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Francia: el fin de la inocencia forzada

Durante mucho tiempo, Francia se hizo la distraída. Cada aviso era rápidamente sofocado. Ante cada atentado, la letanía impuesta por los perros guardianes de lo que hay que pensar era eficaz, aunque se desgastaba: no podía haber tantos locos aislados, tanta gente con un mismo discurso político-religioso que no representara a nadie.

Ante cada atentado, el primer reflejo del sistema, la prioridad cuando los cadáveres aún estaban tibios, había sido exigir que no se estigmatizara a la religión en la que se justificaba el que la había invocado, como si el político o periodista supiese realmente en qué medida la interpretación del yihadista era errada; quienes velaban por la opinión autorizada sabían más. “No es el verdadero islam”, salmodiaban. Y poco importa que nadie afirmase ni afirme que el radicalismo islamista es representativo del islam practicado por la mayoría de los musulmanes franceses.

Lo importante no era desactivar la máquina de matar que convertía a cualquier vecino adoctrinado en asesino potencial, lo importante era “no hacerle el juego a la extrema derecha” y evitar un nuevo delito asimilado a un trastorno psicológico, inventado para impedir cualquier crítica de una religión en particular: la “islamofobia”. Si había un responsable, había que buscarlo en la sociedad francesa: la frustración del legado colonial, el “racismo sistémico”, la falta de oportunidades económicas. La mera idea de que hubiese una ideología a nivel nacional e internacional que buscara imponer a Occidente una forma de existir a través de la violencia era políticamente inconveniente y moralmente insoportable. Que fuese real no parecía ser la cuestión.

El nombre de las cosas

Significativamente, uno de los primeros reflejos del sistema mediático ante el ascenso de ISIS fue imponer que cada vez que se mencionara al grupo terrorista era evitar, sistemáticamente, decir “Estado Islámico”, sino “autodenominado” o “grupo Estado Islámico”. Ellos no podían ser lo que decían ser, nosotros sabíamos más. Se trataba de una prevención que, por supuesto, no valía para ninguna otra organización: las llamábamos como ellas se presentaban. ¿Acaso necesitábamos que nos aclararan que Sendero Luminoso no era un sendero luminoso, que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia eran otra cosa o que el IRA no representaba verdaderamente el Ejército Republicano Irlandés?

Las orejeras ideológicas funcionaron durante décadas. La prensa, las ONG, la Academia desarrollaron un sistema de intimidación que desactivó todos los anticuerpos de una sociedad bajo ataque. La censura y su hermana más terrible, la autocensura, condenaban a quien diera la alerta al ostracismo y a vivir con el cartel de “racista” atado al cuello.

El canario de la mina

Como suele ocurrir, el canario de la mina, el pájaro que muere primero de asfixia para avisarle a los mineros que el aire se agota, fue el judío. La matanza de niños perpetrada por el yihadista Mohamed Merah en una escuela judía del sur de Francia en 2012 fue uno de los casos más resonantes, pero no el único. Los asesinatos de Ilan Halimi (2006), elegido por sus secuestradores  -musulmanes de los suburbios de París- porque era judío, seguida por la matanza de la superviviente de Auschwitz Mireille Knoll o Sarah Halimi en París engrosaban la lista de un ataque racista que no podía nombrarse: el antisemitismo de origen islámico, mezclado con actividades gansteriles.

No fue un azar que la masacre de Charlie Hebdo y la del supermercado Hyper Casher ocurriera en simultáneo: los islamistas atacaban una forma de vida en nombre de otra forma de vida. La libertad de expresión y la libertad religiosa. La matanza de Le Bataclan completaría el siniestro tríptico: la música, la libertad de los cuerpos y los sentidos. Los terroristas no podían ser más explícitos ante formadores de opinión que se apresuraban a tapar ojos, bocas y oídos ajenos. Los terroristas los desmentían: golpeaban los símbolos de todo lo que para ellos estaba mal en Francia a la luz de su doctrina religiosa. Y como si faltaran más señales fueron por la fiesta patria, el 14 de julio en el Paseo de los Ingleses de Niza (86 muertos, 434 heridos), las iglesias con la decapitación de Jacques Hamel, el sacerdote católico francés asesinado durante el atentado de la iglesia de Saint-Étienne-du-Rouvray y esta semana la de Notre-Dame de Niza, con otros tres asesinatos en nombre de su religión. Dos semanas antes, había sido degollado el profesor Samuel Paty tras mostrar las caricaturas de Charlie Hebdo en una clase sobre libertad de expresión. Aunque su muerte no fue más espectacular que las anteriores, sacudió más porque ocurrió contra un pilar fundamental de la sociedad francesa: el docente de la escuela laica y republicana, y con un agravante esencial, la queja de padres de alumnos, la denuncia contra Paty en la comisaría por obscenidad, la campaña contra el profesor retomada por una mezquita e instrumentalizada por un militante propalestino Abdelhakim Sefrioui: en síntesis, no sólo no se trataba de un loco aislado, el ejecutor paquistaní había contado con toda una red endógena, insertada en la sociedad francesa y dispuesta a usar las instituciones de Francia en su contra.

Macron, portavoz involuntario del universalismo

El desmoronamiento del Partido Socialista francés tras el pobre mandato de François Hollande, el escándalo del empleo ficticio de su esposa que acabó con las chances electorales del conservador François Fillon, el cordón sanitario contra Marine Le Pen, convirtieron en 2017 a Emmanuel Macron en presidente. Sin partido, sin fervor popular, en medio de un sistema político atomizado, el representante de los franceses que ganaron con la globalización llegó al poder.

Las pocas y ambiguas definiciones que había dado Macron de su concepción de la laicidad (había por ejemplo criticado que gente blanca hiciera informes sobre la vida en los suburbios), despertaban preocupación entre los republicanos y laicistas que temían estar ante un apóstol de las identity politics y la autoflagelación occidental, encarnada por el primer ministro canadiense Justin Trudeau o la primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern.

El degollamiento del profesor Samuel Paty obligó a Macron a salir de esta ambigüedad, y sus primeros pasos indican que eligió tomar al toro por las astas. Allí donde un Barack Obama se negaba a caracterizar los atentados en nombre del islam, Macron machaca “atentado islamista”, para despejar cualquier duda. Defiende con claridad el derecho de dibujar las caricaturas, aunque ofendan. Es esta claridad la que le vale el boicot de los productos franceses en el mundo árabe, que quemen su retrato de Pakistán a Gaza, el ataque en el consulado en Arabia Saudita, la ira del islamista Erdogan y la cobardía del “baizuo” Justin Trudeau, que estima ahora que existió una extralimitación en la libertad de expresión. Ya casi nadie es Charlie.

Lo que está pasando en Francia es mucho más grande que Francia. Los países vecinos, con una tradición universalista y secular menos arraigada, pero confrontadas a un mismo fenómeno de radicalización religiosa deberían prestar atención. Francia acaba de despertar -mejor dicho, de ser despertada-, las viejas intimidaciones ya no funcionan. Como ha quedado claro, las únicas víctimas mortales de la islamofobia son los que son acusados de islamofobia. Los dirigentes franceses habían elegido evitar la confrontación. El problema es que uno no elige si participa en una guerra que le han declarado.

Alejo Schapire Periodista argentino en Francia

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.  

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