmensidad del cosmos.
Kepler recibió una copia de El mensajero sideral de Galileo y redactó una nueva obra como respuesta a la misma, llamada Conversación con el mensajero sideral. Allí avalaba los descubrimientos de su colega, tanto sobre la Luna como sobre los cuatro satélites jovianos, de cuya existencia algunos aún dudaban. Kepler, sin embargo, tenía una visión de la Luna algo distinta a la de Galileo, y mucho más fantástica; el alemán pensaba que en ella había océanos, vegetación y vida inteligente, mientras que su colega italiano no prestaba demasiada credibilidad a estas ideas, a las que consideraba una herencia de los pitagóricos. Ambos investigadores se habían conocido unos años atrás cuando Galileo escribió a Kepler para felicitarlo por su exposición de un modelo heliocéntrico en 'Mysterium cosmographicum' (Misterio cosmográfico), obra publicada en 1695. La tesis de que el Sol está en el centro del universo, compartida por ambos desde antes de tener pruebas concluyentes que la demostraran, comenzaba por fin a cobrar sentido gracias al telescopio.
A finales de 1610, Galileo envió a Kepler y otros conocidos un enigmático mensaje en latín: "Haec immatura a me iam frustra leguntur o y" ("Esto ya había sido intentado antes sin éxito por mí"). Kepler estaba ya acostumbrado a recibir anagramas de su colega toscano, así que sabía que se trataba de un nuevo hallazgo en clave cifrada. No pudo aguantar la curiosidad y pidió a Galileo que enviara la solución cuanto antes. La respuesta llegó en enero de 1611. Cambiando el orden de las letras y formando con ellas nuevas palabras, se puede obtener este otro enunciado, también compuesto en clave de enigma, pero de una importancia capital en la historia de la ciencia: "Cynthiae figuras aemulatur mater amorum" ("La madre del amor emula las figuras de Cynthia").
El derrocamiento del sistema geocéntrico
Cynthia era otro de los nombres que recibía la diosa Artemisa, y se refiere, evidentemente, a la Luna. La madre del amor, por tanto, no puede ser otra más que Venus. Y las figuras de Cynthia son las fases lunares. En otras palabras, Galileo había visto con sus propios ojos, a través de su flamante telescopio, que el planeta Venus también cambia ligeramente sus fases. Este descubrimiento, por sí solo, bastaba para derrocar al sistema geocéntrico. Hasta entonces, no había nada que pudiera desbancar definitivamente a la Tierra del centro del universo, pese a que el modelo de Copérnico era más simple, preciso y elegante. Ahora las cosas habían cambiado: no había modo alguno en que la Tierra pudiese ser el centro del universo si Venus cambiaba su rostro como mostraba el telescopio. Galileo y Kepler tuvieron desde entonces la certeza de que la victoria era suya. El descubrimiento se publicó en 1613 y, esta vez, tampoco intervino la Iglesia.
Más bien al contrario, hubo varios religiosos que se sintieron fascinados por la nueva astronomía de Galileo y Kepler y trataron de congeniar sus hallazgos con los postulados tradicionales del catolicismo. Fue el caso del carmelita italiano Paolo Foscarini, que defendió en público a Galileo y redactó una obra en la que trataba de demostrar que el heliocentrismo no estaba reñido con la Biblia. No era el primer libro de estas características escrito por un católico, ya que el agustino Diego de Zúñiga había publicado uno con el mismo fin en 1594.
Las jerarquías católicas no se sintieron nada cómodas con esta situación: una cosa era que los astrónomos hablaran de lo que veían con sus telescopios y otra bien distinta es que sus observaciones ejercieran un poderoso -e incontrolable- influjo en el pensamiento teológico. En 1616, un decreto de la Congregación del Índice prohibió por completo la obra de Foscarini y censuró en buena parte las de Zúñiga y Copérnico. El motivo de que el astrónomo polaco cayera en desgracia junto a los dos teólogos reprobados radica en que Copérnico -canónigo de la catedral de Frombork y sobrino del obispo católico Ukasz Watzenrode- también había tratado de compatibilizar sus teorías con las Sagradas Escrituras. Los pasajes sobre las revoluciones que incurrían en esta práctica fueron eliminados, aunque no así el modelo heliocéntrico que se presentaba en dicha obra. Lo que sí se hizo fue incorporar nuevos pasajes en los que se explicaba que la visión heliocéntrica era tan solo una hipótesis, ahondando en lo que ya había hecho casi un siglo antes, previendo que algo así podía pasar, el editor original de la obra, Andreas Osiander.
