Ha tenido que ser la prensa la que ponga en evidencia la inacción de la Iglesia católica española frente a las acusaciones de abusos sexuales perpetrados por sus miembros durante décadas. De hecho, el Estado español es uno de los escasos países occidentales –junto con Italia– donde todavía no se han realizado investigaciones exhaustivas y procesos de reparación de las víctimas. Hoy, forzadas por la prensa –El Periódico, el ARA, El País–, se han lanzando varias iniciativas que las asociaciones de víctimas consideran insuficientes. La comisión parlamentaria liderada por el Defensor del Pueblo es una de ellas: será a puerta cerrada y aparentemente sin poder coercitivo para obligar al clero a colaborar. Parece que el poder de la Iglesia todavía es capaz de sujetar a buena parte de la clase política. Resuena en este caso, como en otros recientes, el pacto de “no agresión” con el PSOE para poder llevar adelante una legislatura tranquila por ese flanco.
Una investigación de varias universidades ha denunciado la gravedad de la situación y las secuelas que dejan estos abusos. No hay cifras claras, pero se han corroborado al menos 614 casos y 1.264 víctimas –aunque las estimaciones incrementan esta cifra al menos en varios miles más–. En otros países, pueden ascender a cientos de miles. Aunque el grueso de las denuncias parece concentrado entre los 50 y los 80, algunos de estos casos no tienen ni tres años.
Buena parte de estos abusos y violaciones han ocurrido en escuelas, probablemente la mayoría. Un ejemplo significativo podría ser el de los Maristas donde –según datos de El País– se han destapado 71 casos en 29 colegios, de un total de 54 existentes. Es decir, en la mayoría de sus centros se producían estas agresiones y eran llevadas a cabo por profesores que arrastraron sospechas durante años. En muchas de las escuelas denunciadas, un caso habitual era el de profesores que agredían sexualmente a toda la clase, con varios cursos a su cargo y que estuvieron durante años en uno o más colegios. Los Maristas no son los únicos, ha habido casos en Jesuitas, Salesianos, etc.
También ha habido casos en la pública, pero estos no han sido masivos e institucionalizados como en los colegios religiosos
No es demasiado aventurado considerar estas agresiones como «institucionalizadas”, no solo por su masividad, sino porque cuando ha habido denuncias estos casos se han ocultado de manera generalizada. La respuesta habitual ha sido el silencio, como mucho, se ha movido al clérigo de colegio o de región. Lo habitual es que no se hayan realizado investigaciones a fondo y mucho menos de forma pública. El objetivo: preservar a toda costa la imagen de la Iglesia por encima de los derechos de las víctimas –muchos arrastran secuelas y problemas de salud mental graves–. La caridad cristiana ha sido aquí un precepto hueco.
La secularización de la sociedad y la enseñanza, que fue parte del programa más progresista de la II República, se truncó debido al golpe de Estado. Franco dejó en manos de la Iglesia la educación de las élites, mientras la pública se encargaba del resto. La democracia debería haberle dado un vuelco total a esta situación. Sin embargo, un pilar fundamental de los acuerdos suscritos entre España y la Santa Sede durante la Transición incluyó preservar la financiación pública de las escuelas religiosas. Así nace la concertada, una verdadera excepción en Europa –solo tiene un sistema parecido Bélgica–. La ley que le dio amparo es del 1985, de un gobierno del PSOE, por cierto. Hoy el grueso de la concertada sigue en manos de la Iglesia, que se lleva la mayoría del negocio, a cambio de muy pocas exigencias por parte del Estado.
Si los colegios religiosos financiados por el Estado son una herencia del franquismo, el poder de la Iglesia, también. Con este legado envenenado de escuelas religiosas llegó a la democracia el oscurantismo en su gestión, que, como hemos visto, es capaz de encubrir los abusos generalizados a costa de las víctimas. También ha habido casos en la pública, pero en cualquier caso, estos no han sido masivos e institucionalizados como en los colegios religiosos. Pero sobre todo, es muy difícil, por la propia estructura de la pública, que se puedan esconder las denuncias de manera sistemática. Por tanto, es inevitable que nos preguntemos si acaso hemos estado financiando con fondos públicos escuelas en las que se han encubierto casos de agresiones y violaciones a menores de manera reiterada. Y si vamos a seguir tolerando la impunidad de estos abusadores aunque vistan sotana.