A lo largo de su campaña por la Presidencia de la República, Vicente Fox enarboló su militancia religiosa católica como estandarte para demonizar al antiguo régimen priísta. Pintó un escenario falso, en el que supuestamente la mayoritaria población católica del país compartía su lectura de un gobierno perseguidor de las libertades religiosas de la ciudadanía, cuando en realidad fue la concepción liberal del Estado lo que garantizó la pluralidad religiosa de la sociedad mexicana. Esta pluralidad, desde el punto de vista católico conservador, fue el inicio de la desintegración política y moral del país. La nostalgia por una pretendida Edad de Oro, bajo el control de la Iglesia católica, estuvo presente en la, por otra parte, deshilvanada ideología foxista.
Fox quiso hacer de su libertad para manifestar una preferencia religiosa un asunto nodal. De allí que sus asistencias a misa y otras ceremonias católicas hayan sido promovidas como actos libertarios, como la salida de las catacumbas a las que tenía recluidos a los políticos creyentes un Estado laico perseguidor y totalitario. La cuestión fue que su libertad personal fue más un acto de ostentación farisaica que derecho a tener y manifestar una identidad religiosa libremente elegida. Los sondeos de opinión pública mostraron desacuerdo con las prácticas, desde el poder gubernamental, de la supuesta piedad religiosa presidencial y de su esposa que terminó por ser percibida como una conducta más de corte político que muestra de fe compartida por la mayoría de los mexicanos y las mexicanas.
Desde su primer día como Presidente de la República, Fox quiso mostrar públicamente que su asistencia a ceremonias religiosas católicas era parte de actos de gobierno y no ejercicios personales de libertad de cultos, que por otra parte nadie le prohibía. Pero de lo que se trataba era de vulnerar desde el poder la separación Estado-Iglesias en beneficio de la confesión del Presidente. ¿Para qué volver su asistencia a misas dominicales actos publicitados y anunciados con anterioridad a la prensa y con declaraciones sobre asuntos nacionales con las construcciones eclesiásticas como trasfondo escenográfico? El resultado fue la banalización de la religiosidad foxista y la percepción ciudadana de que esa era una expresión más del grandilocuente estilo de Fox que se empeñaba en edificar una realidad alterna al panorama verdadero.
El laicismo está más adentrado en la conciencia ciudadana de lo que calcularon los libertadores foxistas y sus cruzados clericales. Tan es así que la ostentación confesional de Vicente Fox y, digamos entre otros, su secretario de Gobernación, Carlos Abascal, terminaron por caer en una comprobación que debió ser dolorosa para ellos: el ridículo y el anacronismo. En el caso de Abascal, el político foxista más conocedor y practicante de la doctrina social católica, sus sermones impartidos desde el púlpito de Gobernación fueron motivo de sarcasmos de escritores y dirigentes políticos y sociales. Ni siquiera llegaron a debates, quedaron por lo anquilosado de las posiciones del llamado abad Abascal en meros recursos, por parte de éste, de una oratoria rancia coincidente con los puntos de vista de los conservadores que en el Congreso constituyente de 1856-1857 se opusieron a la libertad de cultos. Don Carlos se equivocó de siglo, interlocutores y tribuna, porque la sociedad mexicana después de que en 1860, el 4 de diciembre, se decretara la Ley de Libertad de Cultos, y con ella ahondara la separación Estado-Iglesia (católica), se ha ido diversificando constantemente y el catolicismo mayoritario es más ritual que una ideología integral católica. El integrismo abascaliano perdió siempre que intentó debilitar los fundamentos laicos del Estado mexicano.
La experiencia foxista fue desastrosa en muchos sentidos. En lo que respecta a su querella contra el laicismo mexicano, su fallido intento por suplantar las bases que lo han constituido deja lecciones que deben aprenderse desde varios sectores de la nación mexicana. El garante de los derechos de una sociedad crecientemente plural es un Estado laico, que tiene en cuenta la heterogeneidad de la ciudadanía y es consciente de las minorías existentes en su seno. Por su parte, los añorantes de revertir un logro político y cultural, el laicismo bien internalizado en nuestra sociedad, han comprobado que sus llamados a misa fueron ignorados incluso por quienes ellos pensaban acudirían presurosos a inhumar con gozo la herencia liberal y laica que data del siglo XIX.