En cuanto a Galileo, que se había mantenido alejado de la teología, la Iglesia se limitó a advertirle de que siguiera las nuevas directrices y no se excediera demasiado en su defensa del copernicanismo. Fue un amigo personal suyo, el cardenal jesuita Roberto Belarmino, quien le avisó del nuevo decreto, así como de las denuncias que, sin ningún efecto, se habían presentado en Roma contra él. Galileo aceptó el consejo y continuó manteniendo una buena relación con la Iglesia, pero pronto se extendieron rumores de que había sido obligado a abjurar.
La realidad es que, durante algunos años más, siguió estudiando el universo con su telescopio y publicando sus obras con normalidad (al menos, con toda la normalidad que podía esperarse en aquellos tiempos). Los inquisidores aceptaban que el sistema de Galileo era más elegante que el de Ptolomeo y consentían de buen grado que se usara como método de trabajo, pero aún pensaban que la Biblia, tal y como había sido interpretada por los padres de la Iglesia, reflejaba la realidad científica del cosmos. La situación, en el fondo insostenible, se mantuvo así durante algún tiempo: mientras Galileo moderara su entusiasmo, la Inquisición no se metería en sus asuntos.
Tras leer el libro prohibido de Foscarini, Belarmino escribió una carta al autor en la que queda reflejada, en un lenguaje algo rebuscado, la postura oficial de la Iglesia: "Las palabras 'el Sol se levantó y el Sol descendió, y se apresuró al lugar por el que se había levantado, etc.' fueron pronunciadas por Salomón, quien no solo hablaba por inspiración divina, sino que fue un hombre sabio como ningún otro y más educado en ciencias humanas y en el conocimiento de todas las cosas creadas, y su sabiduría provenía de Dios. Por eso es muy poco probable que afirmara algo contrario a una verdad que ya había sido demostrada o con posibilidades de ser demostrada. Y si me dices que Salomón hablaba solo de acuerdo con las apariencias, y que parece que el Sol da vueltas cuando realmente es la Tierra la que se mueve, igual que a alguien que va en un barco le parece que la playa se está alejando del barco, yo responderé que alguien que se está marchando de la playa, aunque le parezca que la playa se está alejando, sabe que está en un error y lo corrige, viendo claramente que es el barco el que se mueve y no la playa. Pero con respecto al Sol y la Tierra, ningún hombre sabio necesita corregir el error, ya que nota claramente que la Tierra está quieta y que su ojo no está siendo engañado cuando interpreta que la Luna y las estrellas se mueven».
Al Vaticano le preocupaba la ciencia moderna por dos motivos: el primero es que promovía interpretaciones libres de las Sagradas Escrituras, algo a lo que Roma era especialmente sensible desde las escisiones protestantes y que ya había prohibido el Concilio de Trento, clausurado en 1563. El segundo es que la nueva astronomía recuperaba una cosmovisión pagana cuyo origen se remontaba a los pitagóricos, una secta que guardaba demasiadas similitudes con muchas de las herejías que había combatido la Iglesia desde los primeros siglos de nuestra era. No en vano, el decreto contra el copernicanismo de 1616 se refería insistentemente a la supuesta influencia pagana de este sistema.
Al parecer, la Congregación del Índice no consideraba que los defensores del heliocentrismo se basaran en las observaciones telescópicas, sino que creía que trataban de recuperar las antiguas doctrinas de Pitágoras. Esta interpretación estaría avalada por el libro de Foscarini, en el que se denominaba al heliocentrismo 'nuevo sistema pitagórico del mundo'. En realidad, Galileo no mostraba ningún respeto por las teorías de la antigua Grecia, y eso incluía a la secta de matemáticos tanto como a Aristóteles. El apoyo de Foscarini, por tanto, no le hizo ningún bien. Lo más probable es que el científico toscano tuviera escaso -o nulo- interés en las viejas herejías de inspiración pagana y que, empecinado como estaba en combatir a las nuevas élites aristotélicas, no cayera en la cuenta de que estaba despertado a un dragón dormido. Y vaya si lo hizo…
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