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Frente al integrismo, laicismo

Tras el atentado de Nueva York (11/09/2001) el integrismo islámico se ha revelado, finalmente, como el monstruo religioso y criminal que realmente es. Pocas gentes pueden tener dudas sobre el horror cotidiano de la vida de mil millones de personas que padecen la barbarie musulmana en los países islámicos. Ante esa toma de conciencia general por parte de europeos y americanos sobre el riesgo que significa el integrismo –religioso en el caso del Islám-, las fuerzas más conservadoras y más reaccionarias de nuestras sociedades han alzado con descaro su voz para intentar desviar la atención de la opinión pública sobre lo que es un cuestionamiento, no del mundo árabe o musulmán, sino de toda clase de integrismo, especialmente del integrismo religioso.      

Comenzó el Presidente Bush, impetrando el apoyo del dios cristiano para su causa. Siguió Oriana Fallaci, con un célebre artículo sobre el orgullo de ser occidental, en el que confundía todo, salvo la «identidad cristiana» de occidente. Siguieron numerosos «intelectuales  conservadores» e incluso progresistas- que han hablado y escrito el último año sobre la tradición cristiana occidental como principal fundamento explicativo de la libertad y el progreso de nuestras sociedades. ¡Como si el cristianismo tuviese propósitos de llevar al hombre a la libertad, la igualdad y la justicia!, al menos en este mundo. Finalmente el gran jefe espiritual del integrismo cristiano, el Papa de Roma, ha terminado la faena proclamando la trascendentalidad del «cemento cristiano», para galvanizar a las sociedades occidentales y hacerlas libres, prósperas y felices: una gran mentira, de nuevo.

Pero la jugada es hábil y ha funcionado en el pasado: frente a la llama del Islam, la espada del cristianismo. Y funciona bien sobre todo cuando otro integrismo religioso se manifiesta de un modo especialmente violento y criminal, como en el caso de los musulmanes, actualmente. Nadie duda de los peligros que laten en las permanentes invocaciones a la «guerra santa»; o a la «revolución islámica» que lanzan los dirigentes de muchos países musulmanes. Sus reyes feudales, sus costumbres primitivas, su marginación de las mujeres, nos llenan a todos de horror. Horror que alcanza el pánico si nos atrevemos a pensar cómo sería un mundo gobernado por imanes, mulahs y ayatolás.

Izquierda Republicana y la Revista Política no han dudado en criticar y condenar, con total intransigencia, la complacencia de los poderes públicos y de ciertas izquierdas, especialmente Izquierda Unida y los comunistas. Complacencia y comprensión, inaceptables, con los «velos de la vergüenza» que se intenta obligar a vestir a las mujeres musulmanas. No queremos una integración de culturas comprensiva con la tortura y la mutilación de las ablaciones clitorideas, complaciente con la discriminación de la mujer, y tolerante con los intolerantes. La integración cultural será para avanzar en la emancipación del ser humano, no para transigir con la barbarie.

Pero todo eso no debe hacernos perder de vista que ese mismo, idéntico, integrismo religioso que condenamos y combatimos en el islamismo, lo tenemos también disponible en versión local: el integrismo religioso cristiano.

Porque, ¿es que, acaso, tiene un origen cristiano la moderna democracia?

Es necesario denunciar esta falacia, porque el hecho de que el cristianismo esté presente en nuestra civilización y en nuestra cultura desde tiempos tan remotos como la antigüedad romana, no significa que el cristianismo haya sido la fuerza creadora de la libertad, la igualdad y la justicia. Más bien, siendo sensatos, debemos concluir que si la libertad es todavía tan escasa en nuestras «democráticas» sociedades occidentales, si la igualdad se limita en el llamado mundo libre, y si la justicia padece gravísimos embates de continuo en nuestros tan civilizados países se debe, entre otras cosas, al siniestro peso que siguen teniendo las iglesias – cristianas o de cualquier otra clase- en nuestras sociedades.

Las iglesias cristianas son el último resto antropológico de la pasada barbarie de los europeos. El Antiguo Régimen, con su despotismo absoluto, fue el último momento de esplendor de las iglesias cristianas. Aún en tiempos tan recientes como los siglos XVI, XVII y XVIII, la herejía se empleó como excusa para atacar la ciencia, la cultura, la igualdad ciudadana, la libertad de pensamiento. La tenebrosa desaparición del Imperio Romano y la larga noche medieval, también fueron producto del integrismo religioso cristiano. Como también son su fruto, las guerras de religión que asolaron Europa en los albores de la modernidad.

Porque, digámoslo de una vez, si hay algo contrario a esa ideas de libertad e igualdad, ha sido la representación institucional del cristianismo: las iglesias cristianas y, muy especialmente, la Iglesia Católica. Más aún, si el cristianismo tiene algo de importancia en la construcción de las recientes democracias modernas, es por causa de los anticristianos. Si la libertad se ha abierto camino por limitado que éste sea- en Europa y América, ha sido por la acción de los llamados «enemigos de la fe».

