El infantilismo de las leyendas bíblicas desafía a nuestra base racional y a la experiencia
1. La puesta al día de la Iglesia católica —la tentativa de deshacerse de los elementos de su doctrina más rancios y anacrónicos de cara a la sociedad de hoy en materias tan diversas como el divorcio, la contracepción, el celibato del clero y un largo etcétera— abocan al actual Pontífice y a la Curia a una situación con bastantes similitudes a las que vivió la dirección del PC soviético tras el célebre informe Jruschov y el deshielo del estalinismo. Sin desdecirse de la presunta verdad de los dogmas, religiosos en un caso, ideológicos en otra, la operación de lavado de los establos de Augías abría y abre ahora las puertas a una discusión en la que lo supuestamente intangible pierde su estatus y sufre insidiosamente la erosión de lo real.
Si se desprograma la existencia del limbo como se hizo antes de la accesión de Francisco a la silla de Pedro, y el infierno es un estado síquico, ¿adónde van a parar los recién nacidos que no han recibido el bautismo y los precitos que arden en la hoguera minuciosamente descrita por Dante? Si la verdad de la dictadura del proletariado ha perdido su poder aglutinador, ¿qué se ha hecho de los héroes y heroínas estajanovistas gloriosamente representados en los cuadros y murales del difunto realismo socialista?
2. Llegado a este punto preciso, el establecer una neta distinción entre la fe religiosa con sus dogmas no sujetos a la razón y la creencia ciega en unas verdades científicas puestas a la prueba de los hechos y de la evolución de la sociedad. Lo ocurrido en la Unión Soviética a la caída del comunismo muestra que las utopías racionales tienen una existencia más precaria que las fundadas en un orden sobrenatural. Las poblaciones desamparadas por el derrumbe de la cúpula protectora de la ideología han buscado un salvavidas al que aferrarse y el nacionalismo religioso de sus antepasados se lo ofrecía en bandeja. La vieja alianza del trono y el altar, entre el zar Putin y el patriarca de Moscovia colman dicho vacío. La fe en los poderes divinos forman parte del genotipo de la especie a la que pertenecemos.
3. Según he leído recientemente en la prensa, el proceso de santificación de los pontífices que precedieron a Benedicto XVI y a Francisco requiere la prueba de dos milagros atribuidos a su intercesión, pero el recurso a portentos que son excepciones al orden de la creación establecido por Dios enfrenta a la Iglesia a una serie de problemas de difícil resolución. Si el aristotelismo de santo Tomás apuntaló la fábrica del catolicismo en las épocas anteriores a los grandes descubrimientos científicos, a partir de éstos Roma se bate en retirada deshaciéndose de verdades previamente proclamadas en sus concilios y encíclicas.
Afirmar el origen divino del cosmos, como lo hace el catecismo recientemente introducido en nuestras aulas de bachillerato con la asignatura de religión en un esfuerzo desesperado para oponerse a la teoría científica de la evolución va incluso a contracorriente de la lectura “demasiado rápida” del Génesis a la que se refería Francisco en su discurso ante la Academia pontificia de Ciencias el pasado mes de octubre. El grado de racionalidad de la fe es así objeto de debate en el campo atrincherado del creacionismo que se repliega frente a los asaltos de la razón.
4. El infantilismo de las leyendas bíblicas en las que creen los fieles de las religiones reveladas desafía a la vez nuestra experiencia y razón. ¿Quién puede dar por cierto el relato de Adán, Eva y la manzana o el de la cólera divina que condujo al diluvio y al mito multimilenario del Arca? No obstante, el entramado teológico forjado al hilo de los siglos sobrevive a la inverosimilitud de la fábula. El credo quia absurdum de Tertuliano adaptado bellamente por Teresa de Ávila mantiene su vigencia en el mundo desconcertado de hoy.
Hace ya tiempo, cuando el Vaticano reformó su liturgia y el latín desapareció de la Santa Misa, recuerdo que me dije para mis adentros que, puestos a innovar el ceremonial, lo más adecuado para resistir a los embates del siglo hubiera sido su sustitución por el sánscrito. Los fieles que memorizan un credo sin entender lo que dicen disfrutan de la gracia inherente al misterio, y cuanto más ininteligible sea éste mayor será su fe en él. Francisco —cuyos ímprobos esfuerzos sociales y justas iniciativas políticas me inspiran el mayor respeto y simpatía— sigue la dirección opuesta y se ve forzado a dar continuamente explicaciones a lo inexplicable. Su papel al frente de la Iglesia es menos el de un portavoz de verdades eternas que el de un experto comunicador en un grandioso plató de televisión.
Juan Goytisolo es escritor.