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Feminismo emancipador vs multiculturalismo acrítico

En los últimos años no han dejado de aparecer en los medios noticias que han tenido como protagonistas a mujeres a las que hemos visto en encrucijadas derivadas de su identidad cultural o religiosa. Hace apenas unas semanas, leíamos cómo un juzgado de Palma, apoyándose en la libertad religiosa de la demandante, respaldaba el uso del velo islámico de una azafata de tierraa la que la empresa Acciona se lo había prohibido. A principios de año, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos fallaba en contra de un matrimonio musulmán que se negó a que sus hijas fueran a clases mixtas de natación en Suiza. Han sido innumerables los casos en los que el conflicto se ha planteado con respecto al uso por parte de menores de símbolos religiosos en la escuela, por no hablar de polémicas convertidas en espectáculo mediático, como la prohibición del burkini el pasado verano.

Todas estas noticias tienen en común dos elementos: 1º) los sujetos que portan un determinado símbolo o que tratan de cumplir con un determinado código de conducta son mujeres; 2º) con diferente intensidad, en todos los casos asistimos a un posible conflicto entre las normas propias de una cultura, en la mayoría de los casos vinculada directa o indirectamente a creencias religiosas, y los valores que hemos asumido como comunes en ese imperfecto pero admirable pacto social que hemos denominado “constitucionalismo”.

Estas dos referencias nos ponen sobre la pista de las dos cuestiones que interseccionan entre sí y que constituyen uno de los grandes retos de nuestros sistemas democráticos. De una parte, la garantía de unas sociedades interculturales en las que hagamos posible un más que aceptable equilibrio entre igualdad y pluralismo. De otra, la protección de los derechos de las mujeres y de las niñas como presupuesto ineludible de una democracia que, para ser tal, necesita considerarlas sujetos autónomos y con voz propia.

El hecho de que sean precisamente ellas, las mujeres de determinadas culturas, las que se vean sometidas a presiones y se conviertan en foco de conflictos, mientras que sus compañeros varones carecen de las mismas ataduras, obliga a que enfoquemos todas estas cuestiones desde una perspectiva de género, es decir, teniendo en cuenta que las relaciones de poder sobre las que se construyen las culturas y en las que tradicionalmente las mujeres están en posiciones de subordiscriminación. Unas posiciones que alimentan en general todas las religiones, muy especialmente las monoteístas, las cuales se apoyan en dogmas creados o interpretados por jerarcas masculinos que, a su vez, se traducen en normas y reglas que perpetúan la desigualdad de género.

Todo ello nos obliga, de entrada, a asumir que la mayoría de los conflictos que se plantean no son tanto de tipo religioso o cultural sino político -hablamos de poder, de estatus, de ciudadanía- y de que sólo aplicando el principio de igualdad, en cuanto fundamento de nuestro pacto social, podremos gestionarlos adecuadamente. Esta perspectiva nos obliga a tener presente la dimensión interseccional de la discriminación que sufren las mujeres, al tiempo que no perdemos de vista que, como bien nos advierte Nancy Fraser, identidad, participación y distribución de bienes y recursos van de la mano.

Por lo tanto, frente a un multiculturalismo “acrítico”, que de manera ciertamente paradójica ha sido el más extendido en cierta izquierda europea, la creciente diversidad cultural y religiosa de nuestras sociedades debería obligarnos a replantear los fundamentos del pacto social -poder, ciudadanía, igualdad, derechos humanos- con el objetivo último de que el sistema permita garantizar el libre desarrollo de la personalidad de todos y de todas. Un objetivo que exige por poner las bases sociales, políticas, culturales y económicas para que las mujeres dejen de ser heterodesignadas. Ello implica situar el concepto de autonomía en el foco de atención principal en los debates que hoy tenemos abiertos en torno a los derechos humanos de las mujeres. Este concepto, que nada tiene que ver con la libre elección, mitificada por el neoliberalismo, y que ha de situarse siempre en un contexto relacional, obliga, entre otras cosas, a la liberación de adscripciones coercitivas y a la participación pública en condiciones de igualdad. Algo que sigue siendo todavía hoy un reto para las mujeres en muchos contextos culturales en los que continúan estando condenadas a ser las “guardianas de las tradiciones”, mientras que sus compañeros varones ejercen poder en lo público y en lo privado sin sentirse maniatados ni por dioses ni por costumbres.

Este proceso no debería olvidar que la teoría de los derechos es necesariamente una teoría de límites – por lo tanto, los derechos humanos de las mujeres y niñas deberían ser un barrera incuestionable frente a cualquier práctica religiosa o cultural que pretenda ampararse en libertades como la de conciencia o religiosa – y que al tiempo que plantamos cara al patriarca que identificamos con claridad en otros contextos deberíamos someter a crítica el jerarca que habita en la nuestra. De ahí mi convencimiento de que el feminismo, entendido como pensamiento radicalmente humanista y como propuesta de acción política que pretende darle la vuelta a un orden político y cultura hecho a imagen y semejanza de los privilegios masculinos, constituye la mejor herramienta para revisar los derechos humanos desde una lógica de emancipación y autonomía.

Solo desde esa mirada será posible ir encontrando respuestas a los inevitables conflictos de unas sociedades cada vez más diversas en las que las mujeres continúan siendo las más vulnerables. En este sentido, es urgente no perder de vista la dimensión transnacional del feminismo, en lucha siempre contra las injusticias globales, y la necesidad de fomentar diálogos entre eso que Celia Amorós denominó hace tiempo las “vetas de ilustración” presentes en todas las culturas. Por eso no estaría mal despojarnos del peso etnocéntrico que a veces nos ciega desde nuestra posición global dominante, así como de la creencia de que solo las mujeres blancas y occidentales son capaces de articular un discurso feminista. Unos diálogos que, por cierto, solo serán posibles en un marco laico y en el que desde lo público se garanticen los derechos sociales como fundamentales.

A estos retos, que en la práctica plantean muchos dilemas éticos, políticos y jurídicos, constituyen, he dedicado mi último trabajo de investigación, Autonomía, género y diversidad. Itinerarios feministas para una democracia intercultural. O, lo que es lo mismo, las estrategias para empezar a rebelarnos contra las injusticias que provocan la suma de tres dominaciones – la neoliberal, la etnocéntrica y la patriarcal – y que tiene como principales víctimas a las niñas y a las mujeres del planeta. Les invito a seguir el mapa y a asumir el reto: nos va la democracia, y las vidas de muchas niñas y mujeres, en ello.

Octavio Salazar. Profesor Titular de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba

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