Francia no quiere que lo que la hizo grande, su capacidad de acoger y asimilar la diversidad humana en todos sus aspectos, la empequeñezca en estos tiempos en que las diferencias (políticas, de raza, de credo) son tan a menudo blandidas como estacas, lo cual no tiene ninguna razón de ser cuando los diferentes están obligados a convivir en el mismo solar. Ese solar es Francia, y Francia, la nación de las luces, de la revolución que estableció los Derechos Humanos, la ciudadanía y la modernidad, ha realizado ahora el gesto que su responsabilidad histórica demanda: judíos, musulmanes y cristianos, todos juntos, todos con los mismos derechos, pero ninguno exhibiendo en el ágora de la escuela o de la justicia aquellos símbolos que aluden precisamente a lo único que no se puede compartir, las creencias heredadas de la tradición remota. La ley contra los excesos de ostentación simbólica no es una ley contra la religión, sino a favor de los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que componen el nervio, la sangre y el alma de la nación vecina. A nadie prohíbe esa ley llevar su Cristo personal, su estrella de David o su mano de Fátima, sino que establece que unos y otros símbolos no se apabullen en el área diáfana de la convivencia, ni que, por supuesto, apabullen a quienes no profesan veneración a símbolos religiosos ningunos. La religión va por dentro, y la política, que ha de servir a todos, por fuera.
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El lunes una maestra indicó a una adolescente que se lo quitara, cuando se estaba retirando del instituto…