Porque la libertad en Europa y América hunde sus cimientos en las tumbas de los hombres y mujeres que combatieron en todo tiempo, lugar y circunstancia el oscurantismo de la religión. Porque las ciencias se han alzado sobre las piras en que las inquisiciones cristianas quemaron vivos a los sabios que contradecían y aniquilaban con sus descubrimientos los presupuestos de la fe. Porque la libertad, la igualdad y la justicia, fueron declaradas por las iglesias cristianas especialmente la católica- como ideas pecaminosas inspiradas por los poderes del infierno.

La persecución ideológica desatada por la Iglesia Católica contra toda clase de herejes, librepensadores, disidentes, científicos, etc…, entre el siglo I y el siglo XX, ha sido quizá el causante de las mayores matanzas que han tenido lugar en la historia humana. El exterminio de los arrianos. La prohibición de las escuelas filosóficas y científicas al final del Imperio Romano (cierre de la Academia y del Liceo de Atenas). Las «cruzadas» papales, dirigidas incluso contra gentes cristianas (la cruzada contra Bizancio o contra los albigenses). Las condenas de Copérnico, Galieo, Tomás Moro, Servet o Bruno, a manos de las diferentes inquisiciones cristianas católica o protestantes, la quema de brujas.

Pero también la persecución contra los racionalistas (Descartes, Spinoza, Kant, y tantos otros), o la proscripción de liberalismo y socialismo como pecados. El alineamiento de la Iglesia Católica con las dictaduras en los países ibéricos (España y Portugal) y en Latinoamérica en los siglos XIX y XX. La complacencia con los fascismos italiano y alemán, entre 1933 y 1945. El soporte y aliento prestado a los secesionismos totalitarios en Irlanda, Bretaña, Cataluña, País Vasco, Flandes, Italia norte, la ex Yugoslavia, etc…
¡Todo un currículum!

Si. Quizás sea posible que la religión cristiana haya sido un elemento decisivo para que nuestras sociedades se orientasen por el camino de la libertad, de la igualdad y de la justicia en la modernidad. Porque el cristianismo ha sido, en nuestra civilización, uno de los grandes horrores que puso alerta a los hombres y mujeres de nuestra cultura, para buscar la libertad. Destruir el poder temporal de los clérigos cristianos y escapar de la oscurantista influencia de las iglesias cristianas, han sido algunas de las poderosas razones que impulsaron a nuestros antepasados para constituir las modernas democracias.

La libertad de pensamiento y conciencia, el desarrollo científico-tecnológico, el gobierno popular y representativo, la división de poderes, la separación de la iglesia y el estado, el desarrollo de las ciencias y los saberes, son el fruto de más de dos mil años de lucha de los mejores hombres y mujeres de la tradición cultural occidental. Una lucha contra la intransigencia del integrismo religioso cristiano. Pero también la lucha por la justicia social ha tenido que hacerse en Europa y América contra la Iglesia Católica, que siempre ha estado al lado de los poderosos. La caridad es el modo de crear un ejército de mendigos y lumpen al servicio del clero, útiles de agitar contra los gobiernos progresistas y contra las reformas emancipatorias. La llamada teología de la liberación es la teoría cristiana para la práctica del más despiadado empobrecimiento general de nuestras sociedades, para llenarlas de pobres y miserables que, en su desesperación, llenen los templos o pidan limosna a sus puertas.

Si cabe alguna clase de satisfacción en el hecho de ser europeo o americano, y si cabe alguna clase de orgullo en el hecho de formar parte de sociedades democráticas, por limitadas que nos puedan parecer, no se debe al cristianismo. Se debe al orgullo y a la satisfacción de ser los herederos y continuadores de los hombres y mujeres que, desde la antigüedad, se enfrentaron con la intolerancia y el integrismo, aún a riesgo de sus vidas. Herederos y continuadores de una tradición de libertad, que ha sido llevada hasta la proclamación del laicismo, de la separación de la iglesia y el estado, como nunca antes habían hecho otras culturas y civilizaciones y, especialmente, como no lo han hecho todavía los musulmanes.

Si hay una lección que europeos y americanos podemos ofrecer a toda la humanidad, no será por los menguados logros de nuestras insuficientes democracias, de nuestra limitada libertad, de nuestra escasa igualdad o de nuestro más que deficiente compromiso con la justicia. Si hay algún hecho digno de admirase por todos los pueblos del planeta en la tradición cultural y civilizatoria de Europa y América, es la lucha permanentemente sostenida, a lo largo de los siglos, contra la intolerancia religiosa.
Perseveremos.

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